Mi fugaz paso por la
docencia me ha mostrado situaciones sobre las cuales quiero decir algo; estas
son: a) las mujeres casi siempre ocupan los primeros puestos en cuanto a
rendimiento escolar, b) hay una inmensa falta de concentración y memoria, c)
los cerebros se están simplificando cada vez más y d) del principio de
autoridad solo quedan vestigios. Me ocuparé, en este artículo, solo de este
último asunto.
«Un animal se educa chocando
contra el mundo exterior y adquiriendo así ciertos reflejos que lo hacen apto
para soportar la vida. Un niño también. No veo, entonces, cómo han de poder
considerarse ciertos castigos como contraindicados; ¿no forma parte la mano del
padre del mundo exterior?» (Ernesto Sabato: Uno
y el universo.)
Cuándo fue que desapareció
la palmeta en los colegios; cuándo fue que surgió la idea del alumno inmaculado,
intocable, burbuja de jabón; cuándo fue que el profesor empezó a preocuparse
más por querer agradar, convirtiéndose en modelo de pasarela para sus
melindrosos alumnos; cuándo empezó, en suma, a joderse la relación vertical y asimétrica docente-discente que tan buenos resultados dio. No lo sé con
exactitud.
El siglo XX ha sido el siglo
de los derechos, combustible de los egos y las desmesuras del mundo. Ahora
todos reclaman, y a veces sin saber qué. Los derechos se han vuelto artículos
de segunda mano; clichés, rótulos; y hasta en los papeles higiénicos aparecen.
En cambio, los deberes no figuran ni en el pensamiento, cuando deberían ser el
requisito obligado —tendría que haber dicho moral,
pero para qué hacernos de utopías— de las exigencias. Los alumnos tienen
derecho al buen trato, ¡de acuerdo!, pero tienen que ganarse ese derecho honrando
deberes. Los padres que van a reclamar al colegio porque el profesor miró mal a
su hijo, cuando bien saben que este no cumplió con sus obligaciones y mereció
cosa peor, son, pues, sinvergüenzas, verdugos de su propia sangre, cultivadores
de impunidad.
Y en esta vorágine de reivindicaciones
aparece el todos somos iguales, que
ha sido llevado a tal punto de la ridiculez que hasta los animales ya nos miran
de igual a igual. Somos tan iguales ante la ley como tan diferentes unos de
otros; no nos mareemos con esto de la paridad. El hijo es hijo, y debe ser
tratado como tal, por ello mismo me parece mal que los padres finjan ser sus amigos.
Esta horizontalidad en las relaciones, según mi parecer, es la miga del asunto,
es decir, la causa del alumno burbuja.
Los papás no pueden ni deben
ser amigos de sus hijos. No pueden porque —como bien dijo Montaigne hace siglos—
«ni todos los pensamientos de los padres pueden transmitirse a los hijos, lo
que engendraría inconvenientes, ni los consejos y correcciones que son uno de
los primeros deberes de la amistad pueden ser ejercidos por los hijos sobre los
padres.» Además, la amistad no puede ser una imposición, y la relación entre
padres e hijos son ordenadas por la ley y la obligación natural.
Y no deben porque la
amistad es la puerta abierta para el trato igualitario, y entre iguales decae
la autoridad, que tanta falta nos hace en estos tiempos de flaquezas y remilgos.
Los padres no tienen que ser amigos, basta con lo que son: padres.
José Manuel Coaguila
No hay comentarios:
Publicar un comentario