sábado, 27 de agosto de 2011

Viviendo con el enemigo

Se ha dicho muchas veces que la televisión embrutece, pero muy pocos han explicado claramente el porqué y el cómo. Quizá el que mejor lo haya hecho sea el italiano Giovanni Sartori, politólogo y estudioso de la cultura, Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales 2005 y una de las mentes más brillantes de nuestros días. Su libro Homo videns. La sociedad teledirigida, abundante en destellos de ingenio y agudeza, cayó en nuestras manos estos días.


La explicación es sencilla. El ser humano debe toda su inteligencia a su capacidad de abstracción, de conceptualización: de tener en la mente ideas, nociones o conceptos que algunas veces, por así decirlo, guardan relación directa con la realidad, como por ejemplo el concepto de mesa, avión, perro; pero que otras veces no, como en el caso de democracia, felicidad, inflación («abstracciones puras»), que siempre son más.

Todo el saber del homo sapiens se desarrolla en un mundo de conceptos, de construcciones mentales, y no tanto en el contacto directo con la realidad, es decir en el mundo sensible, que es percibido por nuestros sentidos.

Lo que pasa con la televisión es que invierte el sentido de las cosas, en ella no vamos de lo sensible (concreto) a lo inteligible (abstracto), sino que nos remontamos al puro acto de ver, que es casi animal. «La televisión ―nos dice Sartori― produce imágenes y anula conceptos, y de este modo atrofia nuestra capacidad de abstracción y con ella toda nuestra capacidad de entender.»

Así como van las cosas, a nuestros niños ―si los seguimos formando en la cultura de la imagen― les será cada vez más difícil formular conceptos, incluso de los más sencillos. Cuando les preguntemos qué es un árbol, nos señalarán uno, y nos dirán: ese es un árbol. Y dirán que es una rueda, un plato o una moneda el círculo dibujado en un papel, nunca que es una figura geométrica. Serán más prácticos, tendrán un pensamiento situacional, concreto, empobrecido y falto de toda abstracción, que es lo que en gran parte nos ha llevado a diferenciarnos del hombre de las cavernas.

Es paradójico ver que mientras la realidad se complica y las complejidades aumentan vertiginosamente, las mentes se simplifican cada vez más.

La solución, señores, está en «defender a ultranza la lectura, el libro y, en una palabra, la cultura escrita.»


Fiorela Velazco Muñoz

sábado, 20 de agosto de 2011

Carne y hueso

En una entrevista aparecida en uno de sus últimos libros, Miscelánea humanística, le preguntan a Marco Aurelio Denegri qué debemos leer los peruanos. La respuesta, según el entrevistado, estaría en un solo libro: Los 50 libros que todo peruano culto debe leer, estudio y selección de Agenda Perú, publicado por Caretas en el año 2000.


No diremos nada sobre la selección hecha, de los títulos que faltan o de los que sobran, pues, como señalan los que la hicieron —Max Hernández, Francisco Sagasti y Cristóbal Aljovín—, toda «lista refleja, en última instancia, las preferencias e idiosincrasia de los compiladores», y no queremos hacer de la obviedad un asunto de interés. Veamos otras cosas:

1) El libro, mínimo, debió llamarse «Los 50 autores que todo peruano culto debe leer», y no el que ostenta, pues no sólo hace referencia a libros, sino también a ensayos y discursos extraídos de revistas, antologías y obras completas, o sea, textos, que no es exactamente lo mismo.
2) La palabra «culto», en el título del libro, está por demás.
3) Según los compiladores, «la idea inicial fue seleccionar ensayos, libros y artículos sobre la realidad nacional y publicar una serie de libros de bajo costo», lo que hubiera sido macanudo.
4) En la foto de no muy pocos libros aparece un título y en sus datos, más abajo, otro (pp. 57, 156, 174, 209...).
5) Que se haga una selección de este tipo y que en ella se incluya uno de sus hacedores, Francisco Sagasti, es una desvergonzada falta de modestia, una impudicia intelectual.
6) Por último, no hay ningún libro de ficción. Lo que hay es cierto rasgo historicista —eso de que los textos seleccionados son «necesarios para entender de dónde venimos, interpretar lo que nos pasa y saber hacia dónde vamos» tiene mucho del para qué de la Historia (de teóricos como Marc Bloch)―, que hubiera pasado desapercibido y quizá sido pertinente si el libro se hubiera llamado, verbigracia, «50 autores para conocer el Perú», o algo así, y no el que tiene, ingenuo e inexacto, que aparta la literatura de los lectores «cultos».
Además —teniendo en cuenta los fines de la selección—, no olvidemos que muchas veces podemos conocer mejor una sociedad determinada leyendo a sus novelistas que a los historiadores profesionales.
José Manuel Coaguila
josman213@hotmail.com

«Los 50 'libros' que todo peruano culto debe leer», según Agenda Perú:
1. Los orígenes de la civilización en el Perú, Luis G. Lumbreras
2. Perú, hombre e historia. Entre el siglo XVI y el XVII, Franklin Pease
3. Formaciones económicas y políticas del mundo andino, John V. Murra
4. Historia del Tahuantinsuyo, María Rostworowski
5. La destrucción del imperio de los incas, Waldemar Espinoza Soriano
6. Antología de Raúl Porras, Jorge Puccinelli (compilador)
7. Sociedad e ideología, Nathan Wachtel
8. Vida intelectual del Virreinato del Perú, Felipe Barrera Laos
9. Clases, estado y nación en el Perú, Julio Cotler
10. Hacia la tercera mitad: Perú XVI – XX. Ensayos de relectura herética, Hugo Neira
11. La vida y la historia. Ensayos sobre personas, lugares y problemas, Jorge Basadre
12. El Perú: Retrato de un país adolescente, Luis Alberto Sánchez
13. Teoría de la Emancipación del Perú, José Agustín de la Puente Candamo
14. Visión histórica del Perú (Del Paleolítico al proceso de 1968), Pablo Macera
15. Plan del Perú, Manuel Lorenzo de Vidaurre
16. Sermón de 1846, Bartolomé Herrera
17. Educación y sociedad, Francisco de Paula González Vigil
18. Tradiciones Peruanas, Ricardo Palma
19. Mensajes de los presidentes del Perú, Pedro Ugarteche y Evaristo San Cristóbal (recopiladores)
20. Manuel González Prada: Antología, Luis Alberto Sánchez (compilador)
21. El Perú contemporáneo, Francisco García Calderón
22. Paisajes Peruanos, José de la Riva Agüero
23. 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana, José Carlos Mariátegui
24. Aprismo: Nueva doctrina. Discursos de Haya de la Torre, Luis Alva Castro (compilador)
25. La realidad nacional, Víctor Andrés Belaunde
26. Tempestad en los Andes, Luis E. Valcárcel
27. El nuevo indio, José Uriel García
28. No soy un aculturado, José María Arguedas
29. Intelectuales y políticos en el Perú del siglo XX, Sinesio López
30. Historia de las ideas en el Perú contemporáneo, Augusto Salazar Bondy
31. Mensaje al Perú, José Luis Bustamante y Rivero
32. La conquista del Perú por los peruanos, Fernando Belaunde Terry
33. Humanismo y revolución, Francisco Miró Quesada
34. Teología de la liberación. Perspectivas, Gustavo Gutiérrez
35. Velasco. La voz de la revolución, Editorial Ausonia
36. El surgimiento de Sendero Luminoso, Carlos Iván Degregori
37. Buscando un inca: Identidad y utopía en los Andes, Alberto Flores Galindo
38. Desborde popular y crisis del Estado: el nuevo rostro del Perú en la década de 1980, José Matos Mar
39. El otro sendero, Hernando de Soto
40. Pensando en el Perú, Francisco Morales Bermúdez Cerruti
41. El concho telúrico de la acometividad, Héctor Velarde
42. Lima la horrible, Sebastián Salazar Bondy
43. Problemas sociales en el Perú contemporáneo, Carlos Delgado
44. Dominación y cultura. Lo cholo y el conflicto cultural en el Perú, Aníbal Quijano
45. Asedios a la heterogeneidad cultural: Libro homenaje a Antonio Cornejo Polar, José Antonio Mazzoti y U. Juan Zeballos Aguilar (coord.)
46. Geografía del Perú; las ocho regiones naturales, Javier Pulgar Vidal
47. Una economía muy peruana, Richard Webb
48. Política científica y tecnológica en el Perú, los últimos 30 años, Francisco Sagasti
49. Reciprocidad e intercambio en los Andes peruanos, Giorgio Alberti y Enrique Mayer (compiladores)
50. La racionalidad de la organización andina, Jürgen Golte

En el 2002 se agregaron dos libros y el título cambió a "Los 50 y tantos libros que todo peruano culto debe leer".
Libros agregados:
1. Mujer, educación y literatura, Mercedes Cabello de Carbonera
2. Peregrinaciones de una paria, Flora Tristán

En el 2010 se agregaron 9 libros y se excluyó uno, y el título cambió a "Los 60 libros que todo peruano culto debe leer".

Agregados:
1. Pecados públicos: la ilegitimidad en Lima, siglo XVII, María Emma Mannarelli
2. Idea general del Perú, El Mercurio Peruano (en el núm. 1 del día 2 de enero de 1971)
3. Hatun willakuy, versión abreviada del Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación. Perú.
4. Peruanismos, Martha Hildebrandt
5. La investigación científica: discurso de orden pronunciado en la sesión inaugural de la Asociación Peruana para el Progreso de la Ciencia, 30 de julio de 1992, Julio C. Tello.
6. Ciencias Ambientales en el Perú, Antonio Brack
7. Terremotos en el Perú, Alberto Giesecke y E. Silgado
8. Aplanar los Andes y otras propuestas, Javier Iguíñiz
9. Perú: Entre la Realidad y al Utopía. 180 Años de Política Exterior, Juan Miguel Bákula

Excluido:
1. Política científica y tecnológica en el Perú, los últimos 30 años, Francisco Sagasti

sábado, 13 de agosto de 2011

Bendito chantaje

Si alguna vez les preguntan si han leído tal o cual cuento, y no lo han hecho, es mejor decir la verdad; no vaya a ser que el bendito relato no se ajuste a la idea de cuento que tienen en mente, y terminen diciendo cualquier estupidez. Como aquella ingenua mujer, cuyo nombre calla la piedad, que dijo que estaba leyendo El dinosaurio, de Augusto Monterroso, el cuento más breve de la historia de la literatura: Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí; relato que forma parte del libro Obras completas (y otros cuentos), cuyo título, pretencioso si no fuera por el añadido entre paréntesis —el libro tiene apenas 130 páginas—, es tanto raro como su origen.

En su obra póstuma Literatura y vida, hecha de «ensayos microscópicos, reflexiones, relatos autobiográficos y conversaciones», Monterroso nos detalla cómo nació aquél su primer libro, uno de los más memorables de la literatura latinoamericana, de esos que conforme más lo leemos, más nos gustan.


Cuenta el escritor guatemalteco que en 1957, año en que volvió de Chile después de dos años de destierro, su amigo Henrique González le dio un empleo en la Universidad Autónoma de México, y así pudo paliar sus urgentes necesidades económicas, que a la sazón, ya casado y con una hija, eran cosa seria.

Monterroso tenía entonces 36 años, y, aunque habían aparecido cuentos suyos en diferentes periódicos y revistas, todavía no había publicado ningún libro. Así es que su amigo, tratando tal vez de revertir esta situación, le propuso publicar. Augusto aceptó, pero la idea de convertirse en un autor serio le asustaba, por lo que pospuso más de una vez la publicación.

Pero la reticencia de «Tito», como cariñosamente lo llamaban, sólo duró hasta la mañana en que su amigo González, director del Departamento de Publicaciones de la universidad, le dijo que si en los próximos treinta días no le presentaba los originales del volumen en cuestión, lo despediría. «Entre mi miedo a publicar mis cuentos en un libro —nos dice Monterroso— y el de que mi hija se quedara sin comer y sin techo, venció este último». Así, al escritor no le quedó más que, con tijera y un frasco de goma en manos, cortar allá y pegar acá y armar su original con los cuentos que consideró publicables.


José Manuel Coaguila

martes, 9 de agosto de 2011

Carta abierta a mis amigos

No sé qué es exactamente la amistad. No sabría cómo definirla. «Puesto que todos hablan de ella, podría suponerse que no existe noción más clara y precisa que la noción de amistad. La verdad es precisamente lo contrario. La amistad, como todas las realidades profundamente existenciales (el amor, la libertad, etc.), no es definible.»

Yo sólo tengo claro que te quiero, que me entristecen, quizá más que a ti, tus penas. Que tus alegrías me son más saludables que las mías. Que prefiero vivir con los ojos cerrados para no tener que aceptar que no estoy contigo, sobre todo en esos momentos cuando la desesperanza, el tedio y la tristeza están a punto de acabar contigo. Que, aunque aparentemente la vida nos haya llevado por caminos diferentes, trato a veces de invadir el tuyo con el único fin de hacer que te sientas bien, que sonrías, pues de tus sonrisas están hechas las fuerzan que me mueven.

Ha habido veces en las que te he sentido triste, veces en que la angustia me llenó y petrificó. Quizá si hubiera tenido un guión, un libreto meticulosamente elaborado para tales ocasiones, hubiera actuado con más eficacia y precisión, pero no fue así. Hay veces que la emoción opaca a la razón y quedo irresoluto, sobrecogido; quizá en otras circunstancias hubiera actuado más eficientemente, pero me es imposible no dejarme llevar por los sentimientos y asirme completamente de la razón, sobre todo cuando se trata de cosas tuyas. Perdón por eso.

Pero, aun así, cuando te sientas derrotado, cuando sientas que ya no puedes más, acuérdate de mí. Quizá cuando lleguen esos momentos no esté contigo, pero sí esta carta, y con ella una parte de mí. Ojalá que cuando la leas sientas el inmenso cariño con que la escribí, que sientas que te quiero, que comparto contigo tu tristeza; que si lloras, una parte de mí secará tus lágrimas y la otra se pondrá a llorar contigo.




Y si cuando acabes de leer estas líneas sientes la necesidad de retribuirme el afecto puesto en ellas, ten presente que yo no espero nada más que no sea tu bienestar, que no podría ser más feliz si sé que esta misiva ha cumplido su razón de ser: hacerte saber que no estás solo, que en este inmenso mundo hay una vida que vive por ti.

Por último, nunca olvides que cuando caigas, yo caeré antes para amortiguar la caída, recibirte entre mis brazos y decirte, aun en esas circunstancias, que no fue nada, que yo también caí (algo así como cuando fingimos un dolor similar al de un niño con el fin de hacer más llevadero el suyo, de darle la oportunidad de demostrar que él es el más fuerte). Sólo créelo y así será.

Un abrazo interminable

José Manuel Coaguila

lunes, 8 de agosto de 2011

Yo lincho, tú linchas, él lincha


En 1780, en Virginia, un hombre llamado Charles Lynch (juez y militar que luchó a favor de la causa independentista) organizó y encabezó una irregular corte para castigar a un grupo de supuestos partidarios británicos en la guerra de la independencia de los Estados Unidos. Lynch, luego de que un juzgado los declarara inocentes, sin dar lugar a otro juicio y rechazando el primer fallo, ordenó la ejecución de los inculpados, y con este acto, más que con cualquier otro, inmortalizó su nombre. Su apellido dio origen a la palabra «linchamiento», usanza que, ahora más que nunca, por el grado de civilización y desarrollo alcanzado, debe ser desterrada de la praxis humana no sólo por el bienestar de los ciudadanos ajenos a tal hecho, sino incluso de quienes lo justifican.
No siempre los linchamientos se dan, espontáneamente, por la conmoción que ha podido producir en la sociedad un delito concreto, los hay también planificados con antelación y provocados, entre otros, por motivos políticos y étnicos, como veremos más adelante. Pero ante la variedad de razones y consecuencias mediatas e inmediatas, entre estas últimas, por ejemplo, la posible muerte del linchado, se alza un «proceso» sujeto a determinados patrones de conducta que hacen de él, a diferencia de las causas y los efectos, uno solo, con características y fenómenos específicos. Es hacia allí adonde apunta el grueso de nuestro análisis.
Linchar es ejecutar sin proceso y tumultuariamente a un sospechoso o a un reo (DRAE[i]). Este concepto nos abre tres puertas de análisis: la primera nos conduce a la acción fuera de la Ley; la segunda, al descontrol de la masa; y la tercera, a la sospecha como causa suficiente.


1. La acción fuera de la Ley
En nuestro país la democracia todavía está en ciernes, y ello hace que no se disimulen bien sus debilidades innatas, pues si bien la democracia es la doctrina política más aceptable, no por ello es perfecta. Al parecer, promocionarla tanto, en un contexto donde las libertades humanas han cobrado más fuerzas que nunca, ha alimentado la exaltación del «yo» a tal extremo que cada quien se siente con el derecho y la libertad de hacer lo que le plazca o, en todo caso, lo que cree que es correcto, escudándose en esa especie de caballito de batalla llamada «pueblo». Es aquí donde la Ley tiene que robustecerse más que nunca, pues entre más libertades se le dé al ser humano mayor tiene que ser el aparato que las contenga. «Todo lo que da algún valor a nuestra existencia, depende de la restricción impuesta a las acciones de los demás» (Mill, 1984:32). 
Lo que pasa con la democracia es que da la ilusión de que es el pueblo quien se gobierna a sí mismo, cuando en realidad «el pueblo que ejerce el poder no es siempre el mismo pueblo sobre el que es ejercido» (p. 30). No es, pues, el pueblo el que gobierna, sino sólo una parte de él. En democracia, «la voluntad del pueblo significa, prácticamente, la voluntad de la porción más numerosa o más activa del pueblo; de la mayoría o de aquellos que logran hacerse aceptar como tal» (p. 30). Esta flaqueza democrática da lugar a sucesos como los ocurridos el 26 de abril de 2004 en Ilave-Puno[ii]. Aquello, lejos de ser siquiera un juzgamiento basado en erradas conjeturas, fue un arreglo de cuentas político-chauvinista. Es un mito eso de que la democracia es el gobierno de todos, debería serlo, pero es imposible.
La mayoría de personas en el altiplano puneño confían más en sus manos que en el Poder Judicial (entre el 2008 y el 2009 en la región Puno se han producido casi 50 linchamientos[iii]; y de enero a mayo de 2010, 28 casos más[iv], hablando sólo de los registrados oficialmente). Capturan a un sospechoso de robo y lo queman vivo[v], basta que alguien lo haya confundido con el verdadero malhechor para que inmediatamente la irracionalidad vestida de «justicia popular» caiga sobre el acusado. No se dan cuenta que las prácticas delincuenciales que abominan están muy por debajo de aquellas que ellos mismos, en nombre de la Justicia, imparten. Castigan el robo convirtiéndose en asesinos, y la cura, por la gravedad de los hechos, resulta más cara que la enfermedad. «Podríamos afirmar, sin temor a equivocarnos, que ninguna empresa humana ha producido más víctimas que la que consiste en quererles imponer el bien a los demás» (Todorov, 2007:273). Aun suponiendo la sinceridad de las personas actuantes ―continúa Todorov―, y admitiendo la superioridad real de su causa, por lo común el resultado de su lucha no es el de imponer esa causa, sino el de anularla. No se puede tratar de imponer el bien matando personas, menos aún al margen de la Ley.


2. El descontrol de la masa
La «justicia popular» está hecha de manifestaciones inconscientes de agresividad. La vida en común, en sociedad, no se concibe como necesaria para el hombre. Las grandes corrientes europeas del pensamiento filosófico relacionadas con la definición de lo que es humano terminan adoptando, implícitamente a veces, una definición solitaria, no social del hombre. «Si no estuviera sujeto a las poderosas prohibiciones de la sociedad y de la moral, el hombre, ser esencialmente solitario, viviría en guerra perpetua con sus semejantes, en una persecución perpetua por el poder» (1995:19). Así, lo que tendríamos sería un ser escindido, por un lado gobernado por su naturaleza innata y, por el otro, por el código de las normas éticas, cuyo resultado es la vida en sociedad. Es desde el primer ángulo que se gesta una «masa psicológica» capaz de acciones tan execrables como las aquí analizadas.
Linchar implica el accionar de una masa, es decir, de una muchedumbre o conjunto numeroso de personas (DRAE). Entendiendo cómo y bajo qué circunstancias actúan las masas podremos comprender mejor sus productos, entre ellos los linchamientos. Ahora bien, es necesario establecer una distinción entre dos clases de «masas». Unas «de existencia pasajera, constituidas rápidamente por la asociación de individuos movidos por un interés común, pero muy diferentes unos de otros» (Freud, 1986:22), y otras estables, permanentes, en las cuales pasan los hombres toda su vida y que toman cuerpo en las instituciones sociales.
En una multitud humana que ha adquirido el carácter de «masa psicológica», los individuos que la integran piensan, sienten y obran de un modo completamente distinto a como lo hubieran hecho aisladamente. Existen ciertas ideas y sentimientos que no surgen ni se transforman en actos, sino en individuos convertidos en multitud, pues quienes forman una masa integran un nuevo ser con características muy diferentes a la que cada uno de ellos tienen, manifestando mediante él lo que no hubieran podido exteriorizar individualmente. Y es que el individuo masificado, por el número de personas que integran su grupo, adquiere un sentimiento de poder ilimitado, cediendo a los impulsos que antes, como individuo aislado, hubiera frenado forzosamente; escudándose, además, en el anonimato de la multitud, lo cual lo libra del sentimiento de responsabilidad, poderoso freno de sus impulsos. Lo aparentemente nuevo en el comportamiento de los individuos que forman una masa no es más que la exteriorización de lo inconsciente individual, «sistema en el que se halla contenido en germen todo lo malo existente en el alma humana». (p. 14).


3. La sospecha como causa suficiente
¿Cómo es posible que la suspicacia de uno se convierta en la verdad de muchos? Una característica de las multitudes es que está inclinada a los excesos. «Las multitudes llegan rápido a lo extremo. La sospecha enunciada se transforma ipso facto en indiscutible evidencia. Un principio de antipatía pasa a constituir en segundos un odio feroz» (p. 17).
El proceder de las muchedumbres está determinado por el actuar un primer individuo, el mismo que actúa como la pequeña e insignificante mecha que hará detonar el gigantesco explosivo lleno de todo lo que algunas veces quisimos hacer, pero que, por el código de normas éticas, que son las que nos permiten adaptarnos al mundo y a la vida social, obligadamente tuvimos que reprimir. La influencia de unos sobre otros está basada en un principio de la psicología de las masas conocido como «contagio mental», el que provoca, en el caso de los linchamientos, una reacción en cadena irracional y sujeta a los instintos más perversos del hombre. «Dentro de una multitud, todo sentimiento y todo acto son contagiosos» (p. 14), algo así como la risa: escuchar reír a otros provoca más carcajadas que las que hubiera provocado por sí mismo el chiste o la gracia. Cuanto mayor sea el número de personas que integran una masa, mayor efecto tendrá un estado afectivo, pues un individuo, al formar parte de la misma excitación de aquellos que han influido inicialmente en él, acrecienta el de los demás y, por inducción recíproca, la carga afectiva masificada se robustece exponencialmente hasta develar, en el caso específico de los linchamientos, el lado más oscuro de la naturaleza humana. 

4. Consideraciones finales
En las masas, al igual que en el inconsciente, las ideas más opuestas pueden existir sin anularse unas a otras; esto explica el hecho de que la «justicia popular», contraproducentemente, sea, en el fondo, una apología de las iniquidades. La indiferencia a sucesos como los aquí vistos alberga cierta anuencia cómplice, cuando el rechazo a las connivencias, más dañinas incluso que las mismas sediciones, debe ser a ultranza. La Ley tiene que imponerse con dureza y actuar como un mecanismo de represión a las pulsiones inconscientes de los seres humanos, algo así como un Superyó, si queremos que el verbo «linchar» no se siga conjugando.


José Manuel Coaguila



BIBLIOGRAFÍA
FREUD, Sigmund, (1986) Psicología de las masas, Alianza Editorial, Madrid.
MILL, Jhon Stuart, (1984) Sobre la libertad, Sarpe, Madrid.
REAL ACADEMIA ESPAÑOLA, (2005) Diccionario de la lengua española, Q.W. Editores, Lima (22ª.).
TODOROV, Tzvetan, (1995) La vida en común, Taurus, Madrid.
TODOROV, Tzvetan, (2007) Nosotros y los otros, Siglo XXI Editores, México.


(escrito en junio de 2010)


[i] Diccionario de la Real Academia Española.
[ii] La tarde del 26 de abril de 2004 una turba de ilaveños linchó y asesinó a su entonces alcalde Cirilo Robles, a quien acusaban de malversación de fondos. Ante la negativa del burgomaestre de renunciar al cargo, lo apedrearon, lo golpearon y terminaron acuchillándolo. La población, azuzada por enemigos políticos del alcalde, lo acusó de corrupto, sin embargo la Contraloría lo investigó y no encontró que hubiera cometido delito alguno. Las elecciones municipales del 2006 dieron como ganador en Ilave-El Collao a Fortunato Calli, comentándose por ahí que al fin ganó un verdadero aymara.
[iii] Fernández, Liubomir, Justicia a lo bestia, en diario La República, Lima, 20 de septiembre de 2009, p. 14.
[iv] Pareja Castro, Oscar, Puno: Tierra de la “justicia popular”, en diario Correo, Puno, 3 de junio de 2010, pp. 12-13.
[v] El sábado 5 de septiembre de 2009 lincharon y quemaron vivo a Jack Briceño, hijo de un fiscal. Lo confundieron con un ladrón y lo mataron sin piedad. Jack estaba de vacaciones en Juliaca; había llegado de Rusia, donde estudiaba medicina.

sábado, 6 de agosto de 2011

El olor de la guayaba

Terminamos de leer El olor de la guayaba ―inequívocamente, una de las más abracadabrantes y completas entrevistas hechas a un escritor― y (al menos) son tres las cosas que nos quedan dando vueltas alrededor de la cabeza: lo mucho que le costó a García Márquez ser el escritor que ahora es, su asombrosa forma de vivir la literatura y las increíbles supersticiones que rigen su vida.

Nada le fue fácil a Gabriel. Hubo veces que, a falta de dinero para pagar el cuarto donde se hospedaba, tuvo que dejar en consignación los originales de su primera novela. O cuando mandó La Hojarasca a Editorial Losada y se la devolvieron con una carta del crítico español Guillermo de Torre en la que le aconsejaban dedicarse a otra cosa. También la vez que Rojas Pinilla, el dictador que por ese entonces gobernaba Colombia, cerró El Espectador, diario del cual Gabriel era corresponsal en París, y el futuro Nobel, solo y sin un centavo en el bolsillo, mendigó una moneda en el metro.

Pero las cosas ―siguiendo con la lectura del libro― empezaron a cambiar de color poco a poco, sobre todo desde la aparición de Cien años de soledad, novela que marcó un antes y un después en su vida. El libro se agotó a los pocos días de su publicación, se tradujo rápidamente a otros idiomas y la crítica lo elogiaba entusiasmada. La novela, como la mayoría de sus libros, estuvo madurando muchos años en su cabeza: 18. Originalmente se iba a llamar La Casa, pues toda la historia debía transcurrir dentro de la casa de los Buendía, sin embargo el proyecto abortó; sus cortos dieciocho años de edad no le conferían «el aliento ni los recursos técnicos para escribir una obra así». Tuvo que esperar 15 años más.



El realismo mágico de García Márquez es sólo una extensión de su vida. La necesidad de tener flores amarillas en su escritorio para que nada malo pueda pasarle; su terror al frac, pues según él trae la mala suerte (no lo usó cuando recibió el premio Nobel); el no emplear palabras como nivel, parámetro, contexto o simbiosis porque está seguro que tienen efectos maléficos, etc., refuerzan más esta idea.

José Manuel Coaguila

martes, 2 de agosto de 2011

Santo remedio

Lo que más nos gustaría escuchar o leer de nuestros escritores favoritos ―como se lo dijeron alguna vez al escritor Augusto Monterroso― no es una disertación académica probablemente abstrusa, sino algo sobre ellos; en calidad de escritores, tal vez; pero también como individuos. Y Vargas Llosa, en ese sentido, nos pone muchas veces el dulce en la boca.

Definitivamente, Diccionario del amante de América Latina es uno de esos libros que no se quieren terminar de leer nunca. Y es que en él ―entre tantos otros temas― desfilan, incluido el Nobel peruano, en una ceremonia parecida al strip-tease, los más grandes escritores latinoamericanos.


En la palabra «avión», artículo escrito en 1999, cuenta Vargas Llosa cómo superó, o mejor dicho, controló su miedo a volar en avión. No le bastó que una amiga azafata le explicara, tratando de calmarlo, que, según las estadísticas, «viajar en avión es infinitamente más seguro que hacerlo por auto, barco, ferrocarril e, incluso, bicicleta o patines». Probó con el whisky, que, conforme le dijeron, atenuaría su miedo a volar, envalentonándolo; también con la dieta (le habían recomendado, para conquistar la serenidad aérea, abstenerse de comer y beber licor durante el viaje) y las pastillas para dormir, pero nada de nada, seguía siendo, al igual que García Márquez, Donoso y Fuentes, uno de los tantos Baracus de la literatura.

Hasta que un día, resignado a seguir sufriendo en cada vuelo, descubrió los poderes «antiaerofóbicos» de la buena literatura. Compró antes de volar un ejemplar de El reino de este mundo, novela que en ese entonces no había leído, de Alejo Carpentier, y santo remedio. La lectura lo absorbió tanto que se olvidó de todo, incluso de que volaba a diez mil metros de altura. Desde entonces, cada vez que se sube a un avión lleva consigo una obra corta y de hechicería tan eficaz que siempre, aunque la vuelva a leer, disipa su miedo a volar, enajenándolo por completo. Benito Cereno, de Melville; Otra vuelta de tuerca, de James; El perseguidor, de Cortázar; Dr. Jekyll y Mr. Hyde, de Setevenson; El viejo y el mar, de Hemingway; The Monkey, de Dinesen; Pedro Páramo, de Rulfo; Obras completas y otros cuentos, de Monterroso; El oso, de Faulkner, y Orlando, de Virginia Wolf, son algunas de ellas.

José Manuel Coaguila