jueves, 25 de abril de 2013

No me cambien el nombre


Ya estoy harto de que mi computador cambie mi apellido Coaguila por Coahuila, como si me estaría refiriendo al estado mexicano donde nació el revolucionario Madero. Bueno, con mi nombre pasa, pues, como ya estoy avisado, la errata está bajo control, pero con otros no. Por ejemplo, recuerdo que una vez escribí Umberto Eco y luego apareció Humberto, con hache; lo peor es que me percaté del desacierto tecnológico cuando mi artículo ya estaba publicado.


Las máquinas tienen el perdón de Dios, aun cuando permiten empezar con minúscula su nombre y su libro; mas no los hombres. Y acá viene lo bueno, porque muchos se burlarán de las pobres computadoras, que, con tanta capacidad para procesar datos, se equivocan en cosas sutiles y quedan en ridículo, como Aquiles con su taloncito de azúcar; pero no se dan cuenta de que ellos, seres pensantes, con una capacidad para analizar situaciones en su debido contexto y elegir la solución más adecuada, tropiezan con la misma piedra y con los dos pies.

Ahí están, verbigracia, los Garcilazo de la Vega, los Vizcardo y Guzmán y los Gonzales Vigil, que aparecen así, mal escritos, en diarios, revistas, libros, y hasta en las fachadas de instituciones que llevan sus nombres. Por ejemplo, en el distrito de Hunter (Arequipa) hay un colegio que se llama como el ilustre precursor arequipeño, autor de Carta a los españoles americanos, pero que luce mal su apellido, y en todo su frente: Vizcardo, con zeta, cuando bien se sabe que es con ese.

Hay problemas también con el apellido del autor de Sobre héroes y tumbas, pues muchos lo tildan, Sábato, cuando el escritor argentino no firmó ninguno de su libros así. Lo correcto es Sabato, que es de origen italiano y, por lo tanto, sin acento ortográfico, como dijo el mismo Ernesto no recuerdo dónde. Y algo similar sucede con el apellido Belaunde, que muchos escriben con hiato, sin que haya registro de ello. Por ejemplo, el expresidente Fernando Belaunde Terry jamás tildó su apellido, y lo mismo podemos decir de otros insignes personajes que se apellidaron igual. Por el contrario, hay noticias del Belaunde diptongado, es decir, con acento en la a; además, por último, el apellido es de origen vasco y, por consiguiente, no está obligatoriamente sujeto a las reglas gramaticales y fonéticas del castellano.

Otro es el caso del único santo mulato de la Iglesia de Roma. ¿San Martín de Porras o de Porres? José Antonio del Busto Duthurburu ha dicho que «los apellidos Porras y Porres fueron uno solo, vale decir, el mismo. La forma ‘Porres’ —continúa Del Busto― no es un error sino una variante que, con frecuencia, se daba dentro de las ramas de los Porras…» Y oscurece más el asunto cuando pone «san Martín de Porras o Porres», y lo mismo con los ascendientes del santo.

Otros biógrafos de Martín han dejado en claro que el apellido original del santo es Porras. Y esto es respaldado por lo siguiente que les voy a contar. Marco Aurelio Denegri, en su Lexicografía, capítulo XCV, pone el tema sobre el tapete y deja las cosas en claro. Denegri, que cita al historiador Juan José Vega, cuenta que fue al Papa Juan XXIII quien decretó llamar Porres y no Porras al santo en cuestión, pues en el idioma portugués, ‘porra’ es la palabra que sirve para designar el pene del hombre, lo que, evidentemente, era inadecuado para un santo. Así es que, caros amigos, todo depende de ustedes; si tienen un espíritu historiador y quieren ceñirse a los hechos, escriban Porras; pero si lo que les mueve es un espíritu religioso, no sean obscenos y escriban Porres.

Pero a mí no me cambien el nombre.
 
 
José Manuel Coaguila

 

jueves, 18 de abril de 2013

El alumno burbuja


Mi fugaz paso por la docencia me ha mostrado situaciones sobre las cuales quiero decir algo; estas son: a) las mujeres casi siempre ocupan los primeros puestos en cuanto a rendimiento escolar, b) hay una inmensa falta de concentración y memoria, c) los cerebros se están simplificando cada vez más y d) del principio de autoridad solo quedan vestigios. Me ocuparé, en este artículo, solo de este último asunto.

«Un animal se educa chocando contra el mundo exterior y adquiriendo así ciertos reflejos que lo hacen apto para soportar la vida. Un niño también. No veo, entonces, cómo han de poder considerarse ciertos castigos como contraindicados; ¿no forma parte la mano del padre del mundo exterior?» (Ernesto Sabato: Uno y el universo.)

Cuándo fue que desapareció la palmeta en los colegios; cuándo fue que surgió la idea del alumno inmaculado, intocable, burbuja de jabón; cuándo fue que el profesor empezó a preocuparse más por querer agradar, convirtiéndose en modelo de pasarela para sus melindrosos alumnos; cuándo empezó, en suma, a joderse la relación vertical y asimétrica    docente-discente que tan buenos resultados dio. No lo sé con exactitud.

El siglo XX ha sido el siglo de los derechos, combustible de los egos y las desmesuras del mundo. Ahora todos reclaman, y a veces sin saber qué. Los derechos se han vuelto artículos de segunda mano; clichés, rótulos; y hasta en los papeles higiénicos aparecen. En cambio, los deberes no figuran ni en el pensamiento, cuando deberían ser el requisito obligado —tendría que haber dicho moral, pero para qué hacernos de utopías— de las exigencias. Los alumnos tienen derecho al buen trato, ¡de acuerdo!, pero tienen que ganarse ese derecho honrando deberes. Los padres que van a reclamar al colegio porque el profesor miró mal a su hijo, cuando bien saben que este no cumplió con sus obligaciones y mereció cosa peor, son, pues, sinvergüenzas, verdugos de su propia sangre, cultivadores de impunidad.

Y en esta vorágine de reivindicaciones aparece el todos somos iguales, que ha sido llevado a tal punto de la ridiculez que hasta los animales ya nos miran de igual a igual. Somos tan iguales ante la ley como tan diferentes unos de otros; no nos mareemos con esto de la paridad. El hijo es hijo, y debe ser tratado como tal, por ello mismo me parece mal que los padres finjan ser sus amigos. Esta horizontalidad en las relaciones, según mi parecer, es la miga del asunto, es decir, la causa del alumno burbuja.

Los papás no pueden ni deben ser amigos de sus hijos. No pueden porque        —como bien dijo Montaigne hace siglos— «ni todos los pensamientos de los padres pueden transmitirse a los hijos, lo que engendraría inconvenientes, ni los consejos y correcciones que son uno de los primeros deberes de la amistad pueden ser ejercidos por los hijos sobre los padres.» Además, la amistad no puede ser una imposición, y la relación entre padres e hijos son ordenadas por la ley y la obligación natural.
Y no deben porque la amistad es la puerta abierta para el trato igualitario, y entre iguales decae la autoridad, que tanta falta nos hace en estos tiempos de flaquezas y remilgos. Los padres no tienen que ser amigos, basta con lo que son: padres.
 
 
José Manuel Coaguila

jueves, 11 de abril de 2013

El dramaturgo, el fisiólogo y el dictador

¿Qué relación puede haber entre Lope de Vega, Iván Pávlov y Kim Jong-un? Seré más específico: ¿qué pueden tener en común la comedia El capellán de la Virgen, la teoría de los reflejos condicionados y el ejército de Corea del Norte? Hablar de un vínculo puede parecer descabellado, incluso para los más enterados, pero la realidad dice lo contrario. [«Y así dos orillas tu corazón y el mío, / pues, aunque las separa la corriente de un río, / por debajo del río se unen secretamente», ha escrito el poeta José Ángel Buesa.]
Veamos.
Don Félix Lope de Vega y Carpio, el gran dramaturgo y poeta del Siglo de Oro español, publicó la comedia El capellán de la Virgen en 1623. En la obra, que tiene como protagonista a San Idelfonso, aparece un personaje llamado Mendo, criado y compañero del santo católico. Precisamente, en la escena segunda del acto III, Mendo le cuenta a su madre que San Idelfonso lo castigaba haciéndole comer en el suelo junto a muchos gatos que le quitaban su ración de alimentos. Pero Mendo, pícaro, supo librarse de los molestosos animales. Con engaños los metió en un costal para darles un castigo que no olvidarían jamás, y es que mientras los deshacía a palos, tosía fuertemente; los dejaba descansar, pero al rato volvían la tos y los golpes, y así sucesivamente, hasta que los gatos gruñían y maullaban con solo escucharlo toser. Así Mendo pudo comer tranquilo, pues solo bastaba carraspear para que los felinos huyeran como alma que lleva el diablo.
Por otro lado, la teoría pavloviana hace referencia a dos tipos de reflejos: los incondicionados y los condicionados. Los primeros, anteriores a Pávlov, señalan un vínculo natural entre los estímulos del medio ambiente y las reacciones que generan en el organismo; por ejemplo, un pedazo de carne, dentro de la boca de un perro, provoca que su glándula salival comience a funcionar, es decir, a esparcir su jugo por toda la cavidad bucal. Como se advierte, este tipo de reflejos se producen de manera automática. Con los reflejos condicionados, cosecha de Pávlov, sucede todo lo contrario. Volviendo al ejemplo anterior; antes de introducir el pedazo de carne en la boca del animal, presentemos un determinado suceso ante sus sentidos; un ruido, por ejemplo. Si hacemos esto cada vez que le demos de comer, la segregación salival se convertirá en un reflejo condicionado, pues bastaría con hacer el mismo ruido que hacíamos cuando lo alimentábamos para que —sin necesidad del pedazo de carne— comience a salivar.
Se cuenta que soldados rusos, durante la segunda guerra mundial, aprovecharon la teoría de los reflejos condicionados predisponiendo un gran número de perros para que busquen comida debajo de los tanques enemigos; los canes tenían un mecanismo en el lomo que, al mínimo contacto, activaba la carga explosiva que llevaban consigo.
Ahora el ejército de Corea del Norte, imitando a los rusos, adiestra a perros para atacar en caso de guerra. En efecto, en un video difundido por la televisión estatal de ese país se observa un entrenamiento militar de canes, quienes atacan a un muñeco que tiene pegada una foto del ministro de Defensa de Corea del Sur, Kim Kwan-jim.
Es realmente sorprendente que Lope de Vega se haya adelantado tres siglos a su tiempo, aunque no tanto como ver cuán atrasados mentalmente están muchos norcoreanos.

José Manuel Coaguila

sábado, 6 de abril de 2013

La vejez


Tengo 26 años, pero me preocupa llegar a viejo. Esta inquietud tiene una explicación: tememos a la muerte; por lo tanto, también a todo lo que nos hace pensar en ella. Por eso, hace unos años leí Sobre la vejez, de Marco Tulio Cicerón, y la semana pasada lo volví a hacer.
 
Seguramente, esta misma preocupación de llegar a viejo hace que cada domingo, al pasar por un parque cerca de mi casa, me detenga a observar a los ancianos del Adulto Mayor, y al verlos jugar, opinar, aprender nuevas cosas, ejercitar sus músculos, felices, me sienta bien.
 
El domingo último, viéndolos, imaginé mucho… Ingresé al parque, saludé a todos con la mano en alto y me dirigí al lugar que ocupaba la instructora; le agradecí la invitación, me acomodé en el pupitre y empecé a dar mi charla:
 
«Los seres humanos somos, vivimos y existimos: el ser lo compartimos con todas las cosas; el vivir, con todos los animales; pero el existir es exclusivamente humano. Estos tres niveles, cósmico, animal y social, constituyen nuestra naturaleza.
 
A los viejos se los asiste en el vivir, pero ya no en el existir. Se los alimenta y se los viste, y si están enfermos, se los medica; nada más. Ya nadie necesita de su aprobación o reconocimiento, su opinión poco importa; las miradas que se les dirige son solo piadosas: empiezan a morir socialmente. ‘El drama de la vejez no es necesitar a los otros, sino que los otros ya no necesitan más de uno’, ha dicho Tzvetan Todorov. Así, los ancianos primero dejan de existir, luego recién mueren. Por eso quiero felicitar a todos los que están pendientes de la existencia de los viejos, que es lo que más importa.
 
Las veleidades del vivir, amigos, no interesan. ¿Lamentan la pérdida de sus fuerzas?, ¿le tienen miedo a la muerte? Pues hay que leer a Cicerón.
 
Las cosas grandes, señores, no se hacen con la fuerza, la rapidez o la agilidad del cuerpo, sino mediante las ideas, la autoridad y la experiencia, cosas que la vejez prodiga en abundancia.
 
Ahora, ‘¿por qué la muerte es la desazón perenne de la vejez, cuando bien se sabe que está siempre presente y que también es común a la juventud?’ La vejez debe sentirse como una victoria, pues los viejos han alcanzado lo que los mozos desean: vivir mucho tiempo. ‘El joven —ha escrito Cicerón— espera insensatamente, porque ¿hay algo más necio que tener por seguro lo que es en sí incierto […]? El anciano, al fin y al cabo, tiene lo que esperaba, por esto mismo la vejez es mejor que la adolescencia…’
 
Y Marco Tulio continúa espléndidamente: ‘Me parece que la muerte de un joven es como sofocar la fuerza de una llama con un chorro de agua. La vejez por el contrario, consumido el fuego, se extingue sin violencia […]. Las manzanas, si están verdes, no se desprenden de la rama a no ser con violencia, por el contrario caen por sí mismas si están maduras y muy sazonadas. Como la violencia quita la vida a los adolescentes, la madurez quita la vida a los ancianos. Una madurez que a mí me resulta agradable, de tal manera que yo llegaré a la muerte tranquilamente como si después de una larga navegación, al llegar al puerto volviera a ver la tierra.’
 
Todo esto ha sido dicho por un viejo. El único freno de la lucidez es la muerte, no la vejez; que así sea siempre.»
 
Volví a la realidad como quien vuelve de un sueño y noté que muchos ancianos, desde el interior del parque, me miraban extrañamente.
 
 
José Manuel Coaguila