martes, 18 de junio de 2013

Carlos Cuauhtémoc Sánchez


En el siglo XVIII, como bien saben todos, no había televisión ni Internet; sin embargo, el filósofo David Hume se quejaba de que vivía «en una época en que la mayoría de los hombres parecen estar de acuerdo en convertir la lectura en una diversión y rechazan todo aquello que exija para ser comprendido de un grado considerable de atención». Ahora, en el siglo XXI, la situación no es igual, es peor. La imagen ha desplazado a la palabra y el hipervínculo ha estropeado nuestra capacidad de concentración. La televisión nos recuerda todos los días de dónde venimos, pues el puro acto de ver es animal, y el Internet, al hacernos la vida más fácil, nos ha devuelto al mundo de las cavernas de tanto simplificarnos el cerebro. Es en este contexto donde aparecen los libros del mexicano Cuauhtémoc Sánchez, que estará en Arequipa este sábado 22.
 
Me he tomado la molestia, la gran molestia, de comprar algunos de sus libros, y nunca, ni siquiera las veces que encontré páginas en blanco en los textos que adquirí, me he sentido tan estafado; hasta hubiera preferido que todas sus hojas estén vacías. La verdad es que no he terminado de leer nada de Cuauhtémoc. Su literatura es tan pobre que da pena. Además, ese tonito moralizante que tanto detesto está por todo sitio. Tú lees a Cuauhtémoc y sientes que estás mirando una telenovela o escuchando un discurso del doctor Tomás Angulo. Este mexicano es, pues, el eximio representante de la banalización de la literatura, culpa de escritores cursis y sentimentales que, como él, ofrecen consuelos vulgares a los problemas de la vida, como si esa sería la razón de ser de la novela, el poema o el cuento, o, peor aún, como si la existencia tendría su receta y los seres humanos nos instruiríamos a costa de otros. No, señor Cuauhtémoc, no es así; la vida es ajena a las fórmulas y los jóvenes, a quien usted mayormente se dirige en sus libros, solo aprenden a costa suya.
 
El escritor Henry Miller le escribió a su amante y colega Anaïs Nin en una carta: «Tienes una capacidad, por puro sentimiento, que cautivará a tus lectores. Sólo que debes tener cuidado con tu razón, tu inteligencia. No trates de dar soluciones […]. No sermonees. No saques conclusiones morales. No existe ninguna, de todos modos.» Salvando las diferencias, yo pienso como Miller; no me gusta la literatura pedagógica, moralizante. Hay que rechazar decididamente toda solución paternalista. La aportación que la literatura puede ofrecer es solo indirecta. «Moralizar es inútil —ha dicho Augusto Monterroso—. Nadie ha cambiado su modo de ser por haber leído los consejos de Esopo, La Fontaine o Iriarte. Que estos fabulistas perduren se debe a sus valores literarios, no a lo que aconsejaban que la gente hiciera. A la gente le encanta dar consejos, e incluso recibirlos, pero le gusta más no hacerles caso.»
 
Como les dije al principio, Carlos Cuauhtémoc Sánchez llega a nuestra ciudad este sábado 22 de junio para dictar una conferencia. Seguramente la gente abarrotará el coliseo Arequipa y él, entusiasmado, amenazará con escribir otro libro. Pero que sepa el señor Cuauhtémoc que no todos tenemos tan malos gustos, que, aunque pocos, todavía hay jóvenes que leen a Borges y a los que su nombre solo les recuerda al último tlatoani azteca.
 
José Manuel Coaguila

lunes, 10 de junio de 2013

Lurgio Gavilán Sánchez


Nunca imaginé conocer a Lurgio Gavilán Sánchez. Hace casi medio año iba yo leyendo en una combi el artículo que escribió Vargas Llosa sobre él, asombrado, exaltado, conmovido, y una vez que terminé, consciente de mis posibilidades, deseé únicamente encontrar el libro de Lurgio a como dé lugar, jamás conocerlo personalmente; sin embargo, y como todo lo hermoso de esta vida te sale por donde menos te esperas, conocí a Lurgio hace unos días.
 
¿Y quién es ese señor?, se preguntarán los que nunca han oído hablar de él. Lurgio Gavilán ha sido terrorista, soldado y novicio franciscano, y ahora es candidato a doctor en antropología. Tiene cuarenta años, pero ha vivido como si tuviera el cuádruple. Ha escrito Memorias de un soldado desconocido, un libro autobiográfico que, seguramente, ya debe de estar en la lista de los más vendidos en el Perú de los últimos años. En este libro, Lurgio, que perteneció Sendero Luminoso cuando era casi un niño, cuenta las atrocidades que se cometían contra los pobres y, paradójicamente, en nombre de los pobres, en busca del paraíso terrenal que prometía la ideología comunista. Y la situación no cambió mucho cuando por cosas del azar terminó vistiendo el uniforme militar y combatiendo contra sus excamaradas. Muerte y destrucción, salvando las diferencias, venían de ambos lados. Solo la vida religiosa le daría la tranquilidad que halló en su bucólica niñez, rodeado de los suyos, allá en Ayacucho.
 
A mí, como todos los dichos que de tanto repetir pasan a ser supuestos axiomas, jamás me pareció cierta la idea de que nunca es tarde para estudiar, pero el caso de Lurgio me sale al frente y me estalla en la cara. A la edad que todos terminan sus estudios secundarios, Lurgio recién empezó su educación formal. En el Ejército inició de cero; destacó. Luego, en los años que estuvo de novicio franciscano, vivió dedicado al estudio y a la reflexión, aunque sin descuidar su labor misionera. Colgó los hábitos y así murió por cuarta vez, pero volvió a resucitar, ahora para dedicarse a la vida universitaria. Estudió antropología en la Universidad de Huamanga y hoy es candidato a doctor por la Universidad Iberoamericana de México. Todo esto lo cuenta en su libro.
 
Los peruanos tienen que leer a Lurgio, sobre todo los escolares. Los profesores, en vez de darles a sus alumnos libros de Cuauhtémoc Sánchez y echarles a perder el gusto por la buena literatura, deberían incorporar en sus planes de lectura Memorias de un soldado desconocido. Con él mermarían grandemente la ignorancia que sobre el terrorismo muestran muchos estudiantes, que ni siquiera saben quién fue Abimael Guzmán.
 
Y para aquellos que ya hayan leído el libro de Gavilán y busquen textos similares, testimoniales, que muestren las atrocidades que los seres humanos somos capaces de cometer, les recomiendo tres trabajos parecidos: Yo me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia, de Elizabeth Burgos; Informe del viaje al Congo, de Roger Casement; y Biografía de un cimarrón, de Miguel Barnet. He llorado leyendo estos tres libros.
 
Pero lo que les quería contar, caros lectores, es otra cosa. Lurgio estuvo hace unos días en Arequipa. Yudio Cruz, Percy Prado y yo lo visitamos en su hotel. Gavilán es un buen conversador; sencillo, amable, franco; parece un asceta; su tonito de voz sacerdotal inspira confianza y ternura. Concedió una entrevista a diario Correo que vale la pena volverla a leer; la pueden encontrar en este blog: yudiocruz.blogspot.com.


José Manuel Coaguila

miércoles, 5 de junio de 2013

El dinero


Dicen que el amor y el odio se parecen mucho, y es tanto el parecido que muchas veces, en realidad, amamos cuando creemos odiar. El verdadero enemigo del amor, por tanto, no sería el odio, sino la indiferencia. Amar a alguien u odiarlo, con las actitudes que estos sentimientos conllevan, es reafirmar la existencia de la persona a la que tales sentimientos se refieren, pero ser indiferente es eliminarla socialmente, y esto es lo más doloroso para nosotros, seres hechos no solo de carne y hueso, sino también de miradas ajenas.
 
Con las cosas pasa algo parecido. Despreciar algo es, a veces y muy en el fondo, desearlo. Entre las tantas ideas equivocadas de los libros de autoayuda figura una que cuestiono mucho, y es esta de que el dinero no da la felicidad. Sí, claro, no da la felicidad, como nada en este mundo de una manera exclusiva. Además, puedes tenerlo todo y ser infeliz, que la naturaleza nos ha hecho insatisfechos por antonomasia. Pero a lo que iba era a esto, que está muy de moda, de decir que no nos importa el dinero. ¡Se ve tan falso! Y quienes lo dicen son mayormente gente adinerada. Yo creo que el desprecio público es un amor furtivo. En realidad, esta pose es un lujo que solo se pueden dar los ricos (o los tontos).
 
El dinero da la felicidad, ¡pero te hace todo tan fácil! Es cierto, no lo compra todo, pero tampoco el amor, así es que no hay por qué hacer tantas diferencias. Dejemos ya de ser hipócritas, que a todos nos gusta la plata, y quien diga que no, que todo lo que le sobre se lo dé a los que piensan como yo. Y en esto me hubieran respaldado José Santos Chocano, Roberto Arlt y Marcel Proust, solo por citar a algunos hombres de letras, escritores que, valgan verdades, tocaron extremos en cuanto a esto del amor por el dinero.
 
Chocano llegó a hacer excavaciones en Santiago de Chile buscando el tesoro perdido de los jesuitas. «Los vecinos […] —cuenta Luis Alberto Sánchez— recuerdan que Chocano recorría, hora tras hora, los escombros abiertos y esparcidos en la esquina de San Antonio con Mapocho. Vano pugnar. Al cabo nada salió del seno de la tierra. Los escavadores [sic] volvieron a suturar las heridas abiertas en aceras y calzadas; y, sobre la gran cicatriz del pavimento, ladró largamente, a la sordina, la penúltima espectativa [sic] de riqueza de José Santos Chocano…»
 
Jorge Luis Borges ha dicho de Roberto Arlt: «Era muy ingenuo. Se dejaba engañar por cualquier plan para ganar mucha plata, por descabellado que fuera, a condición de que hubiera en él algo deshonesto. Por ejemplo, se interesó mucho en el proyecto para instalar una feria para rematar caballos, en Avellaneda. El verdadero negocio consistiría en que clandestinamente cortarían las colas de los caballos, venderían la cerda y ganarían millones. Un negocio adicional: con las costras de las mataduras del lomo fabricarían un insecticida infalible.»
 
Y por último Proust, que se dejó convencer por el ingeniero químico Henri Lemoine e invirtió una buena cantidad de dinero en un proyecto descabellado: fabricar diamantes a partir del carbón. La estafa quedó al descubierto, Lemoine fue a la cárcel y Proust aprovechó la ocasión para escribir un estupendo libro sobre el asunto.
 
Odiar quizá sea una forma de amar. Despreciar el dinero tal vez sea una forma de avaricia. Yo no odio ni desprecio nada.
 
José Manuel Coaguila