martes, 28 de agosto de 2012

Más allá de lo evidente


En nuestra columna del 15 de agosto último hicimos mención, sin ahondar en detalles, de las facultades premonitorias de Vallejo; sin embargo, para que el lector se informe más sobre el asunto, recomendamos, esa vez, la lectura de Mi encuentro con César Vallejo, de Antenor Orrego. Esto viene al caso porque hace unos días recibimos un e-mail de Roberto Cárdenas, un lector nuestro, donde nos cuenta que justamente está realizando una investigación sobre el tema —en general, de las proclividades visionarias de los artistas— y que, no obstante su esfuerzo, le ha sido imposible encontrar el libro de Orrego. Cárdenas nos pide que, por favor, desarrollemos el tema en una columna.
 
Son famosos esos versos en los que Vallejo vaticina su final (Me moriré en París con aguacero,/ un día del cual tengo ya el recuerdo./ Me moriré en París —y no me corro—/ tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.), tanto, que han pasado muchas veces a ser la versión oficial de las circunstancias de su muerte. Orrego, amigo íntimo del poeta, cuenta que cierta vez, durmiendo con César en la misma habitación, despertó sobresaltado a los gritos angustiados de este. «Cuando abrí los ojos en la penumbra —refiere Antenor—, Vallejo estaba delante de mí, temblando como un azogado de la cabeza a los pies:
Acabo de verme en París —me dijo— con gentes desconocidas y, a mi lado, una mujer, también, desconocida. Mejor dicho, estaba muerto y he visto mi cadáver. Nadie lloraba por mí.»
Vallejo, según su propia confesión, tuvo esa visión, como muchas otras más, en plena vigilia, o sea despierto.
 
Mi Encuentro Con Cesar Vallejo
 
Por otra parte, seguramente estará enterado nuestro amigo Roberto de lo que dice Aristóteles en su Poética con respecto al asunto que nos ocupa: «el historiador y el poeta no difieren por decir las cosas en verso o no […]; sino que difieren en que uno dice lo que ha ocurrido y el otro lo que podría ocurrir.» Este podría ser un buen punto de partida de su investigación, señor Cárdenas. Además, le recomendaría la lectura de Psicología y poesía, de Carl G. Jung, y el pequeño ensayo Sobre la existencia del infierno, de Ernesto Sabato.
 
Según Sabato, el instinto premonitorio del artista, la visión profética, suele caracterizarlo, si no siempre, al menos en momentos excepcionales, y aquí concuerda con Jung, quien considera creaciones visionarias algunas obras literarias, partes de obras literarias, la totalidad de la producción de algunos autores y, por último, obras no literarias. Veamos pues, por ejemplo, el increíble caso del pintor Víctor Brauner, contado por el mismo Sabato: «En una fiesta que se llevaba a cabo en un atelier de pintura, [Oscar] Domínguez, borracho y enfurecido, arrojó un vaso contra uno de los asistentes; pero al lograr éste esquivarlo, el vaso dio en la cara del pintor Víctor Brauner, arrancándole el ojo. Lo asombroso es que Víctor Brauner venía pintando una serie de rostros con ojos pinchados o arrancados y, si mal no recuerdo, un autorretrato con una flecha clavada en su ojo derecho, de la que colgaba la letra D.» Increíble, pero cierto.
 
 
José Manuel Coaguila

miércoles, 22 de agosto de 2012

La vida no es una telenovela


Hace algunos años le escribí, vía e-mail, a una amiga que se lamentaba de su mala suerte: «M., en la vida no hay merecimientos. La existencia humana no tiene lógica, no funciona lógicamente, es decir, las cosas no siempre suceden como se espera; estoy totalmente convencido de ello. […] Así es que no te tortures diciendo que mereces todo ese sufrimiento, pues si hubieras actuado de una forma distinta, si borraras del pasado los errores cometidos, las cosas quizá hubieran resultado igual de trágicas.»
 
Recuerdo esto a propósito de haber leído, hace unos días nomás, gran parte de Aladino o vida y obra de José Santos Chocano, de Luis Alberto Sánchez, un libro que, soy sincero, leí, más que por la admiración al poeta o a su poesía, por puro morbo. Chocano ha sido seguramente el escritor más odiado y querido de todos los que han nacido en esta tierra. Su temperamento, sus poses, su egolatría siempre me sedujeron. Ahora, que lo conozco más, pienso que su vida, sobre todo su muerte, quizá sea la representación más fiel de la existencia humana.
José Santos Chocano
Pero ocupémonos solamente de su final. Chocano murió de una manera inesperada, absurda, ilógica. De repente, en el tranvía, un demente le clava un puñal en el pecho y ¡zas!, se acabó todo. Si su vida hubiera sido una película, de hecho, con ese fin, los espectadores de telenovelas se hubieran ido turbados y descontentos, pero no los lectores de buena literatura.
 
Nada más lejos de la realidad que las telenovelas, grandes responsables de que los fracasos humanos adquieran una magnitud que en realidad no tienen. La vida es pues diferente. El «vivieron felices para siempre» no existe; los finales también son desgraciados e ilógicos. Habrá veces que no tendremos lo que merecemos, y otras, mucho peor. ¡Esta es la verdadera vida!
 
Los que han visto La rosa púrpura del Cairo, la genial película de Woody Allen, podrán mirar en Tom Baxter a mucha gente.
 
Las telenovelas, muchísimo más que las películas, han pasado a ser la vida misma, y todos viven según sus reglas, bonitas, es verdad, pero trágicas cuando se estrellan contra la realidad.
 
Volviendo a Chocano y a su muerte, y ya que hemos hablado de cine, pues no podemos dejar de mencionar la estupenda película No country for old men (conocida en Hispanoamérica con el nombre de Sin lugar para los débiles), ganadora de cuatro premios Óscar, incluido el de mejor película, en el 2007. Un tipo encuentra un maletín lleno de dinero, que pertenece a unos contrabandistas; lo persiguen por ello, pero él, poniendo en serio riesgo su vida, se rehúsa a devolverlo. Sus perseguidores, muchas veces a punto de atraparlo, al final quedan rezagados y maltrechos, y abandonan la empresa. Llewellyn Moss, el del maletín, el invencible, después de tanto trabajo y sacrificio, de poner en juego su existencia y la de los suyos, en la parte final de la película, parece haber vencido. Sin embargo, de pronto, aparecen de la nada unos pandilleros que le roban el maletín y lo matan. Así de fácil, así de tonto. Claro, muchos dicen «¡qué final para más absurdo!» Pero, ¿acaso no es así la vida?
 
 
 
José Manuel Coaguila

jueves, 16 de agosto de 2012

Víctor Dávalos, el arequipeñismo hecho música*

Crónica de un encuentro


Una cuestión personal
Cree que también soy uno de ellos. Antes de despedirnos definitivamente, mientras vamos hacia la puerta que da a la calle, me lo da a entender. Quisiera explicarle que no es así, pero sería extenderme demasiado (él no escucha muy bien). Durante toda la entrevista he tratado de ser conciso —nada de ambages y añadidos—, pues había que hablarle fuerte, casi gritando, y así uno no puede preguntar a sus anchas, sino solo decir poco menos que lo necesario. Y ahora, en la despedida, no va a ser diferente.

Si la situación hubiera sido distinta, le hubiera aclarado, confesado sería el término preciso, que lo del aniversario de Arequipa fue solo un pretexto para conocerlo, que no quisiera que piense que soy uno más de esos periodistas que vienen a visitarlo solo por estas fechas, demostrando, con ello, que son más las circunstancias que la admiración por el cantante lo que los ha llevado a él. No, don Víctor Dávalos. No es así. Yo, que siempre he cantado Gitana, Fatalidad, Quisiera; que he admirado como nadie su portentosa y fina voz; que he bailado, a solas para no hacer el ridículo, La Benita, La traidora, Montonero arequipeño, En el campo hay una flor, No se puede, sí se puede; y, cómo no, querido más esta tierra escuchando Ciudad Blanca y El regreso, yo, decía, lo admiro verdaderamente.

El olvido y las canciones
No sé por qué, pero lo primero que le pregunté fue si todavía cantaba, o sea, me expliqué —rápidamente caí en la cuenta de que la pregunta estaba mal hecha—, si todavía hacía presentaciones, si aún daba conciertos, sobre todo en estas fechas. Hace ya dos o tres años que la municipalidad no me llama, prefieren contratar a grupos de rock, de salsa, a foráneos, hijito, me dice. Noto entonces que su voz está intacta, la reconozco, es la misma que he estado escuchando todos estos días, delgada pero maciza, elegante, melodiosa. Me digo a mí mismo, entonces, como si recién me estaría convenciendo de ello, que sí, que sí es él, Víctor Dávalos Salazar, la primera voz del dúo Los Dávalos. Hay un silencio. Soy yo quien tiene que hablar ¿no? Y qué me dice de la canción Ciudad Blanca, don Víctor, le digo, y salgo del embarazo. Entonces él empieza a cantarla (Oh linda Arequipa, la novia adorada, que bella y esbelta te veo al pasar con tu prometido, el Misti dormido…) —su voz es llorona, quebrada—; luego deja de cantar y se queda callado por un buen rato. Pienso que ya no va a decir nada más, que quizá haya creído que le pedí que cantara Ciudad Blanca. Empiezo a decir algo pero él me interrumpe: Esa canción la compuso Rafael Otero López, piurano él, muy amigo mío y de José [su hermano, con quien formó Los Dávalos]. Rafaelito, cuando compuso ese tema, no conocía Arequipa. Increíble, ¿no? Claro, yo lo guié un poco, pero el mérito es de él; era un gran compositor.

Víctor Dávalos Salazar, primera voz del dúo Los Dávalos.

¿Y Gitana?, pregunto. ¡Ah, Gitana!, una bonita canción, dice. Empiezo a cantar tontamente, fuerte, como para que me escuche bien: Gitana, tú que sabes de la suerte, quiero que me digas, cierta, si no volverá jamás; toma mi mano temblorosa y lee presurosa mi destino fatal… Me mira fijamente. Me sonrojo. Ahora solo tarareo la canción. Sus ojos, detrás de esos gruesísimos lentes, se ven inmensos, aunque no tanto como lo veo yo a él. Me callo. Gitana la compuso Héctor Torres, le decían «El diablo»; él fue el único compositor que vino desde Lima para el entierro de José… tomaba siempre sus traguitos; decía: «¡Yo voy a acabar con el trago porque el trago acabó con mi papá!»; me cuenta entre risas.

...El regreso lo grabamos en Los Ángeles, refiere. Una canción así tenía que haberse hecho fuera, pienso. ¿Y El montonero? Claro, cómo no, esa la grabamos con Óscar Avilés.

Los amigos de siempre
José, su hermano, la segunda voz y guitarra del dúo, fue su mejor amigo. Falleció hace casi diez años pero don Víctor habla de él como si estuviera vivo y, cuando no, como si solo hubiera muerto ayer, con alegría y con tristeza. José, me cuenta, cocina muy bien (así, en presente, y esto no es una simple equivocación, no, señores, es una forma de resistirse a la muerte, lo noto en sus ojos); cuando salíamos fuera del país y le preguntaban de qué país era —continúa—, él decía que era de Arequipa; fue el mejor hermano que pude tener; murió en Estado Unidos; sus hijos querían enterrarlo en Lima, pero mi hija María Antonieta y yo hicimos todo lo posible para traerlo y enterrarlo acá; es que él mismo me pidió que lo enterraran en su tierra; me hizo prometérselo.

José y Víctor Dávalos.
Lo noto triste, así es que le cambio el tema. Ahora me cuenta que grabó con Jesús Vásquez, su gran amiga, y que precisamente fue por ella que llegó a EE.UU. Todos los cantantes siempre toman su traguito antes de cantar, me dice a propósito de una pregunta que le hice; José respetaba religiosamente esa costumbre (vuelve a hablar de él), ríe; Jesús también hacía ello; tomaba su tanganazo, así le llamaba, una mezcla de gaseosa con ron; bueno, pues, sucede que un día la señora se olvida de traer su trago, y cuando salió a cantar le salieron cinco gallos, ¡a Jesús Vásquez, hijito, imagínate!; son supersticiones, yo no creo en eso, yo cantaba nomás...

...Augusto Polo Campos siempre fue mi amigo, hasta ahora; yo lo recuerdo con mucho cariño; hemos vivido muchas cosas juntos. Don Víctor, le digo, ¿alguna anécdota con él? Muchas, hijito, muchas. Una que recuerde, insisto. Ahora habla lentamente y en un tono más bajo, ni siquiera articula bien las palabras, como si lo que dijera no tendría ninguna importancia. Yo sé que ello es porque está pensando en otra cosa, que su mente busca en el escurridizo pasado algo que valga la pena contarse, por eso no lo interrumpo. Estábamos Augusto, Lucas Borja, segunda voz de los Romanceros Criollos, compositor de la canción Amorcito, otro más y yo caminando por La victoria, en Lima —comienza a contar—; entonces, Augusto pregunta si queríamos ir a comer; ¿tienes plata?, le digo; ¡claro pues!, ¡vamos, yo invito!, me contesta, y todos nos fuimos a un chifa; ese día comimos como ricos, como nunca; ya estábamos por terminar —se ríe— cuando en eso Lucas Borja y Augusto empiezan a discutir no sé de qué; la discusión se torna cada vez más violenta; yo traté de calmarlos, pero nada, seguían discutiendo; hasta que Augusto saca una pistola y apunta a la cabeza de Lucas; todos nos asustamos; los dueños, unos chinos, se acercaron a nuestra mesa y empezaron a gritar: «¡Pala, pala, pala! ¡No, no, no! ¡Aquí no! ¡Aquí no mata homble! ¡A la calle! ¡Afuela! ¡Fuela, fuela, fuela…!»; nos echaron a empujones; y a una cuadra de distancia, Augusto, pícaro él, nos dice: «Ya ven, comimos gratis». Hace mucho que no me reía así; Víctor también ríe.

Recuerda también con mucho cariño a Paco y Genaro, Los Kipus. Me cuenta una anécdota de Maritza Rodríguez, pero prefiero guardármela para mí solo.

Tristezas y alegrías
Ha estado buenos años en Estado Unidos, casi la mitad de su carrera. Por qué se fue, don Víctor, le pregunto. Porque me convenía económicamente, hijito; allá ganaba más; nos presentábamos en todo sitio, hasta en universidades. Trata de mostrarse conforme, pero después me confiesa que fue un gran error irse, que nunca debió alejarse de su familia. Se pone triste.

...Todos mis hijos cantan, mis nietos también —me dice—, eso me hace muy feliz; estoy bien de salud, el Estado me pasa una pensión, tengo a Dios en mi corazón, qué más puedo pedir; estoy muy agradecido con todos; ¿que cómo quisiera que me recuerden?; «que me recuerden como lo que soy, una persona que le cantó a su tierra, un feliz esposo, un feliz padre; feliz de haber nacido en esta tierra, Arequipa, que me gusta, que amo profundamente».

En mi mente empieza a sonar El regreso: …Cuando yo muera que me entierren en tu suelo, y algún día bajo el cielo unas flores crecerán, será mi alma asomándose a la vida desde mi tierra querida para ver a mi volcán


José Manuel Coaguila


* Crónica publicada en revista de diario Correo AQP (edición especial por el 472 aniversario de Arequipa), 15/08/2012.

martes, 14 de agosto de 2012

Un Vallejo desconocido III

La relación Vallejo-Picasso, que muchos sentimos de otro mundo, impoluta, sobrehumana, reverencial, rodeada de un halo sagrado, de repente, en cuestión de segundos, se hace plenamente terrenal al enterarnos, según informó hace algunos años Efe, que Marina Picasso, nieta del pintor español, demandó a la universidad peruana César Vallejo por usar uno de los tres dibujos (el de perfil) que su abuelo hizo del poeta en 1938. La mujer, que interpuso su queja ante el Indecopi, pedía que la casa superior de estudios se abstenga de usar el apunte o pague 350.000 dólares por derechos de autor. Ante este hecho, la universidad decidió retirar la imagen de la discordia de sus claustros y convocar a un concurso de pintura para elegir un nuevo retrato del autor de Poemas humanos.

Yéndonos por otro lado, hace unos días volvimos a revisar Confieso que he vivido, libro de memorias de Pablo Neruda. Allí aparecen ciertos datos un tanto desconocidos sobre la vida de Vallejo. Hay dos para rescatar: la vez que los dos poetas se conocieron y la sumisión marital del vate peruano.
Cuenta Neruda: «Nos presentaron y, con su pulcro acento peruano, me dijo al saludarme: 
—Usted es el más grande de todos nuestros poetas. Sólo Rubén Darío se le puede comparar.
—Vallejo —le dije—, si quiere que seamos amigos nunca vuelva a decirme una cosa semejante. No sé dónde iríamos a parar si comenzamos a tratarnos como literatos.
[…] Desde ese mismo momento fuimos amigos verdaderos.»

Más adelante dice el chileno con respecto a la apariencia sombría de César: «Pero la verdad interior no era ésa. Yo lo vi muchas veces (especialmente cuando lográbamos arrancarlo de la dominación de su mujer, una francesa tiránica y presumida, hija de concierge), yo lo vi dar saltos escolares de alegría. Después volvía a su solemnidad y a su sumisión.»

Y hay muchísimas cosas más sobre la vida y obra de César Vallejo dignas de ser contadas, sobre todo si se desea conocer a profundidad la materia de la que estuvo hecho uno de los grandes poetas de la historia. Quedan en el tintero, por ejemplo, sus extrañas facultades premonitorias. Si quiere informarse sobre ello, lea Mi encuentro con César Vallejo, de Antenor Orrego.

Pero finalicemos este extenso artículo poniendo sobre el papel un hecho que tiene que ver con Arequipa, hoy 15 de agosto, aniversario de esta magnánima y solidaria tierra de poetas. Lo cuenta Ernesto More en Vallejo, en la encrucijada del drama peruano.

César Vallejo y Percy Gibson, nuestro ilustre rapsoda, cultivaron una sólida amistad por vía epistolar (no se conocieron personalmente en el Perú). Cuando Vallejo fue acusado de incendiario y luego apresado en Trujillo, Gibson, enterado de la ignominia, se dirigió presuroso y sobresaltado a la oficina del doctor Carlos Polar, «prohombre arequipeño, amante de las letras, quien en esos momentos ocupaba el alto sitial de la Presidencia de la Corte Superior de la Ciudad Blanca.» ¡Han tomado preso a un poeta, doctor Polar!... ¡¡A un poeta!!..., le dijo Percy. ¡Preso un poeta!... ¡Eso es inconcebible!..., contesto Polar. Según More, el magistrado influyó decisivamente en la liberación de Vallejo, haciendo valer sus buenos oficios en la Corte trujillana.


José Manuel Coaguila


 

martes, 7 de agosto de 2012

Un Vallejo desconocido II

En Crónicas perdidas de Alfredo Bryce Echenique hay un artículo sobre el autor de Los heraldos negros titulado Vallejo Alegre. En él, el escritor no solo nos da a conocer los momentos de confort que vivió Vallejo, tratando de poner en entredicho las tesis que pintan al poeta como un menesteroso e indigente perpetuo, sino también —y hacia allí apuntamos— la relación entre este y Pablo Picasso, más exactamente, las circunstancias en que el pintor malagueño dibujó las famosas cabezas del vate peruano.

El dibujo más conocido —son tres en total— muestra a Vallejo casi de perfil. Algunos de sus trazos parecen desordenados (no tanto como el segundo, que se le parece), pero en realidad, sumados, hacen un retrato casi fiel y armonioso.


Según Bryce, que no cita fuentes —¡cuidado con el plagio!—, Vallejo y Picasso coincidieron muchas veces en el Café Montparnasse, en París, pero nunca cruzaron palabra. El peruano en una mesa, con los suyos, y el español en otra, con amigos también, vivieron por mucho tiempo una silenciosa e indiferente vecindad. Ajenos a la fama que hoy los envuelve, ambos artistas ignoraban completamente quién era quién.

Vallejo murió y, como es obvio, ya no apareció más por aquel café. Entonces —siguiendo con la versión de Bryce— Picasso, acostumbrado a verlo siempre por ahí (su «rostro austero e indígena —sin duda poco frecuente en la Europa de entonces— siempre le había llamado la atención»), preguntó por aquella ausencia. Los amigos de César le informaron que había muerto. Y Picasso recién entonces hizo los famosos dibujos.


La información de Bryce, creemos, es inexacta, o en todo caso incompleta. Confiamos más en lo que cuenta Ernesto More en Vallejo, en la encrucijada del drama peruano. El trabajo del puneño, amigo íntimo del poeta, es una fuente de primera mano. Discúlpanos, Alfredo. 

Dice More que el responsable de los dibujos fue el poeta Juan Larrea, amigo de Vallejo. «Muerto ya Vallejo, Larrea aprovecha de la visita que le hizo Picasso en la Oficina de Cultura Española, situada en la rue Georges V, en París, donde Juan trabajaba ardorosamente por la República […], para leerle unos poemas de Vallejo —a quien el famoso pintor no conocía— y solicitarle que le haga unos dibujos —se pretendía publicar uno  en  el  homenaje  que  el  boletín  Nuestra  España  preparaba  para  el poeta desaparecido—. No bien hubo Picasso escuchado 'La Rueda del Hambriento' y otros de los poemas humanos, visiblemente emocionado dijo: 'a este poeta sí le hago yo un dibujo'. Y en el acto, allí mismo, Picasso, en cosa de diez minutos, acabó los tres dibujos: uno de frente, otro de tres cuartos y otro de perfil.»

Larrea, como es de suponer, proporcionó a Picasso algunas fotos de Vallejo, «una de ellas tomada en el parque de Versalles, en que aparece el cholo reclinando la barba en la mano.» Las otras fueron las que Savitry le tomó en su lecho de muerte. «Por ello, en los dibujos de Picasso, César aparece adelgazado […] Se ve una nariz que no respira y los pómulos del que ya no ríe».

(Continuará...)


José Manuel Coaguila




martes, 31 de julio de 2012

Un Vallejo desconocido


Por ejemplo, que fue profesor de Ciro Alegría, el prólogo de Valdelomar para Los heraldos negros que nunca llegó, el comentario cáustico de Clemente Palma sobre su poema El poeta a su amada, su injusto encarcelamiento de 112 días, su expulsión de Francia; en fin, podríamos hablar sobre tantos aspectos interesantes de la vida y obra de César Vallejo que seguramente nunca acabaríamos. Por eso solo hemos elegido un puñado de ellos, movidos por el ánimo revelador que despierta la lectura de Vallejística, el segundo capítulo del libro que Marco Aurelio Denegri publicó en el año 2009.


Denegri reclama, seguramente con razón, la primicia de dar a conocer una tribulación muy íntima del vate peruano: la preocupación de saberse mantenido. Escribe Marco Aurelio en la página 77 de Cajonística y Vallejística: «El poeta, además de las penurias económicas que lo venían afligiendo desde hacía mucho tiempo, confesó a José Antonio Vallejo Carrillo […] que tenía la preocupación obsesionante de considerarse mantenido, de considerar que vivía a expensas de su mujer.

Y esto me avergüenza tanto —decía Vallejo—, que no soy capaz de confesarlo en español, tengo que decirlo en francés: ‘Je suis un maintenu’ (‘Soy un mantenido’).’»

En el mismo libro, Denegri llega a la conclusión de que Trilce, título del segundo libro de poemas de Vallejo, no significa nada en especial. Que es una combinación de triste y dulce, no; que es porque el libro costaba tres soles, tampoco; que alude al nombre de una flor silvestre ya extinta, menos. La voz —dice Denegri, citando a Georgette de Vallejo— fue elegida «‘por su sonoridad’», esto es, por su eufonía, porque sonaba bien». ¡Tril…ce! Eso es todo.


Rostros de memoria. Visiones y versiones sobre escritores peruanos, de Pedro Escribano, es otro libro que nos puso al corriente de episodios desconocidos, al menos para nosotros, de la vida de César Vallejo. En él se cuentan anécdotas muy originales y salerosas. Citaremos solo una.

Cuenta Escribano, sobre la base de documentos fehacientes, que cierto día, en París, el recién llegado Vallejo y un amigo anfitrión acabaron «pepeados». Sí, señores, «pepeados». El poeta, estimulado por el vino, «terminó en las manos, mejor dicho […] “en las piernas” de las hábiles y taimadas pouppées parisinas.» Cuando despertó, al día siguiente, los dulces recuerdos de la noche licenciosa se volvieron amargos al darse cuenta que lo habían desvalijado. A su amigo también. «Las fugaces compañeras los habían dormido con alguna pócima y se habían llevado del poeta todo su dinero no sin ‘respetar’ algunos francos para el pasaje de retorno a sus respectivos domicilios. Habían tenido esa generosa consideración de no robarles todo.

Vallejo se sintió en la calle. Tuvo que vender las pocas cosas que tenía. Lo más valioso que poseía era su maleta. Cuando la vació para ofrecerla al mejor postor, en ella solo había ropa sucia, poca, y algunos ejemplares de Los heraldos negros, Trilce y Escalas melografiadas que había llevado desde Lima.»

(Continuará...)


José Manuel Coaguila

martes, 24 de julio de 2012

Un año de letras*

El miércoles 20 de julio de 2011, en la página 4 de este diario, apareció por primera vez esta columna. El nombre lo hizo la urgencia; había que ponerle uno, y salió cualquier cosa. Aunque, analizándolo bien, tampoco está tan mal, ¿no? Es un nombre que sintetiza muy bien lo que hemos hecho a lo largo de todo un año, en más de 50 columnas. Nuestra formación es totalmente libresca, no vivencial; hemos leído más de lo que hemos vivido; los libros nos han permitido tener las vidas que nuestra naturaleza transitoria y finita jamás podrá concedernos. Así es que no podíamos ceñirnos a otra cosa que no sean las letras: el número de obras citadas supera ampliamente el de las columnas donde aparecen.

Este espacio cumple un año, el periodo que siempre quisimos alcanzar. El balance final es relativamente bueno, pero, la verdad, no nos satisface totalmente; tenemos la sensación de que pudimos hacer cosas mejores. El tiempo nos puso muchas zancadillas.

Aprovechamos la oportunidad, también, para decirles a los que venían a buscarnos al diario que lo crean, que sí éramos nosotros. Casi todos, al vernos, preguntaban, dudosos, si verdaderamente hablaban con José Manuel Coaguila. Se iban incrédulos. Nuestra juventud y menuda contextura seguramente hacían creer lo contrario.

Como esta, hay muchísimas anécdotas más. Como aquella vez que se cortó la luz justo cuando terminábamos de escribir una columna y, como casi nunca utilizamos la batería de nuestra laptop, que estaba totalmente descargada, tuvimos que deambular por todo Hunter pidiendo una limosna de electricidad. Teníamos que enviar el artículo ¡ya!, no había tiempo que perder.

Errores también los hubo. Por ejemplo, cierta vez apareció «Humberto», el nombre de Eco, así, con hache, cuando todos bien sabemos que, cuando nos referimos al novelista, semiólogo y ensayista italiano, la muda está por demás; el Word, desafortunadamente, corrigió a los padres de Eco y nosotros no nos dimos cuenta de ello. También aquella vez que cambiamos la historia de una enemistad y dijimos «cuando Gabo noqueó a Vargas Llosa», haciendo referencia al título de un libro, cuando los hechos, bien saben ustedes, queridos lectores, fueron al revés. Qué le vamos a hacer, nuestro inconsciente prefiere a García Márquez.

Con respecto a los temas que hemos tocado durante todo este año, la variedad ha sido nuestro distintivo. Desde literatura, lectura, libros, educación —pasando por cine, Historia, pintura, gramática—, hasta industria farmacéutica, Internet, televisión, historia de la sexualidad, mitos, amor. Todo cuanto pudimos. También temas controversiales, como las corridas de toros y la eutanasia, por ejemplo, por los que recibimos correos electrónicos sazonados con hiel e injurias. «¡Renuncia en el acto!», nos pidieron.
 
Por último, queremos agradecer a todos los que nos escriben sobre asuntos interesantes; también a los que visitan nuestro blog (jmcoaguila.blogspot.com), donde están todos los artículos publicados en este espacio, cuyas visitas, apenas en un año, se cuentan por miles. Gracias sobre todo a Fiorela y a Edwin; a ellos les debo todo. Volveremos pronto.


José Manuel Coaguila

 * Publicado en diario Correo Arequipa el 25 de julio de 2012.

martes, 17 de julio de 2012

Manual para Élder


Hay libros que pueden, en cuestión de horas —las que demore leerlos—, traerse abajo todo un sistema de creencias cuyos cimientos, fortalecidos por el tiempo, pensábamos indestructibles. A este grupo, de acuerdo a nuestras experiencias personales, pertenecen Manual del perfecto idiota latinoamericano, de Plinio Apuleyo Mendoza, Carlos Alberto Escobar y Álvaro Vargas Llosa (en asuntos políticos); Por qué no soy cristiano, de Bertrand Russell (en cuestiones religiosas); y Cartas a un joven novelista, de Mario Vargas Llosa (en cuanto a la vocación literaria). Podríamos agregar a esta lista La vida en común, de Tzvetan Todorov, que desmitifica como ningún otro las relaciones humanas.

Quizá sería exagerado decir que estos libros nos cambian la vida. Pero de lo que sí estamos seguros es que luego de leerlos es imposible no mirar las cosas de diferente manera.

Esto viene al caso porque, precisamente, queremos recomendar la lectura de uno de ellos a un lector que nos escribió acerca de nuestra última columna: El síndrome Galeano.

El señor Élder Purguaya tiene razón cuando nos dice que es imposible ser apolíticos, que el tratar de serlo es, a la vez y más profundamente, ir contra esta misma intención, o sea hacer política. Esto ya nos lo comentó alguna vez Alina Rivera, quien además, viendo nuestro total desinterés por la política, hizo que leyéramos la famosa frase de Bertolt Brecht sobre el asunto, esa que dice algo así como que el peor analfabeto es el analfabeto político. Sobre este punto, creo que la razón lo asiste, mi querido Élder. Pero en nada más.


Rechazamos totalmente el libro que usted defiende, Las venas abiertas de América Latina. Y es aquí donde le aconsejamos leer Manual del perfecto idiota latinoamericano, sobre todo el capítulo III. Allí está expuesto con más claridad y contundencia lo que a continuación diremos y citaremos:

1) No es cierto —como dice Eduardo Galeano, autor de Las venas... que lo que unos tienen, siempre se lo han quitado a otros, pues la riqueza no es «un cofre que navega bajo una bandera extraña y todo lo que hay que hacer es abordar la nave enemiga y arrebatárselo».

2) «No se trata —como cree Galeano— de que las naciones depredadoras se aprovechan de la debilidad de sus vecinas para saquearlas, sino de que explotan al máximo sus propias ventajas comparativas para ofrecer al mercado los mejores bienes y servicios al mejor precio posible.»

3) No podemos hacer nada más benevolente que despreciar un libro donde se afirma que sería perjudicial para América Latina industrializarse, y donde se condena las políticas de natalidad diciendo estúpidamente que en esta parte del mundo hay suficiente territorio como para albergar a muchos más. Presume Galeano que convencer a las mujeres de que tengan menos hijos es «poner un dique al avance de la furia de las masas en movimiento y rebelión.» ¿No es esta una verdadera idiotez?


José Manuel Coaguila

martes, 10 de julio de 2012

El síndrome Galeano

A pesar de lo degradante e insufrible que resulta viajar en combi, hay gente, como quien escribe estas líneas, por ejemplo, que se da maña para leer algo en ellas. Pero no creo, sobre la base de mi propia experiencia, que haya alguien que pueda zambullirse en una lectura profunda y cuidadosa en medio del ruido de los motores, las bocinas, los pregoneros, la música. En un lugar así solo se lee someramente, y eso es lo que yo hago cada vez que tengo la fortuna de tener un libro en mis manos y la desdicha de subirme a una combi.

Pero vayamos al grano. Lo que quiero contarles es que hace un par de días, en una combi, un muchacho leía un libro con una atención tan grande como inusual. Yo también tenía uno en las manos, pero el lugar era tan inapetente para la lectura que ni siquiera tenía ganas de leer el texto de la contratapa. Me asombró, por ello, ver a ese muchacho tan enfrascado en lo que hacía. Hasta que tuvo que bajarse del vehículo no dejó de leer, y lo hacía con tanto interés que incluso, contagiado, llegué abrir el volumen que tenía sobre mis piernas. ¿No sienten curiosidad por saber, queridos lectores, el título del libro causante de tal prodigio? Yo también la sentí, así es que me las apañé para averiguarlo.


Recuerdo haber leído Las venas abiertas de América Latina en mis años universitarios, o sea no hace mucho. El libro causó en mí el mismo efecto: acaparó mi atención como pocos. Su prédica —como la luz a algunos insectos— seduce, atrae, ciega. Y es que la victimización y la patriotería siempre funcionan. Pero este no es el momento para zanjar posiciones políticas. Lo que sí quiero decir es que ese libro hay que leerlo con guantes quirúrgicos puestos, con pinzas y bisturí, que hay mucha distorsión de la realidad en él, que hace lo que la flauta con la cobra y por ello hay que tener cuidado. Si tienen en claro, muy en claro, que el verdadero progreso de los pueblos solo se logra respetando las libertades política y económica, entonces podrán zafarse del paternalismo que despierta, de esas ideas románticas que suenan bonito pero que no nos llevarán a ninguna parte.

El libro de Eduardo Galeano es uno de los que más se han leído por estas tierras, y debe ser también el que más conmoción ha causado. Hay gente que todavía lo lee apasionadamente, incluso en una combi. Debe ser porque endulza mucho la boca, pero cuidado que con tanto dulce se pueden pudrir los dientes.

Chávez le regala el libro Las venas abiertas de América Latina a Obama.

Como el muchacho de mi historia hay muchas otras personas. El mismo Galeano nos lo cuenta, así tenemos, por ejemplo, a «la muchacha que iba leyendo este libro [Las venas…] para su compañera de asiento y terminó parándose y leyéndolo en voz alta para todos los pasajeros […]; o el estudiante que durante una semana recorrió las librerías de la calle Corrientes, en Buenos Aires, y lo fue leyendo de a pedacitos, de librería en librería, porque no tenía dinero para comprarlo».


José Manuel Coaguila

martes, 26 de junio de 2012

La lectura mecánica


Es difícil disfrutar la comida si se come rápido. Si solo tragáramos, el comer no estaría, de ningún modo, entre los más grandes placeres de la vida. El gozo está en el paladar, no en el estómago; en el sabor, fruto de precisas combinaciones y buen manejo de tiempos; en el olor; en lo visual, incluso. Por ello, queridos lectores, no creo que a nadie se le ocurriría matricularse en un curso de alimentación rápida, donde se aprenda a comer —engullir sería el término exacto—, por decir, 3 cucharadas por segundo.

Lo mismo con el sexo, ¿quién estudiaría técnicas para hacer el amor más rápido? No tendría ningún sentido hacerlo, ¿verdad?

Y qué me dicen de esos cursillos de lectura veloz, ¿no caemos en la misma insensatez? ¡Pues sí, claro que sí! Solo que como ya ha pasado a formar parte de nuestros ojos, es decir, de ese grupo de cosas que, por ser comúnmente aceptadas, lo cual no las exime de ser estúpidas, sino todo lo contrario («El ser opinión del vulgo prueba que es lo peor», decía Séneca), han anclado en el ámbito de lo familiar e incuestionable, solo que como ya ha pasado a formar parte de nuestros ojos, repito, es imposible poner la vista sobre ella.


Hace poco, verbigracia, leí una nota periodística donde se informaba que alumnos egresados de un curso de lectura rápida podían leer ¡y comprender! un libro de 200 páginas en tan solo 10 minutos. ¡Por Dios, qué engaño! ¡Ni el Coquito!

¿Para qué aprender a leer rápido? ¿Para leer más? ¿A qué precio? ¿A costa de una lectura escudriñante e inquiriente, profunda y atenta? ¿A expensas del disfrute que puede ocasionar una frase genial, que podemos volver a leerla una y otra vez, ponderarla, anotarla, hacerla nuestra? ¿Sacrificando nuestras emociones al dios de la información, que de seguro es analfabeto?

Lo bueno no viaja en tren, amigos, prefiere caminar.


Pero retomemos la pregunta, ¿para qué estudiar un curso de lectura veloz? Para LEER (así con mayúsculas) no sirve. La poesía, por ejemplo, y acaso toda literatura, está hecha para digerirse lentamente. Bueno, salvo que trabajemos en un banco y nuestra función sea llamar a potenciales clientes para ofrecerles algún servicio y, una vez aceptado este, leerle todas las cláusulas del contrato (como las letritas que aparecen en los comerciales de televisión, o lo que se dice rápidamente al final de un anuncio de radio). Aunque pensándolo bien, ni para eso sería necesario.

Es nuestra época, señores. Ya nadie mata el tiempo, hacerlo hoy sería un deicidio. El dios de las horas, de cuyo culto surgen engendros como los cursos de lectura rápida, tiene ahora el control de nuestras vidas. Ofrendemos a él las iras, los rencores, los orgullos; no el amor, las sonrisas, las esperanzas, los encuentros humanos.


José Manuel Coaguila

martes, 19 de junio de 2012

Abracadabra, amén

Nos escribe un lector llamado Aldo: «…he leído su artículo publicado en diario Correo el día de ayer miércoles 13 de junio, donde usted hace uso del término ‘mágico-religioso’ como si se tratara de dos cosas semejantes o parecidas, a lo que debo decir que me parece fundamental e importante aclarar ello…» Hasta aquí, todo válido y hasta cierto punto interesante. Pensamos por un momento que quizá razonaría como Cassirer, para quien «la religión es la expresión simbólica de nuestros ideales morales supremos, en tanto que considera a la magia como ‘un agregado de supersticiones’», diferencia ingeniosa y en parte válida. Pero no. Aldo dijo, a continuación, lo que el común de la gente dice: que la magia es recurrir a instancias «ilegales» para conseguir con más facilidad y rapidez lo mismo que Dios nos puede dar si nos acercamos a Él y lo servimos.

Nosotros le escribimos lo siguiente: «Sr. Aldo, gracias por leerme. Solo le quiero decir dos cosas. La primera es que el término al que hace referencia (‘mágico-religioso’) forma parte de una cita textual, y con esto no quiero decir que lo repruebo, que quede claro. Y para terminar, su observación me parece muy ingenua, cándida, y, la verdad, no veo cómo confrontar mis ideas con las suyas, es como querer coger una aguja con un guante de box puesto.»

Aldo insistió en un segundo e-mail: «…utilizar el término mágico-religioso es como hablar de un partido político demócrata-comunista…» Y agrega más adelante: «…muy a menudo veo que algunos términos se utilizan de manera arbitraria […] es menester del comunicador ‘masticar’ lo que comunica antes de emitirlo, para no caer en generalidades y finalmente confundir una cosa con la otra.»


¿Tan difícil es darse cuenta que la magia y la religión son dos traducciones de un mismo libro; que ahora quizá puedan hacerse diferencias pero que, en general, permanecen bajo una misma estructura de pensamiento? ¿Ambas no se sustentan acaso en la relación con algo que está en el dominio de lo sobrenatural? ¿No hacen lo miso el chamán que invoca a fuerzas y dioses desconocidos y el sacerdote que eleva una plegaria a un dios omnipotente y omnisciente?

Dios dijo ‘hágase la luz’ y la luz se hizo, Moisés partió el Mar Rojo en dos y Jesús resucitó entre los muertos, ¿no es la Biblia el libro mágico por antonomasia?

Aldo seguramente tiene por ahí un objeto de la buena suerte, lee el horóscopo y pide un deseo cada vez que sopla las velitas de su torta de cumpleaños, pero también asiste todos los domingos a misa. Son pues los rezagos de una etapa de la humanidad donde no había diferencias entre magia y religión. Si ahora las hay, es únicamente porque a una se la considera mala y a otra buena, eso es todo.

P.D.: ¿Y qué opina de Dios?, le preguntaron cierta vez a Borges. El autor de Ficciones, solemnemente irónico, respondió: «¡Es la máxima creación de la literatura fantástica! Lo que imaginaron Wells, Kafka o Poe no es nada comparado con lo que imaginó la teología. La idea de un ser perfecto, omnipotente, todopoderoso es realmente fantástica.»


José Manuel Coaguila

martes, 12 de junio de 2012

De los hombres, sus nombres

¿Sabe cuál es el nombre completo de Picasso? Es como sigue: Pablo Diego José Francisco de Paula Juan Nepomuceno María de los Remedios Crispiniano de la Santísima Trinidad Ruiz Picasso. ¿A qué se debe ―dejando ya de mirar solo al pintor malagueño― la acumulación de nombres? Marco Aurelio Denegri, en su libro Lexicografía, capítulo CII, donde hay más ejemplos de esto que podemos llamar «plétora nominal», nos dice, citando a Fernando Nicolaÿ, lo siguiente: «La costumbre de acumular nombres tiene origen mágico-religioso. En efecto, de antiguo se ha creído que cuanto mayor sea el número de nombres que uno tenga, tanto mayor será la protección que a uno le dispensen los dioses, vírgenes, santos, espíritus, encantamientos, misterios y demás realidades espirituales o fantásticas a que esos nombres se refieran.»



Y hablando de este tipo de supersticiones, se nos viene a la mente algo que leímos en un libro de Jung, ¿cómo se llamaba…? Aquí está: Los complejos y el inconsciente. En la página 21, el psicólogo suizo se ocupa de una concepción primitiva que identifica el alma con el nombre, y escribe: «El nombre de un individuo sería, según esto, su alma, y de aquí la costumbre de reencarnar en los recién nacidos el alma de los antepasados dándoles los nombres de éstos.»

«Me llamo Ernesto —escribió Sabato— porque cuando nací, el 24 de julio de 1911, día del nacimiento de san Juan Bautista, acababa de morir el otro Ernesto [su hermano], al que, aún en su vejez, mi madre siguió llamando Ernestito, porque murió siendo una criatura.»


Y ya que de nombres de escritores hablamos, pues no estaría demás traer al caso algunas anécdotas con respecto al apellido de algunos. Cuenta José Saramago en Las pequeñas memorias lo siguiente: «En otro lugar he contado el cómo y el porqué del apellido Saramago. Que ese Saramago no era apellido paterno, sino el apodo por el que era conocida la familia en la aldea. Que cuando mi padre fue a inscribir en el registro civil de Golegã el nacimiento de su segundo hijo sucedió que el funcionario (Silvino se llamaba) estaba borracho […], y que, bajo los efectos del alcohol y sin que nadie notara el onomástico fraude, decidió, por su cuenta y riesgo, añadir el Saramago al lacónico José de Sousa que mi padre pretendía que llevara.»

A diferencia del premio Nobel portugués, cuyo apellido parece ser verídico, el del autor de Los perros hambrientos siempre sonó a seudónimo, según testimonio del mismo Ciro Alegría: «'¿Se llama usted de veras así?', me preguntan sin tregua. Yo tomo el asunto con humor y no respondo de inmediato. '¿Le pusieron ese nombre?', insisten los circunstanciales curiosos. Termino por informar que tal es mi nombre ciertamente y entonces, los preguntones entre que se sorprenden y decepcionan.»

Lo mismo pensarían de usted, querido lector, si se llamaría, por ejemplo, Ciro Tristeza, ¿no?


José Manuel Coaguila


 

martes, 5 de junio de 2012

¡Puje, señor, puje!

A luz del pasado, y acaso solo así, se puede entender realmente el presente. Hay hechos que a simple vista parecen ser muy modernos, muy de la época, pero que en realidad, si conocemos algo de historia, no lo son.

Ello por una parte. Por otra está el hecho de que las grandes verdades siempre están implícitas, ocultas en lo que no se dice, en los silencios, en los juegos, en las bromas; disfrazadas con el ropaje de lo que justamente no quieren decir.

¿Y a qué viene todo esto?, se preguntará usted, amigo lector.

Son, también, dos hechos. El primero sucedió hace algunos años, cuando consumíamos nuestras horas leyendo el DRAE. Y el segundo, hace solo algunos días, en un baby shower.

Mucha sorpresa y gracia nos causó encontrar en el diccionario la palabra covada y leer su significado: «Costumbre que pervive en zonas de Asia y de América, y que existió en el norte de España, consistente en la permanencia, tras el nacimiento de un hijo, del padre en la cama, recibiendo atenciones, mientras la madre vuelve a sus tareas habituales.» ¡No me diga que a usted, caro lector, no le provoca lo mismo!


Nos reímos un poco, es verdad, pero luego, ya en serio, buscamos más información sobre el tema. Y ahí quedó todo, hasta ahora. Hasta el domingo pasado, si nos exigen ser más exactos, cuando asistimos, llevados por las circunstancias, a un baby shower.

Antes de que acabara la fiesta, el payaso que la animaba hizo que el padre del hijo por venir, ante la complacencia y alegría de muchos, fingiera dar a luz. Se puso para ello un sillón en el medio de la sala, donde tenía que alumbrar el hombre, y se pidió la colaboración de dos señoritas para que actuasen como enfermeras. El sufrido progenitor empezó entonces, mismo Schwarzenegger en la película Junior, a parir, en medio de prolongados ayes de dolor y las atenciones de sus asistentes. Toda una covada moderna.

¿Qué hay detrás de esta simulación?, ¿por qué se hace?, ¿qué se nos quiere decir con ella? Nuestra hipótesis, menuda ella, es la siguiente: La covada, se sabe, tiene su origen en las sociedades matriarcales, es decir, en aquellas donde el mando residía en las mujeres. Se puede explicar ella, entonces, como la intención inconsciente del hombre de querer ser parte de aquello que hacía de la mujer un ser superior, y ponerse a su misma altura. Ahora, que la mujer ha recobrado el protagonismo perdido, que no está lejos de ocupar en la sociedad el lugar que tuvo antaño, parece repetirse algo parecido.

Antes, los hombres primitivos —ante la alta tasa de mortalidad materna— creían que fingiendo ser mujeres parturientas podían engañar a la muerte y evitar el deceso de la madre; ahora creen que haciendo lo mismo solo divierten. La segunda excusa es más tonta. Inventemos una más brillante.


José Manuel Coaguila

martes, 29 de mayo de 2012

¿La pierna equivocada?

Nos escribe un lector sobre un asunto interesante. Nos cuenta que hace poco, mientras leía el prólogo de Luis Alberto Sánchez al libro que recoge la correspondencia entre este y Víctor Raúl Haya de la Torre, se sorprendió al enterarse de que a José Carlos Mariátegui le habían cortado la pierna sana. Y nos transcribe un extracto del texto de Sánchez: «Pasaron pocos meses y Mariátegui, que estaba lisiado de una pierna desde la niñez, tuvo que someterse a una operación quirúrgica: le amputaron la pierna sana.»

Nuestro lector, confundido, nos pregunta entonces si es verdad que al gran Amauta le cortaron la extremidad equivocada, como a Jorge Villanueva, un anciano que en enero de 2010 acudió al hospital Sabogal del Callao para que le amputaran una pierna, debido a una úlcera irremediable, y terminaron cortándole la otra.

Uno lee el texto de Sánchez y da la impresión de que es así, ¿pero realmente lo es? La respuesta es «no». Si esto le hubiera ocurrido de verdad a Mariátegui, nadie hubiera podido ocultar u obviar ello, todo lo contrario, estaría en cuanta semblanza y biografía se ha escrito, cosa que no ha sucedido. Pero es necesario aclarar algunos puntos.

José Carlos Mariátegui después de amputada su pierna derecha.

En verdad, el asunto sí que genera confusión, sobre todo para los que no estamos tan al tanto de los detalles de la vida del autor de 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana. Lo cierto es que a Mariátegui sí le cortaron la pierna «sana», pero no la equivocada. Deberíamos decir, mejor, la pierna que por más de 20 años fue la única que gozó de salud y que le permitió, aunque con dificultad, movilizarse.

En su niñez, un golpe en su pierna izquierda le generó una anquilosis que lo mantuvo por mucho tiempo en cama, y aun cuando no, alejado de los pasatiempos propios de su edad, dedicado a la lectura. Con aquella parte de su cuerpo entumecida, el niño José Carlos se hizo adulto, pero aquellos años de minusvalía no solo lo habían convertido en uno de los hombres más cultos del Perú —viéndole el lado positivo al asunto—, sino que también habían sobrecargado el trabajo de su pierna buena. Apareció entonces un tumor en ella, y tuvieron que amputársela para salvarle la vida. Mariátegui perdió así la «pierna sana» de la que hablan Sánchez y todos sus biógrafos.

Esto, como es fácil imaginar, fue terrible para José Carlos, pero supo reponerse. María Wiesse ha dejado constancia de lo difícil que fue para él enterarse de que le habían amputado la extremidad «sana». Pensándolo bien, sí pues, fue como si los médicos se hubiesen equivocado: «Al verse amputado, al constatar que iba a ser un inválido para el resto de su vida, tuvo una crisis de llanto verdaderamente patética y se halaba el cabello, en un arranque de desesperación.»


José Manuel Coaguila

martes, 22 de mayo de 2012

La historia de siempre


Todavía se escriben artículos anunciando la desaparición del libro impreso. Aún hay gente «visionaria» que cree anticiparse a los hechos cuando dice que la era digital terminará engulléndose por completo a la galaxia de Gutenberg. Y no son pocos. Son tantos como su ignorancia. Desde hace casi 20 años que se viene diciendo lo mismo, que esto (el ordenador) matará eso (el libro), cosa que no ha sucedido y que seguramente no sucederá, pero hay muchos tontos, anacrónicos, que creen que hablar sobre ello es poner sobre el tapete un tema inédito.

Tenemos la sensación de que todas las generaciones han creído ser testigos de una etapa histórica, determinante, de cambios trascendentales (llamémosle a esto «generacentrismo»), y por ello muchas veces piensan que poco o nada sobrevivirá a su tiempo.

Cuando apareció la máquina de escribir se anunció el fin del lápiz, y lo mismo se dijo de la pintura cuando surgió la fotografía y del cine cuando floreció la televisión; y ya vemos que nada de eso sucedió. Muy pocas veces (acaso nunca) lo nuevo aniquila a lo viejo; casi siempre, cuando lo afecta, solo lo retoca; menos todavía si en el fondo son dos cosas totalmente diferentes. Es verdad que la computadora aniquilará a la máquina de escribir, si es que todavía no lo ha hecho, como el e-mail al telegrama, pero ello es porque aquella hace, también, lo mismo que esta, y todavía mejor. La fotografía y la televisión, en cambio, no han podido acabar con la pintura y el cine porque son de naturaleza completamente distinta, tanto quizá como el e-book y el libro impreso.

Muchos siguen anunciando la muerte del libro

Sin embargo, algunos tipos de libros, debido al uso masivo del Internet, han desaparecido o están a punto de desaparecer, como las enciclopedias y los manuales, pero la esencia del libro se mantiene incólume. Ya lo dijo Umberto Eco, y lo comentábamos en una anterior columna (lea en este blog Apología del libro), «El libro es como la cuchara, el martillo, la rueda, las tijeras. Una vez que se han inventado, no se puede hacer nada mejor.»

Retomando lo dicho al principio de este artículo, nada es pues nuevo en el reino de este mundo. Lo que para el libro es ahora la era digital, lo fue en su momento el periódico y el fonógrafo. Grandes hombres como Lamartine firmaron el acta de defunción del libro ante la frescura e inmediatez de la hoja diaria. La floreciente popularidad de los periódicos llevó a muchos a suscribir el fin del libro. Ahora vemos cuán equivocados estaban. Y lo mismo con el fonógrafo. Muchos dijeron que se escucharía literatura en vez de leerla, que ya no habría bibliotecas sino fonotecas, que asistiríamos al retorno del arte de la dicción.

Como vemos, la historia es la misma de siempre.

José Manuel Coaguila


 

martes, 15 de mayo de 2012

Una muerte digna

Lo que deseamos los seres humanos, conscientes de nuestra finitud, es una muerte sin dolor. La verdad, más es el miedo a la forma como vayamos a morir que a la muerte misma. Pensemos si no en cuántos seríamos hoy en el mundo si con solo desearlo, jamás despertáramos luego de dormir. Nuestra raza seguro ya hubiera desaparecido. Pero como la muerte no llega así de fácil y bonito, nuestro terror al sufrimiento previo siempre puede más y, feliz o lamentablemente, nos mantiene vivos.

No obstante, el egoísmo salta a la palestra cuando hay otros seres humanos que sufren terriblemente a causa de un mal incurable y muchas veces degenerativo y por ello piden una muerte digna, como la que todos quisiéramos. Se dicen en contra, entonces, cosas tan absurdas como que nuestra vida no es de nosotros sino de Dios, que como Él nos la dio, solo Él tiene derecho a quitárnosla; que no podemos interrumpir el orden natural de las cosas; por lo tanto, tenemos que seguir viviendo, como si la vida fuera un deber y no un derecho.

¿En verdad creen en un dios tan miserable? ¿Cómo puede ser que ese dios piadoso y amoroso en el que casi todos creen sea a la vez tan indolente y sádico? ¿Cómo va a querer Dios, si nos ama, que muramos de una forma tan terrible e indigna pudiendo nosotros evitar ello?


Por otra parte, eso de que acabar con nuestra vida para no seguir sufriendo sea interrumpir el orden natural de las cosas, es algo totalmente paradójico. Los que están en contra de la eutanasia quieren que los hombres aguanten estoicamente hasta el final, para que la muerte llegue por sí sola y se agrade de esta manera a un dios sádico. Sobre la base de esta lógica, que ellos entonces, cada vez que se enfermen, no acepten nunca ningún tipo de medicamento, pues ello sería también ir contra el orden natural de las cosas; total, si se mueren es porque su dios así lo ha querido ¿no?

Con respecto a esto, hace una semana Argentina se sumó a los pocos países que permiten a sus ciudadanos dejarse morir cuando sus vidas se han convertido en un infierno a causa de una enfermedad incurable y lacerante. Ahora en ese país los enfermos terminales —o sus familiares en caso ellos no estén en condiciones de manifestar su voluntad— pueden rechazar cirugías, tratamientos médicos o de reanimación para prolongar innecesariamente su existencia. Esto es un gran paso para que de aquí a unos años se legalice también la eutanasia activa voluntaria y otras variaciones de una «buena muerte», que es el significado etimológico de la palabra «eutanasia». Ojalá que la comunidad ideal imaginaria de More —que aparece en su Utopía—, en la que el suicidio asistido para los enfermos sin curación es una institución importante, se haga pronto realidad.


José Manuel Coaguila

martes, 8 de mayo de 2012

La escritura continua

Uno de los mayores problemas que tienen los niños cuando están aprendiendo a escribir es la separación de las palabras. Todo lo quieren escribir junto. Y así lo harían si no fuera porque, a la par que aprenden a asignarle a cada sonido una grafía, aprenden también normas sobre el orden de la escritura. ¿Por qué? Porque el niño, que ha pasado los primeros años de su vida utilizando más que nada el lenguaje oral, quiere escribir, naturalmente, como habla, y, como es consabido, nadie habla haciendo pausas entre las palabras.

Sabemos cuándo algunos términos se escriben juntos y cuándo separados no porque así los pronunciemos, sino porque así los hemos visto escritos y porque así se ha convenido hacerlo. Y el problema trasciende edades. No solo son los niños que recién aprenden a escribir; también nosotros, los grandes, cometemos muchos errores de este tipo cuando nos ponemos a redactar; allí están, por ejemplo, los «o sea», los «sobre todo», los «en torno», que casi siempre los escribimos juntos cuando deben ir así, separados. Justamente, hace unos días compramos el libro Pálido cielo y otros relatos, de Alonso Cueto, con el sello de Editorial Norma, y nos dimos con la sorpresa de que en la solapa de la cubierta, donde aparecía una pequeña biografía del autor, se decía que el escritor peruano realizó un trabajo «entorno a la obra de Luis Cernuda» (sic). ¿Ese «entorno» no va separado? ¿Es que acaso no se refiere a «acerca de»?


Los lectores bien informados sabrán que esto, que ahora es un lapsus calami, fue antes, por mucho tiempo, lo más normal del mundo. Y es que, aunque cueste imaginarlo, al principio, en la escritura temprana, las palabras no se separaban; todo se escribía junto. La lectura era un rompecabezas. No fue sino hasta inicios del segundo milenio de nuestra era que recién se empezó a poner espacios entre los vocablos.

El homo sapiens existe desde hace 30 mil y 50 mil años, mientras que el escrito más antiguo data de apenas hace 6 mil años. Por ello es natural que la escritura primera haya estado enormemente influenciada por la cultura oral; que se escribiera y se leyera como se hablaba: todo junto y en voz alta. Sí, se leía así. «La lectura silenciosa era en gran parte desconocida en el mundo antiguo. Los nuevos códices, como las tablillas y los rollos que les habían precedido, se leían casi siempre en voz alta, tanto en grupo como en solitario.» La escritura espaciada y la lectura silenciosa son pues conquistas tardías.

Detrás de un «entorno» (junto, cuando debe ir separado) hay toda una historia que ustedes, caros lectores, deberían conocer.


José Manuel Coaguila

martes, 24 de abril de 2012

¡A que sí te quemo!


«Así, por ejemplo, un censor tachó en un libro de recetas culinarias las palabras “dejar a la masa levantarse libremente” porque la expresión le pareció revolucionaria.»

SCHOSTAKOVSKY, PABLO
Historia de la literatura rusa. Desde los orígenes hasta nuestros días


Semanas atrás, un amigo, editor de una revista local, nos pidió que escribiésemos un artículo sobre la historia del libro en el Perú, justamente por haberse celebrado anteayer el Día Internacional del Libro. En honor a la verdad, por el poquísimo tiempo libre que nos oxigena, el escrito no hubiera tenido la calidad suficiente como para publicarse, así es que nos negamos amablemente. Sin embargo, sacando partido de la idea, nos pusimos a buscar información sobre el tema (pensando, claro, en esta columna), sobre todo acerca de la censura de libros, que es lo que, en lo que a la historia del libro se refiere, siempre nos ha llamado más la atención. Y en esta búsqueda encontramos El libro y la lectura en el Perú, de Danilo Sánchez Lihón, un trabajo cuyo título avivó nuestras expectativas, pero nada más.

¿Ha habido censura de libros en el Perú? Por supuesto. Pero seguramente muchos vuelven sus ojos a la Colonia, vigilada por la Inquisición y normada editorialmente por el famoso Index, la lista negra de las obras prohibidas por la Iglesia Católica. No, señores, no vayamos tan atrás, que aquí nomás, hace ni siquiera medio siglo, se censuraron, requisaron y quemaron libros como cancha. ¿Y dice algo sobre esto el libro de Sánchez Lihón? No, nada. Un texto con un título así no puede pues obviar ello.



Lo que ni siquiera se hizo en la dictadura de Odría —aunque tampoco se puede decir que en ella hubo libertad irrestricta al comercio de libros— se llevó a cabo, inicialmente, en el segundo gobierno de Prado y, en toda su magnitud, en el primer gobierno constitucional ¡y democrático! de Belaunde.

Desde 1966 los libreros peruanos empezaron a padecer el retraso en la recepción de los paquetes de libros que venían del extranjero. Pero la demora era el mal menor, pues algunos lotes llegaban sin la cantidad original de títulos y otros simplemente desaparecían en el Correo de Lima, dependencia del gobierno. ¿Qué sucedía? Pues todos los libros pasaban por el filtro de una absurda censura. Libro considerado subversivo, disociador o simplemente peligroso iba a la hoguera.

Nunca en la historia del Perú se ha hecho algo tan nefando contra la cultura del libro: cientos de ejemplares se quemaron «por contener literatura comunista», según fuentes del propio gobierno. Mientras la Iglesia acababa de abolir el Index, nosotros, ridículamente, quemábamos libros que circulaban libremente por países como Estados Unidos, Inglaterra, España, México, Argentina.


Si usted, amigo lector, quiere informarse más sobre el tema, le recomendamos la lectura del libro Quema de libros. Perú ’67, del reconocido editor peruano Juan Mejía Baca.

José Manuel Coaguila