martes, 29 de noviembre de 2011

Aprendiendo a morir

Hace mucho que no leíamos un libro tan entretenido y aleccionador, con una hipótesis original y un estilo ―teniendo en cuenta la materia sobre la que versa― llano y exento de espuma retórica. Nos referimos a El libro de los filósofos muertos, de Simon Critchley, que trata sobre lo que han dicho los filósofos, a lo largo de la historia, acerca de la muerte y la manera cómo han afrontado ellos mismos el final de sus vidas.

La tesis del libro es que la filosofía puede enseñarnos a morir y, por lo tanto, a vivir. Aceptar nuestra finitud y la muerte como lo más natural posible, sin estar preocupándonos por ella ni rehuyéndola, es el ideal filosófico.


Una actitud despreocupada hacia la muerte nos hará libres. Si reconocemos nuestra naturaleza transitoria y afrontamos nuestro miedo a morir, a desaparecer, nos liberaremos de tantas supercherías que no hacen más que arrebatarnos el derecho de vivir plena y felizmente.

¿Por qué pensar en los días en que todavía no existíamos no nos atemoriza tanto como pensar en aquellos en que no estemos más en este mundo, si las dos situaciones son idénticas? Lo que pasa es que pensamos y sentimos la muerte como vivos, lo que nos lleva a vernos bajo tierra, padeciendo nuestra partida, conscientes de nuestro estado, y eso nos horroriza tremendamente.

¿Cómo podríamos, entonces, hacer frente al terror que nos inspira la muerte? Pues teniéndola a diario frente a nuestros ojos. Como «los antiguos egipcios, quienes, durante sus elaborados banquetes, hacían traer una gran efigie de la muerte ―a menudo un esqueleto humano― a la sala del ágape, acompañada de un hombre que exclamaba ante los comensales: ‘Bebed y sed felices, porque cuando estéis muertos estaréis así’».

El libro de los filósofos muertos, abundante en ejemplos, nos muestra pues cómo los grandes filósofos de la historia han afrontado serena y despreocupadamente su muerte, sin aspavientos, como si fuese cualquier cosa. ¿Quién más familiarizados con la muerte si no ellos? Sobre todo si tenemos en cuenta que es precisamente la finitud de la naturaleza humana lo que nos lleva a filosofar, ya que si el hombre viviría eternamente, ¿quién se tomaría la molestia de pensar seriamente en la vida?

La moraleja, apreciados lectores, es que contar con lo «peor» ―y esto no es pesimismo― nos ayudará siempre a vivir mejor.

José Manuel Coaguila

martes, 15 de noviembre de 2011

Santa mariconada

Hablar de los orígenes de la prostitución es zambullirnos en los albores de la humanidad, lo que es bien sabido por todos. Lo que sí no conocen muchos es que la homosexualidad sea tan antigua como el meretricio, y que ambos, en sus inicios, tuvieran matices religiosos. La prostitución y la homosexualidad eran, pues, materia sagrada. «No siempre ha sido la prostitución cosa clandestina y despreciada como ahora —escribe Bertrand Russell— [...] Primitivamente, la prostituta era una sacerdotisa consagrada a un dios o a una diosa, y al servir al transeúnte forastero cumplía un acto de culto.»

Cosa similar pasó con la homosexualidad. La Historia ha registrado prostitución de y para hombres en templos de la Antigüedad, como, por ejemplo, en Babilonia, donde sacerdotes del dios Ishtar realizaban prácticas homosexuales un su honor.

Esto ya lo sabíamos.

Lo que ignorábamos hasta hace poco, gracias a que leímos Pecar como Dios manda. Historia sexual de los argentinos (el primer libro de una trilogía), era que —y disculpen la ingenuidad— algo similar, con respecto a la homosexualidad, pasó en la mayoría de los pueblos naturales de Sudamérica.


Federico Andahazi, autor del libro en cuestión, ha elaborado una extraordinaria historia sexual de sus compatriotas cuyas simientes traspasan fronteras. El autor de El anatomista aborda temas que la Historia mira siempre de soslayo: la homosexualidad, la virginidad, el adulterio, las violaciones, el aborto, la zoofilia, el incesto. Y es que para Andahazi «la historia de una nación sólo puede comprenderse si se conoce el entramado de relaciones sexuales que la gestaron».

Cerámica homoerótica Chimú.

Según el escritor argentino —muy bien documentado—, en tiempos prehispánicos la virginidad no era bien vista, el adulterio era más grave que una violación, el aborto, práctica natural y el incesto y la zoofilia, cosa consentida. Por otra parte, retomando el tema, la homosexualidad, sobre todo entre los incas, era asunto sagrado. Jovencitos travestidos, educados desde temprana edad en el oficio, satisfacían los más exigentes deseos carnales de sacerdotes y altos mandos militares. Estos «prostitutos del templo», llamados así por los cronistas, de rasgos bellos y femeninos, encajaban perfectamente dentro de la cosmogonía incaica, y es que «Viracocha, el Dios principal, el Creador, era, a decir de Pachacuti, una entidad de carácter andrógino», por lo que eran bien vistos y respetados.

José Manuel Coaguila

martes, 8 de noviembre de 2011

Ni lo uno, ni lo otro

En nuestra columna anterior escribíamos sobre el caso de un joven indio, Sushil Kumar, que acababa de ganar el máximo premio del concurso televisivo ¿Quién quiere ser millonario?, haciendo realidad, según la prensa, que mostró sorprendentes similitudes, la película del mismo nombre.

Recordemos, también, dos cosas. Primero, dijimos que la película se basó un una novela y que, según su autor, la novela, en hechos de la vida real. Segundo, dimos a conocer, grosso modo, dos teorías que explican la naturaleza de las ficciones —el cine y la literatura lo son—: una que dice que son copias de la realidad, que se derivan de ella, y otra, que son mundos posibles.

En aquella ocasión, utilizando como carnada el sentido común, deslizamos la posibilidad —induciendo intencionalmente al error— de que el caso se podría explicar echando mano a cualquiera de las dos teorías: por un lado, podríamos identificar en la película, y en la novela en la que se basó la película, personajes y situaciones reales; y por otro, creer, como decía la prensa, que la película se hizo realidad y que, por lo tanto, las ficciones serían, más que copias, posibilidades.
Pero ninguna de las dos hipótesis es cierta.
La doctrina mimética —basada en la primera teoría— está detrás de una manera muy popular, ingenua y reduccionista de interpretar o entender las ficciones: «convierte a las personas ficticias en gente viva, a los escenarios imaginarios en sitios reales, a las historias inventadas en acontecimientos de la vida real.» Cuando debemos entender que la ficción es algo opuesto a la realidad (a lo verdadero). El Adriano de Yourcenar no es pues el Adriano que gobernó Roma en el siglo II.

En el otro lado de la moneda, la teoría de los mundos posibles, acertadamente, convierte a la ficción en una realidad autónoma, independiente del mundo actual, en el marco de un modelo de múltiples mundos. Se trata de mundos paralelos sin una relación de jerarquía entre sí, es decir, donde ninguno de ellos ha de verse necesariamente como representación de los demás.
La ficción como mundo posible no ha de entenderse como una potencial extensión de la realidad, es decir, como algo que puede suceder, sino, más bien, como un mundo paralelo, alternativo, diferente al mundo real, «cuyas propiedades, estructuras y modos de existencia son independientes de las propiedades, las estructuras y los modos de existencia de la realidad.»
José Manuel Coaguila

martes, 1 de noviembre de 2011

¿Copia o posibilidad?

Hace unos días, la prensa internacional informaba sobre un joven indio que había ganado el máximo premio del  programa televisivo ¿Quién quiere ser millonario?, concurso de preguntas y respuestas que alguna vez se realizó en el Perú y transmitió Frecuencia Latina, con la conducción de Güido Lombardi.
La noticia no hubiera tenido el eco que tuvo de no ser por la similitud existente entre el caso y el argumento de la película ganadora de ocho premios Oscar, incluido el de mejor película, en el 2009: Slumdog Millionaire, basada en la novela Q & A, del escritor indio Vikas Swarup. Ambas, película y novela, llevan en español el mismo nombre del programa concurso en cuestión.


Se cumplió la historia de “¿Quién quiere ser millonario?”, tituló  La Gaceta. Y es que Sushil Kumar, al igual que Jamal Malik, el personaje del filme, es joven, indio, pobre —solía mirar el programa en casas de sus vecinos porque él no tiene televisor—, operador telefónico y llegó a la televisión para ayudar a su familia y al amor de su vida, entre otras semejanzas.


Llegamos a donde queríamos llegar.
En cuestiones de ficción —el cine y la literatura lo son—, hay dos teorías bien marcadas con respecto a su marco de referencia: la mímesis y los mundos posibles. La primera, la tradicional (desde Platón y Aristóteles), postula que «las ficciones se derivan de la realidad, son imitaciones/representaciones de entidades realmente existentes.» La segunda, la moderna, contrariamente, nos dice que los mundos ficcionales son conjuntos de estados posibles de cosas, y que, por lo tanto, no representan individuos ni universales actuales.
Así las cosas, todo parece indicar que la situación presentada al principio se explica sobre la base de la teoría de los mundos posibles —defendida por teóricos como C. Segre, L. Doležel, B. Harshaw—, aunque hay un pequeño detalle que estamos dejando de lado.
La película se basa en una novela, y, según el escritor, la novela, en hechos reales, sobre todo en el caso de Charles Ingram, inglés acusado de hacer trampa en el programa de televisión citado (cosa que sucede en la novela y en la película, pero no con el joven indio que acaba de ganar un millón de dólares).
¿La ficción es copia o posibilidad?

José Manuel Coaguila