martes, 26 de junio de 2012

La lectura mecánica


Es difícil disfrutar la comida si se come rápido. Si solo tragáramos, el comer no estaría, de ningún modo, entre los más grandes placeres de la vida. El gozo está en el paladar, no en el estómago; en el sabor, fruto de precisas combinaciones y buen manejo de tiempos; en el olor; en lo visual, incluso. Por ello, queridos lectores, no creo que a nadie se le ocurriría matricularse en un curso de alimentación rápida, donde se aprenda a comer —engullir sería el término exacto—, por decir, 3 cucharadas por segundo.

Lo mismo con el sexo, ¿quién estudiaría técnicas para hacer el amor más rápido? No tendría ningún sentido hacerlo, ¿verdad?

Y qué me dicen de esos cursillos de lectura veloz, ¿no caemos en la misma insensatez? ¡Pues sí, claro que sí! Solo que como ya ha pasado a formar parte de nuestros ojos, es decir, de ese grupo de cosas que, por ser comúnmente aceptadas, lo cual no las exime de ser estúpidas, sino todo lo contrario («El ser opinión del vulgo prueba que es lo peor», decía Séneca), han anclado en el ámbito de lo familiar e incuestionable, solo que como ya ha pasado a formar parte de nuestros ojos, repito, es imposible poner la vista sobre ella.


Hace poco, verbigracia, leí una nota periodística donde se informaba que alumnos egresados de un curso de lectura rápida podían leer ¡y comprender! un libro de 200 páginas en tan solo 10 minutos. ¡Por Dios, qué engaño! ¡Ni el Coquito!

¿Para qué aprender a leer rápido? ¿Para leer más? ¿A qué precio? ¿A costa de una lectura escudriñante e inquiriente, profunda y atenta? ¿A expensas del disfrute que puede ocasionar una frase genial, que podemos volver a leerla una y otra vez, ponderarla, anotarla, hacerla nuestra? ¿Sacrificando nuestras emociones al dios de la información, que de seguro es analfabeto?

Lo bueno no viaja en tren, amigos, prefiere caminar.


Pero retomemos la pregunta, ¿para qué estudiar un curso de lectura veloz? Para LEER (así con mayúsculas) no sirve. La poesía, por ejemplo, y acaso toda literatura, está hecha para digerirse lentamente. Bueno, salvo que trabajemos en un banco y nuestra función sea llamar a potenciales clientes para ofrecerles algún servicio y, una vez aceptado este, leerle todas las cláusulas del contrato (como las letritas que aparecen en los comerciales de televisión, o lo que se dice rápidamente al final de un anuncio de radio). Aunque pensándolo bien, ni para eso sería necesario.

Es nuestra época, señores. Ya nadie mata el tiempo, hacerlo hoy sería un deicidio. El dios de las horas, de cuyo culto surgen engendros como los cursos de lectura rápida, tiene ahora el control de nuestras vidas. Ofrendemos a él las iras, los rencores, los orgullos; no el amor, las sonrisas, las esperanzas, los encuentros humanos.


José Manuel Coaguila

martes, 19 de junio de 2012

Abracadabra, amén

Nos escribe un lector llamado Aldo: «…he leído su artículo publicado en diario Correo el día de ayer miércoles 13 de junio, donde usted hace uso del término ‘mágico-religioso’ como si se tratara de dos cosas semejantes o parecidas, a lo que debo decir que me parece fundamental e importante aclarar ello…» Hasta aquí, todo válido y hasta cierto punto interesante. Pensamos por un momento que quizá razonaría como Cassirer, para quien «la religión es la expresión simbólica de nuestros ideales morales supremos, en tanto que considera a la magia como ‘un agregado de supersticiones’», diferencia ingeniosa y en parte válida. Pero no. Aldo dijo, a continuación, lo que el común de la gente dice: que la magia es recurrir a instancias «ilegales» para conseguir con más facilidad y rapidez lo mismo que Dios nos puede dar si nos acercamos a Él y lo servimos.

Nosotros le escribimos lo siguiente: «Sr. Aldo, gracias por leerme. Solo le quiero decir dos cosas. La primera es que el término al que hace referencia (‘mágico-religioso’) forma parte de una cita textual, y con esto no quiero decir que lo repruebo, que quede claro. Y para terminar, su observación me parece muy ingenua, cándida, y, la verdad, no veo cómo confrontar mis ideas con las suyas, es como querer coger una aguja con un guante de box puesto.»

Aldo insistió en un segundo e-mail: «…utilizar el término mágico-religioso es como hablar de un partido político demócrata-comunista…» Y agrega más adelante: «…muy a menudo veo que algunos términos se utilizan de manera arbitraria […] es menester del comunicador ‘masticar’ lo que comunica antes de emitirlo, para no caer en generalidades y finalmente confundir una cosa con la otra.»


¿Tan difícil es darse cuenta que la magia y la religión son dos traducciones de un mismo libro; que ahora quizá puedan hacerse diferencias pero que, en general, permanecen bajo una misma estructura de pensamiento? ¿Ambas no se sustentan acaso en la relación con algo que está en el dominio de lo sobrenatural? ¿No hacen lo miso el chamán que invoca a fuerzas y dioses desconocidos y el sacerdote que eleva una plegaria a un dios omnipotente y omnisciente?

Dios dijo ‘hágase la luz’ y la luz se hizo, Moisés partió el Mar Rojo en dos y Jesús resucitó entre los muertos, ¿no es la Biblia el libro mágico por antonomasia?

Aldo seguramente tiene por ahí un objeto de la buena suerte, lee el horóscopo y pide un deseo cada vez que sopla las velitas de su torta de cumpleaños, pero también asiste todos los domingos a misa. Son pues los rezagos de una etapa de la humanidad donde no había diferencias entre magia y religión. Si ahora las hay, es únicamente porque a una se la considera mala y a otra buena, eso es todo.

P.D.: ¿Y qué opina de Dios?, le preguntaron cierta vez a Borges. El autor de Ficciones, solemnemente irónico, respondió: «¡Es la máxima creación de la literatura fantástica! Lo que imaginaron Wells, Kafka o Poe no es nada comparado con lo que imaginó la teología. La idea de un ser perfecto, omnipotente, todopoderoso es realmente fantástica.»


José Manuel Coaguila

martes, 12 de junio de 2012

De los hombres, sus nombres

¿Sabe cuál es el nombre completo de Picasso? Es como sigue: Pablo Diego José Francisco de Paula Juan Nepomuceno María de los Remedios Crispiniano de la Santísima Trinidad Ruiz Picasso. ¿A qué se debe ―dejando ya de mirar solo al pintor malagueño― la acumulación de nombres? Marco Aurelio Denegri, en su libro Lexicografía, capítulo CII, donde hay más ejemplos de esto que podemos llamar «plétora nominal», nos dice, citando a Fernando Nicolaÿ, lo siguiente: «La costumbre de acumular nombres tiene origen mágico-religioso. En efecto, de antiguo se ha creído que cuanto mayor sea el número de nombres que uno tenga, tanto mayor será la protección que a uno le dispensen los dioses, vírgenes, santos, espíritus, encantamientos, misterios y demás realidades espirituales o fantásticas a que esos nombres se refieran.»



Y hablando de este tipo de supersticiones, se nos viene a la mente algo que leímos en un libro de Jung, ¿cómo se llamaba…? Aquí está: Los complejos y el inconsciente. En la página 21, el psicólogo suizo se ocupa de una concepción primitiva que identifica el alma con el nombre, y escribe: «El nombre de un individuo sería, según esto, su alma, y de aquí la costumbre de reencarnar en los recién nacidos el alma de los antepasados dándoles los nombres de éstos.»

«Me llamo Ernesto —escribió Sabato— porque cuando nací, el 24 de julio de 1911, día del nacimiento de san Juan Bautista, acababa de morir el otro Ernesto [su hermano], al que, aún en su vejez, mi madre siguió llamando Ernestito, porque murió siendo una criatura.»


Y ya que de nombres de escritores hablamos, pues no estaría demás traer al caso algunas anécdotas con respecto al apellido de algunos. Cuenta José Saramago en Las pequeñas memorias lo siguiente: «En otro lugar he contado el cómo y el porqué del apellido Saramago. Que ese Saramago no era apellido paterno, sino el apodo por el que era conocida la familia en la aldea. Que cuando mi padre fue a inscribir en el registro civil de Golegã el nacimiento de su segundo hijo sucedió que el funcionario (Silvino se llamaba) estaba borracho […], y que, bajo los efectos del alcohol y sin que nadie notara el onomástico fraude, decidió, por su cuenta y riesgo, añadir el Saramago al lacónico José de Sousa que mi padre pretendía que llevara.»

A diferencia del premio Nobel portugués, cuyo apellido parece ser verídico, el del autor de Los perros hambrientos siempre sonó a seudónimo, según testimonio del mismo Ciro Alegría: «'¿Se llama usted de veras así?', me preguntan sin tregua. Yo tomo el asunto con humor y no respondo de inmediato. '¿Le pusieron ese nombre?', insisten los circunstanciales curiosos. Termino por informar que tal es mi nombre ciertamente y entonces, los preguntones entre que se sorprenden y decepcionan.»

Lo mismo pensarían de usted, querido lector, si se llamaría, por ejemplo, Ciro Tristeza, ¿no?


José Manuel Coaguila


 

martes, 5 de junio de 2012

¡Puje, señor, puje!

A luz del pasado, y acaso solo así, se puede entender realmente el presente. Hay hechos que a simple vista parecen ser muy modernos, muy de la época, pero que en realidad, si conocemos algo de historia, no lo son.

Ello por una parte. Por otra está el hecho de que las grandes verdades siempre están implícitas, ocultas en lo que no se dice, en los silencios, en los juegos, en las bromas; disfrazadas con el ropaje de lo que justamente no quieren decir.

¿Y a qué viene todo esto?, se preguntará usted, amigo lector.

Son, también, dos hechos. El primero sucedió hace algunos años, cuando consumíamos nuestras horas leyendo el DRAE. Y el segundo, hace solo algunos días, en un baby shower.

Mucha sorpresa y gracia nos causó encontrar en el diccionario la palabra covada y leer su significado: «Costumbre que pervive en zonas de Asia y de América, y que existió en el norte de España, consistente en la permanencia, tras el nacimiento de un hijo, del padre en la cama, recibiendo atenciones, mientras la madre vuelve a sus tareas habituales.» ¡No me diga que a usted, caro lector, no le provoca lo mismo!


Nos reímos un poco, es verdad, pero luego, ya en serio, buscamos más información sobre el tema. Y ahí quedó todo, hasta ahora. Hasta el domingo pasado, si nos exigen ser más exactos, cuando asistimos, llevados por las circunstancias, a un baby shower.

Antes de que acabara la fiesta, el payaso que la animaba hizo que el padre del hijo por venir, ante la complacencia y alegría de muchos, fingiera dar a luz. Se puso para ello un sillón en el medio de la sala, donde tenía que alumbrar el hombre, y se pidió la colaboración de dos señoritas para que actuasen como enfermeras. El sufrido progenitor empezó entonces, mismo Schwarzenegger en la película Junior, a parir, en medio de prolongados ayes de dolor y las atenciones de sus asistentes. Toda una covada moderna.

¿Qué hay detrás de esta simulación?, ¿por qué se hace?, ¿qué se nos quiere decir con ella? Nuestra hipótesis, menuda ella, es la siguiente: La covada, se sabe, tiene su origen en las sociedades matriarcales, es decir, en aquellas donde el mando residía en las mujeres. Se puede explicar ella, entonces, como la intención inconsciente del hombre de querer ser parte de aquello que hacía de la mujer un ser superior, y ponerse a su misma altura. Ahora, que la mujer ha recobrado el protagonismo perdido, que no está lejos de ocupar en la sociedad el lugar que tuvo antaño, parece repetirse algo parecido.

Antes, los hombres primitivos —ante la alta tasa de mortalidad materna— creían que fingiendo ser mujeres parturientas podían engañar a la muerte y evitar el deceso de la madre; ahora creen que haciendo lo mismo solo divierten. La segunda excusa es más tonta. Inventemos una más brillante.


José Manuel Coaguila