martes, 18 de junio de 2013

Carlos Cuauhtémoc Sánchez


En el siglo XVIII, como bien saben todos, no había televisión ni Internet; sin embargo, el filósofo David Hume se quejaba de que vivía «en una época en que la mayoría de los hombres parecen estar de acuerdo en convertir la lectura en una diversión y rechazan todo aquello que exija para ser comprendido de un grado considerable de atención». Ahora, en el siglo XXI, la situación no es igual, es peor. La imagen ha desplazado a la palabra y el hipervínculo ha estropeado nuestra capacidad de concentración. La televisión nos recuerda todos los días de dónde venimos, pues el puro acto de ver es animal, y el Internet, al hacernos la vida más fácil, nos ha devuelto al mundo de las cavernas de tanto simplificarnos el cerebro. Es en este contexto donde aparecen los libros del mexicano Cuauhtémoc Sánchez, que estará en Arequipa este sábado 22.
 
Me he tomado la molestia, la gran molestia, de comprar algunos de sus libros, y nunca, ni siquiera las veces que encontré páginas en blanco en los textos que adquirí, me he sentido tan estafado; hasta hubiera preferido que todas sus hojas estén vacías. La verdad es que no he terminado de leer nada de Cuauhtémoc. Su literatura es tan pobre que da pena. Además, ese tonito moralizante que tanto detesto está por todo sitio. Tú lees a Cuauhtémoc y sientes que estás mirando una telenovela o escuchando un discurso del doctor Tomás Angulo. Este mexicano es, pues, el eximio representante de la banalización de la literatura, culpa de escritores cursis y sentimentales que, como él, ofrecen consuelos vulgares a los problemas de la vida, como si esa sería la razón de ser de la novela, el poema o el cuento, o, peor aún, como si la existencia tendría su receta y los seres humanos nos instruiríamos a costa de otros. No, señor Cuauhtémoc, no es así; la vida es ajena a las fórmulas y los jóvenes, a quien usted mayormente se dirige en sus libros, solo aprenden a costa suya.
 
El escritor Henry Miller le escribió a su amante y colega Anaïs Nin en una carta: «Tienes una capacidad, por puro sentimiento, que cautivará a tus lectores. Sólo que debes tener cuidado con tu razón, tu inteligencia. No trates de dar soluciones […]. No sermonees. No saques conclusiones morales. No existe ninguna, de todos modos.» Salvando las diferencias, yo pienso como Miller; no me gusta la literatura pedagógica, moralizante. Hay que rechazar decididamente toda solución paternalista. La aportación que la literatura puede ofrecer es solo indirecta. «Moralizar es inútil —ha dicho Augusto Monterroso—. Nadie ha cambiado su modo de ser por haber leído los consejos de Esopo, La Fontaine o Iriarte. Que estos fabulistas perduren se debe a sus valores literarios, no a lo que aconsejaban que la gente hiciera. A la gente le encanta dar consejos, e incluso recibirlos, pero le gusta más no hacerles caso.»
 
Como les dije al principio, Carlos Cuauhtémoc Sánchez llega a nuestra ciudad este sábado 22 de junio para dictar una conferencia. Seguramente la gente abarrotará el coliseo Arequipa y él, entusiasmado, amenazará con escribir otro libro. Pero que sepa el señor Cuauhtémoc que no todos tenemos tan malos gustos, que, aunque pocos, todavía hay jóvenes que leen a Borges y a los que su nombre solo les recuerda al último tlatoani azteca.
 
José Manuel Coaguila

lunes, 10 de junio de 2013

Lurgio Gavilán Sánchez


Nunca imaginé conocer a Lurgio Gavilán Sánchez. Hace casi medio año iba yo leyendo en una combi el artículo que escribió Vargas Llosa sobre él, asombrado, exaltado, conmovido, y una vez que terminé, consciente de mis posibilidades, deseé únicamente encontrar el libro de Lurgio a como dé lugar, jamás conocerlo personalmente; sin embargo, y como todo lo hermoso de esta vida te sale por donde menos te esperas, conocí a Lurgio hace unos días.
 
¿Y quién es ese señor?, se preguntarán los que nunca han oído hablar de él. Lurgio Gavilán ha sido terrorista, soldado y novicio franciscano, y ahora es candidato a doctor en antropología. Tiene cuarenta años, pero ha vivido como si tuviera el cuádruple. Ha escrito Memorias de un soldado desconocido, un libro autobiográfico que, seguramente, ya debe de estar en la lista de los más vendidos en el Perú de los últimos años. En este libro, Lurgio, que perteneció Sendero Luminoso cuando era casi un niño, cuenta las atrocidades que se cometían contra los pobres y, paradójicamente, en nombre de los pobres, en busca del paraíso terrenal que prometía la ideología comunista. Y la situación no cambió mucho cuando por cosas del azar terminó vistiendo el uniforme militar y combatiendo contra sus excamaradas. Muerte y destrucción, salvando las diferencias, venían de ambos lados. Solo la vida religiosa le daría la tranquilidad que halló en su bucólica niñez, rodeado de los suyos, allá en Ayacucho.
 
A mí, como todos los dichos que de tanto repetir pasan a ser supuestos axiomas, jamás me pareció cierta la idea de que nunca es tarde para estudiar, pero el caso de Lurgio me sale al frente y me estalla en la cara. A la edad que todos terminan sus estudios secundarios, Lurgio recién empezó su educación formal. En el Ejército inició de cero; destacó. Luego, en los años que estuvo de novicio franciscano, vivió dedicado al estudio y a la reflexión, aunque sin descuidar su labor misionera. Colgó los hábitos y así murió por cuarta vez, pero volvió a resucitar, ahora para dedicarse a la vida universitaria. Estudió antropología en la Universidad de Huamanga y hoy es candidato a doctor por la Universidad Iberoamericana de México. Todo esto lo cuenta en su libro.
 
Los peruanos tienen que leer a Lurgio, sobre todo los escolares. Los profesores, en vez de darles a sus alumnos libros de Cuauhtémoc Sánchez y echarles a perder el gusto por la buena literatura, deberían incorporar en sus planes de lectura Memorias de un soldado desconocido. Con él mermarían grandemente la ignorancia que sobre el terrorismo muestran muchos estudiantes, que ni siquiera saben quién fue Abimael Guzmán.
 
Y para aquellos que ya hayan leído el libro de Gavilán y busquen textos similares, testimoniales, que muestren las atrocidades que los seres humanos somos capaces de cometer, les recomiendo tres trabajos parecidos: Yo me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia, de Elizabeth Burgos; Informe del viaje al Congo, de Roger Casement; y Biografía de un cimarrón, de Miguel Barnet. He llorado leyendo estos tres libros.
 
Pero lo que les quería contar, caros lectores, es otra cosa. Lurgio estuvo hace unos días en Arequipa. Yudio Cruz, Percy Prado y yo lo visitamos en su hotel. Gavilán es un buen conversador; sencillo, amable, franco; parece un asceta; su tonito de voz sacerdotal inspira confianza y ternura. Concedió una entrevista a diario Correo que vale la pena volverla a leer; la pueden encontrar en este blog: yudiocruz.blogspot.com.


José Manuel Coaguila

miércoles, 5 de junio de 2013

El dinero


Dicen que el amor y el odio se parecen mucho, y es tanto el parecido que muchas veces, en realidad, amamos cuando creemos odiar. El verdadero enemigo del amor, por tanto, no sería el odio, sino la indiferencia. Amar a alguien u odiarlo, con las actitudes que estos sentimientos conllevan, es reafirmar la existencia de la persona a la que tales sentimientos se refieren, pero ser indiferente es eliminarla socialmente, y esto es lo más doloroso para nosotros, seres hechos no solo de carne y hueso, sino también de miradas ajenas.
 
Con las cosas pasa algo parecido. Despreciar algo es, a veces y muy en el fondo, desearlo. Entre las tantas ideas equivocadas de los libros de autoayuda figura una que cuestiono mucho, y es esta de que el dinero no da la felicidad. Sí, claro, no da la felicidad, como nada en este mundo de una manera exclusiva. Además, puedes tenerlo todo y ser infeliz, que la naturaleza nos ha hecho insatisfechos por antonomasia. Pero a lo que iba era a esto, que está muy de moda, de decir que no nos importa el dinero. ¡Se ve tan falso! Y quienes lo dicen son mayormente gente adinerada. Yo creo que el desprecio público es un amor furtivo. En realidad, esta pose es un lujo que solo se pueden dar los ricos (o los tontos).
 
El dinero da la felicidad, ¡pero te hace todo tan fácil! Es cierto, no lo compra todo, pero tampoco el amor, así es que no hay por qué hacer tantas diferencias. Dejemos ya de ser hipócritas, que a todos nos gusta la plata, y quien diga que no, que todo lo que le sobre se lo dé a los que piensan como yo. Y en esto me hubieran respaldado José Santos Chocano, Roberto Arlt y Marcel Proust, solo por citar a algunos hombres de letras, escritores que, valgan verdades, tocaron extremos en cuanto a esto del amor por el dinero.
 
Chocano llegó a hacer excavaciones en Santiago de Chile buscando el tesoro perdido de los jesuitas. «Los vecinos […] —cuenta Luis Alberto Sánchez— recuerdan que Chocano recorría, hora tras hora, los escombros abiertos y esparcidos en la esquina de San Antonio con Mapocho. Vano pugnar. Al cabo nada salió del seno de la tierra. Los escavadores [sic] volvieron a suturar las heridas abiertas en aceras y calzadas; y, sobre la gran cicatriz del pavimento, ladró largamente, a la sordina, la penúltima espectativa [sic] de riqueza de José Santos Chocano…»
 
Jorge Luis Borges ha dicho de Roberto Arlt: «Era muy ingenuo. Se dejaba engañar por cualquier plan para ganar mucha plata, por descabellado que fuera, a condición de que hubiera en él algo deshonesto. Por ejemplo, se interesó mucho en el proyecto para instalar una feria para rematar caballos, en Avellaneda. El verdadero negocio consistiría en que clandestinamente cortarían las colas de los caballos, venderían la cerda y ganarían millones. Un negocio adicional: con las costras de las mataduras del lomo fabricarían un insecticida infalible.»
 
Y por último Proust, que se dejó convencer por el ingeniero químico Henri Lemoine e invirtió una buena cantidad de dinero en un proyecto descabellado: fabricar diamantes a partir del carbón. La estafa quedó al descubierto, Lemoine fue a la cárcel y Proust aprovechó la ocasión para escribir un estupendo libro sobre el asunto.
 
Odiar quizá sea una forma de amar. Despreciar el dinero tal vez sea una forma de avaricia. Yo no odio ni desprecio nada.
 
José Manuel Coaguila

lunes, 20 de mayo de 2013

El siguiente es el artículo del alcalde Alfredo Zegarra que tanto cuestioné en mi columna de diario Correo:

Guerra en Irak: No… la guerra es con nosotros

Muchos nos preguntamos, si realmente las guerras que matan a muchos hermanos tienen su origen en mentes cerradas y corazones duros, ¿Qué tienen que ver los inocentes que pelean, sin saber si realmente vale la pena los actos heroicos a que son sometidos y todo porque a los gobernantes se les ocurre enfrentar naciones enteras para obtener beneficios propios?.
 
La verdadera razón está en la expresión externa de lo que pasa en nuestra conciencia interior, por lo que la primera guerra es con nosotros mismos, la guerra es la falta de amor, es la ausencia de esa fuerza viva integradora, coherente, sensible y afectiva que mora en cada uno de nuestros corazones.
 
Es ignorancia no saber que el amor hacia los demás es parte de nuestra humanidad viva, es dejar sentir a cada uno dentro de uno. La guerra interior tiene armas tanto o más letales que los misiles, sus armas son el odio, el orgullo, los celos, el rencor, el resentimiento, la envidia, el egoísmo, etc.; cual infernal maquinaria de donde nace toda la violencia, que es nuestro mundo afectivo interior que luego se refleja en nuestras relaciones con los demás.
 
El enemigo no es tu hermano a quien tienes que matar eres tú mismo con el que tienes que luchar. Muertos no solo son los caídos en acción en los frentes de batalla, muertos son los indiferentes que son ajenos al dolor y al sufrimiento, aquellos que se lavan las manos y solo se dedican a criticar, echando la culpa a otros de sus propios fracasos y creen que la guerra no es con uno, sino con los demás, por lo que para estar en paz deben ganar su propia guerra, dejando aflorar sus sentimientos nobles.
 
Heridos no son los miles de civiles alcanzados por las bombas y los misiles, heridos estamos nosotros los que hemos perdido la integridad y la cualidad de ser humanos la cual aún estamos a tiempo de recuperar, si nos lo proponemos.
 
Refugiado no es aquel que pierde su hogar, o aquel que vaga de país en país sin rumbo fijo, refugiado es aquel que pierde sus virtudes, los valores, la autoestima y la ética humana, por lo que la verdadera batalla no está en un país lejano está en nosotros mismos, en nuestro hogar, en el trabajo, en la ciudad, en nuestra nación, por lo que traficante no es aquel que vende armas es aquel que vende su conciencia, su inocencia, su integridad y su humildad al mejor postor.
 
Si tomamos en cuenta todo lo anteriormente manifestado llegaremos a la conclusión que debemos ser guerreros, pero guerreros de la luz que vayamos al frente de batalla para derrotar la oscuridad que nos llena de tinieblas el corazón y el alma, invadamos la tierra del mal y la ignorancia con tropas que solo sean de amor y sabiduría, lancemos misiles de compasión y comprensión sin ninguna tregua, instauremos un gobierno que sea expresión de justicia y equidad, que reflejen en toda su magnitud el corazón humano. De esa manera al final no habrá vencedores ni vencidos, ni muertos ni heridos, solo habrá hermanos viviendo como humanos dejando que aflore en cada momento el afecto y el amor como sublime expresión de la misericordia de Dios.

...para los líderes de Arequipa

con afecto

Dr. Alfredo Zegarra Tejada


[Artículo aparecido en el Boletín Informativo AQP HOY, de la Municipalidad Provincial de Arequipa, diciembre de 2012.]
 
 

El alcalde Zegarra y Nostradamus


El alcalde Alfredo Zegarra ha escrito con un estilo bárbaro, con una ignorancia supina de las normas más elementales de la gramática y la ortografía. Y esto se le puede perdonar, pero no la cursilería y lo bombástico de su prosa, tan pobre y disparatada. Lo he leído y he sentido vergüenza ajena; también piedad. Si Zegarra hubiera vivido en tiempos del emperador romano Calígula, habría pagado muy caro la osadía de firmar un mamarracho así. En efecto, cuenta Suetonio, en Los doce césares, que «el autor de una poesía fue quemado de orden suya [de Calígula] en el anfiteatro por un verso equívoco.» En verdad, textos como el de Zegarra merecen críticos así.
 
Y que no piense el lector que ando detrás de lo que escribe el alcalde. Yo no lo he buscado; él me ha encontrado. El último viernes me regalaron en la calle el boletín informativo de la Municipalidad Provincial de Arequipa titulado AQP HOY. Es de diciembre del 2012, pero lo siguen repartiendo. Allí, en la página dos, aparece el artículo de Zegarra titulado «Guerra en Irak: No… la guerra es con nosotros» —¡qué nombre para más bobalicón!—. Después de leerlo uno se pregunta, cariacontecido, si votó por él.
 
¿De qué cerebro pudo haber salido una cosa así?, ¿de dónde tanta pobreza de pensamiento?, ¿de dónde tanta barbaridad léxica? Me resisto a creerlo. Pienso en hombres como Augusto Monterroso, Juan José Arreola y Paco Umbral, que ni siquiera acabaron sus estudios primarios pero que escribieron maravillosamente. Ahora pienso en Zegarra, un doctor. ¡Qué contraste!
 
El alcalde empieza así su artículo: «Muchos nos preguntamos, si realmente las guerras que matan a muchos hermanos tienen su origen en mentes cerradas y corazones duros, ¿Qué tienen que ver los inocentes que pelean, sin saber si realmente vale la pena los actos heroicos a que son sometidos y todo porque a los gobernantes se les ocurre enfrentar naciones enteras para obtener beneficios propios?.» Aunque les parezca increíble, este es el mejor párrafo de Zegarra. Veamos: ¿Coma después de «preguntamos», de «duros» y de «pelean»? ¿Punto después del signo interrogativo de cierre? Niños de primaria: ¿Las preguntas siempre se inician con mayúscula? Sigamos viendo: …Pone «vale la pena» en vez de «valen la pena». ¿Muchos?, ¿quién se cuestiona si realmente las guerras tienen su origen en mentes cerradas y corazones duros?; además, ni modo que se originen en mentes tolerantes y corazones bondadosos. ¿Actos heroicos a los que son sometidos?, ¿el heroísmo puede ser fruto de una obligación? No sigo por falta de espacio, pero le advierto, querido lector, que después viene lo peor: pésima puntuación, anacolutos, pleonasmos innecesarios, circunloquios enloquecedores. Si desea hacer penitencia, lea el texto completo de Zegarra en mi blog: jmcoaguila.blogspot.com.
 
Ahora, ¿qué quiso decir Zegarra en este párrafo? Ni los intérpretes de Nostradamus podrían decirlo, y eso que ambos son igual de oscuros.
 
 
Nostradamus publicó Las centurias en 1555; allí están todas las profecías que se le atribuyen. Arturo Uslar-Pietri ha dicho de este libro: «En el texto original […] es muy oscuro el lenguaje. La expresión es generalmente simbólica […]. Luego la construcción […] es anómala, y esto parece, y es lo que creen la mayoría de las gentes de hoy, que Nostradamus seguía un procedimiento que consistía en escribir primero en francés, luego hacer una traducción latina, y de este texto latino hacer una traducción literal al francés, con lo cual resulta una sintaxis mucho más oscura y difícil. De modo que, añadida al simbolismo, esta sintaxis aumentaba la oscuridad.» Algo similar podría decirse de la prosa de Zegarra. ¿Qué otra explicación puede haber?
 
José Manuel Coaguila

lunes, 13 de mayo de 2013

La Verdad y la mujer


La Verdad se parece a la mujer: la mitificamos mucho. Los encantos de una dama pueden ser fatales; los de la Verdad también. La Verdad, como la mujer, nos tienta siempre: provoca decirla. La mujer, como la Verdad, es incomprensible y compleja. La Verdad, al igual que la Justicia y la Libertad, está representada por una mujer. Las dos protagonizan un mandamiento de la ley de Dios. La mujer, comparada con el varón, muy pocas veces da un paso atrás en sus decisiones; la Verdad, por su parte, comparada con la Mentira, va borrando el camino por donde pasa. Ambas, mujer y Verdad, se parecen mucho, pero pocas veces caminan de la mano.
 
Amar a una mujer es peligroso; prendarse y prenderse de la Verdad, ceñirse siempre a ella, también. A los hombres, sobre todo cuando niños, se les enseña una gran mentira: «Hay que decir siempre la verdad», como si se pudiera, como si en todo momento fuese necesario y bueno hacerlo. Si a alguien se le ocurriese ir por la vida diciendo siempre la verdad, sembraría dolor, tristeza y destrucción. Hay cosas que no se pueden ni se deben decir. La señora Mentira es pacífica; la Verdad es incendiaria. Graham Greene ha dicho una verdad que, valga la redundancia, duele: «La verdad jamás le ha valido de nada al ser humano. La búsqueda de la verdad es cosa de filósofos y matemáticos. En las relaciones humanas, la bondad y las mentiras valen lo que mil verdades juntas».
 
Dice la ley de Dios: «No darás falso testimonio ni mentirás». Esto es imposible y, más todavía, nocivo. Lo mismo sucede con el «Ama a tu prójimo como a ti mismo», prédica divina que ya analizó Freud en El malestar en la cultura. Es imposible no mentir, decía, porque, además, la verdad no solo es un discurso verbal. La boca no monopoliza las mentiras, estas son propiedad común de todas las partes del cuerpo. Milan Kundera ha escrito en su novela La insoportable levedad del ser: «…vivir en la verdad, no mentirse a uno mismo, ni mentir a los demás, sólo es posible en el supuesto de que vivamos sin público. En cuanto hay alguien que observe nuestra actuación, nos adaptamos, queriendo o sin querer, a los ojos que nos miran y ya nada de lo que hacemos es verdad.» Pero la mujer exagera, a veces se maquilla en exceso.
 
La mujer, como el varón, miente, y creo que nadie lo hace mejor; mas también dice verdades. Ya he expuesto que la Verdad y la mujer se parecen mucho y que, sin embargo, pocas veces caminan de la mano. Es cierto, no se ven muy seguido, pero cuando se encuentran son muy destructivas. Las mujeres son expertas en herir con las palabras; los hombres, con los puños. Una mujer le dice a su chico «ya no te quiero», y este, furioso, golpea con su puño la pared. Las heridas de la mano sanarán pronto, pero las del alma quizá nunca.
 
«Se puede querer a alguien y de pronto desestimarlo y hasta detestarlo —ha escrito Ernesto Sabato—. Y si cuando lo desestimamos cometemos el error de decírselo, eso es una verdad momentánea, que no será más verdad dentro de una hora o al otro día, o en otras circunstancias. Y en cambio el ser a quien se la dijimos creerá que esa es la verdad, la verdad para siempre y desde siempre. Y se hundirá en la desesperación.»
 
Las verdades en las relaciones humanas casi siempre son momentáneas, pero destructivas. Las mujeres y el amor también.
 
José Manuel Coaguila
 

jueves, 2 de mayo de 2013

Víctor Hurtado Oviedo


Las cosas siempre se miran mejor si nos asiste la distancia prudencial de los años; es decir, si miramos hacia atrás desde un podio en cuya base diga, por ejemplo, «50 años después». De aquí a unas décadas, seguramente nos sorprenderá, se me ocurre, saber que existió un tiempo en que viajábamos en combi, que hubo gente que se moría por falta de dinero y que tomábamos gaseosa. Los que todavía lean libros impresos se asombrarán de que en estos tiempos haya habido tantos; pero de lo más, del disimulado y casi desapercibido paso por esta vida de uno de los escritores más exquisitos de las letras peruanas: Víctor Hurtado Oviedo.

Este hombre, de más de 60 años de edad, ha dedicado muchos años de su vida al periodismo, y gracias a ello podemos hoy disfrutar de sus escritos, que en realidad son pocos, pero suficientes para mostrarnos el gran talento que posee. Hurtado solo ha publicado un libro (primero se llamó Pago de letras, luego creció más y pasó a denominarse Otras disquisiciones), que ni siquiera fue pensado como tal, pues contiene artículos y ensayos que escribió para medios escritos cada vez que tuvo que hacerlo, y digo «tuvo» porque a él no le gusta escribir. «Yo no escribo —me ha dicho—, a mí no me gusta escribir, detesto hacerlo, yo daría cualquier cosa para no escribir, pero, paradójicamente, muchos años yo he vivido de ello».

Hurtado Oviedo es un limeño que desde hace más de 20 años radica en Costa Rica; allí es uno de los editores del diario La Nación. De él se han dichos cosas como: «Víctor Hurtado Oviedo es el Ronaldinho Gaucho puesto en la Literatura», «Quien no admira a Víctor Hurtado es porque no lo conoce», «Joven lector: si tu ídolo actual en prosa no conoce a Víctor Hurtado Oviedo, entonces cambia de ídolo. Estás perdiendo el tiempo». Y todo esto se ajusta tanto a la realidad, que ya parece un corsé. Yo agregaría: Leer a Hurtado es como viajar en un carro nuevo recién comprado: ¡te sientes tan cómodo!

«De tener yo una poética —ha escrito don Víctor—, cabría en dos frases: ‘Ninguna línea sin figura, ninguna línea sin idea’. El ensueño de mis sueños es una prosa de aluminio: ligera y brillante». Esto es lo más exacto que yo he leído acerca de la prosa de Hurtado; lástima que haya sido él mismo quien lo haya dicho, y todavía en condicional y en forma desiderativa. En efecto, sus escritos son calidad concentrada, nada sobra, nada está de más; no hay frases huecas, vacías; es como sí ya antes él las hubiese eliminado. Sus figuras retóricas y su humor son insuperables. El domingo, cuando conversábamos, le dije: A mí me parece que sus artículos tienen más de literatura que de cualquier otra cosa; ¿por qué nunca ha escrito poesía, cuentos, novelas?; ¡se le haría tan fácil! Hurtado, como un niño a quien le compran el juguete que él no ha pedido, dijo: No es lo mío. Pero lo intentó, le replico. Sí, intenté escribir una novela, pero el computador me la borró dos veces; entonces me dije: ¡esta máquina debe tener un programa de crítica literaria!... y abandoné el proyecto.
 
Hay que leer a Hurtado. Su prosa hace con nuestra mente lo que los caramelos de menta con nuestra boca; su humor es tan fino, que todo lo que toca, lo corta como mantequilla; y hace tan buena magia con las palabras, que, después de leerlo, los demás escritores desaparecen. Hay que leer a Hurtado, repito, y darle dentro de las letras peruanas el lugar privilegiado que se merece. Que ya no sea una sorpresa descubrirlo, sobre todo mañana.
 
José Manuel Coaguila