Crónica de un encuentro
Una
cuestión personal
Cree
que también soy uno de ellos. Antes de despedirnos definitivamente,
mientras vamos hacia la puerta que da a la calle, me lo da a
entender. Quisiera explicarle que no es así, pero sería extenderme
demasiado (él no escucha muy bien). Durante toda la entrevista he
tratado de ser conciso —nada de ambages y añadidos—, pues había
que hablarle fuerte, casi gritando, y así uno no puede preguntar a
sus anchas, sino solo decir poco menos que lo necesario. Y ahora, en
la despedida, no va a ser diferente.
Si
la situación hubiera sido distinta, le hubiera aclarado,
confesado sería el término preciso, que lo del aniversario de
Arequipa fue solo un pretexto para conocerlo, que no quisiera que
piense que soy uno más de esos periodistas que vienen a visitarlo
solo por estas fechas, demostrando, con ello, que son más las
circunstancias que la admiración por el cantante lo que los ha
llevado a él. No, don Víctor Dávalos. No es así. Yo, que siempre
he cantado Gitana, Fatalidad, Quisiera; que he
admirado como nadie su portentosa y fina voz; que he bailado, a solas
para no hacer el ridículo, La Benita, La traidora,
Montonero arequipeño, En el campo hay una flor, No
se puede, sí se puede; y, cómo no, querido más esta tierra
escuchando Ciudad Blanca y El regreso, yo, decía, lo
admiro verdaderamente.
El
olvido y las canciones
No
sé por qué, pero lo primero que le pregunté fue si todavía
cantaba, o sea, me expliqué —rápidamente caí en la cuenta de que
la pregunta estaba mal hecha—, si todavía hacía presentaciones,
si aún daba conciertos, sobre todo en estas fechas. Hace ya dos o
tres años que la municipalidad no me llama, prefieren contratar a
grupos de rock, de salsa, a foráneos, hijito, me dice. Noto entonces
que su voz está intacta, la reconozco, es la misma que he estado
escuchando todos estos días, delgada pero maciza, elegante,
melodiosa. Me digo a mí mismo, entonces, como si recién me estaría
convenciendo de ello, que sí, que sí es él, Víctor Dávalos
Salazar, la primera voz del dúo Los Dávalos. Hay un silencio. Soy
yo quien tiene que hablar ¿no? Y qué me dice de la canción Ciudad
Blanca, don Víctor, le digo, y salgo del embarazo. Entonces él
empieza a cantarla (Oh linda Arequipa, la novia adorada, que
bella y esbelta te veo al pasar con tu prometido, el Misti
dormido…) —su voz es llorona, quebrada—; luego deja de
cantar y se queda callado por un buen rato. Pienso que ya no va a
decir nada más, que quizá haya creído que le pedí que cantara
Ciudad Blanca. Empiezo a decir algo pero él me interrumpe:
Esa canción la compuso Rafael Otero López, piurano él, muy amigo
mío y de José [su hermano, con quien formó Los Dávalos].
Rafaelito, cuando compuso ese tema, no conocía Arequipa. Increíble,
¿no? Claro, yo lo guié un poco, pero el mérito es de él; era un
gran compositor.
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Víctor Dávalos Salazar, primera voz del dúo Los Dávalos. |
¿Y
Gitana?, pregunto. ¡Ah, Gitana!, una bonita canción,
dice. Empiezo a cantar tontamente, fuerte, como para que me escuche
bien: Gitana, tú que sabes de la suerte, quiero que me digas,
cierta, si no volverá jamás; toma mi mano temblorosa y lee
presurosa mi destino fatal… Me mira fijamente. Me sonrojo. Ahora
solo tarareo la canción. Sus ojos, detrás de esos gruesísimos
lentes, se ven inmensos, aunque no tanto como lo veo yo a él. Me
callo. Gitana la compuso Héctor Torres, le decían «El
diablo»; él fue el único compositor que vino desde Lima para el
entierro de José… tomaba siempre sus traguitos; decía: «¡Yo voy
a acabar con el trago porque el trago acabó con mi papá!»; me
cuenta entre risas.
...El
regreso lo grabamos en Los Ángeles, refiere. Una canción así
tenía que haberse hecho fuera, pienso. ¿Y El montonero?
Claro, cómo no, esa la grabamos con Óscar Avilés.
Los
amigos de siempre
José,
su hermano, la segunda voz y guitarra del dúo, fue su mejor amigo.
Falleció hace casi diez años pero don Víctor habla de él como si
estuviera vivo y, cuando no, como si solo hubiera muerto ayer, con
alegría y con tristeza. José, me cuenta, cocina muy bien (así, en
presente, y esto no es una simple equivocación, no, señores, es una
forma de resistirse a la muerte, lo noto en sus ojos); cuando
salíamos fuera del país y le preguntaban de qué país
era —continúa—, él decía que era de Arequipa; fue el mejor
hermano que pude tener; murió en Estado Unidos; sus hijos querían
enterrarlo en Lima, pero mi hija María Antonieta y yo hicimos todo
lo posible para traerlo y enterrarlo acá; es que él mismo me pidió
que lo enterraran en su tierra; me hizo prometérselo.
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José y Víctor Dávalos. |
Lo
noto triste, así es que le cambio el tema. Ahora me cuenta que grabó
con Jesús Vásquez, su gran amiga, y que precisamente fue por ella
que llegó a EE.UU. Todos los cantantes siempre toman su traguito
antes de cantar, me dice a propósito de una pregunta que le hice;
José respetaba religiosamente esa costumbre (vuelve a hablar de él),
ríe; Jesús también hacía ello; tomaba su tanganazo, así
le llamaba, una mezcla de gaseosa con ron; bueno, pues, sucede que un
día la señora se olvida de traer su trago, y cuando salió a cantar
le salieron cinco gallos, ¡a Jesús Vásquez, hijito, imagínate!;
son supersticiones, yo no creo en eso, yo cantaba nomás...
...Augusto
Polo Campos siempre fue mi amigo, hasta ahora; yo lo recuerdo con
mucho cariño; hemos vivido muchas cosas juntos. Don Víctor, le
digo, ¿alguna anécdota con él? Muchas, hijito, muchas. Una que
recuerde, insisto. Ahora habla lentamente y en un tono más bajo, ni
siquiera articula bien las palabras, como si lo que dijera no tendría
ninguna importancia. Yo sé que ello es porque está pensando en otra
cosa, que su mente busca en el escurridizo pasado algo que valga la
pena contarse, por eso no lo interrumpo. Estábamos Augusto, Lucas
Borja, segunda voz de los Romanceros Criollos, compositor de la
canción Amorcito, otro más y yo caminando por La victoria,
en Lima —comienza a contar—; entonces, Augusto pregunta si
queríamos ir a comer; ¿tienes plata?, le digo; ¡claro pues!,
¡vamos, yo invito!, me contesta, y todos nos fuimos a un chifa; ese
día comimos como ricos, como nunca; ya estábamos por terminar —se
ríe— cuando en eso Lucas Borja y Augusto empiezan a discutir no sé
de qué; la discusión se torna cada vez más violenta; yo traté de
calmarlos, pero nada, seguían discutiendo; hasta que Augusto saca
una pistola y apunta a la cabeza de Lucas; todos nos asustamos; los
dueños, unos chinos, se acercaron a nuestra mesa y empezaron a
gritar: «¡Pala, pala, pala! ¡No, no, no! ¡Aquí no! ¡Aquí no
mata homble! ¡A la calle! ¡Afuela! ¡Fuela, fuela, fuela…!»; nos
echaron a empujones; y a una cuadra de distancia, Augusto, pícaro
él, nos dice: «Ya ven, comimos gratis». Hace mucho que no me reía
así; Víctor también ríe.
Recuerda
también con mucho cariño a Paco y Genaro, Los Kipus. Me cuenta una
anécdota de Maritza Rodríguez, pero prefiero guardármela para mí
solo.
Tristezas
y alegrías
Ha
estado buenos años en Estado Unidos, casi la mitad de su carrera.
Por qué se fue, don Víctor, le pregunto. Porque me convenía
económicamente, hijito; allá ganaba más; nos presentábamos en
todo sitio, hasta en universidades. Trata de mostrarse conforme, pero
después me confiesa que fue un gran error irse, que nunca debió
alejarse de su familia. Se pone triste.
...Todos
mis hijos cantan, mis nietos también —me dice—, eso me hace muy
feliz; estoy bien de salud, el Estado me pasa una pensión, tengo a
Dios en mi corazón, qué más puedo pedir; estoy muy agradecido con
todos; ¿que cómo quisiera que me recuerden?; «que me recuerden
como lo que soy, una persona que le cantó a su tierra, un feliz
esposo, un feliz padre; feliz de haber nacido en esta tierra,
Arequipa, que me gusta, que amo profundamente».
En
mi mente empieza a sonar El
regreso: …Cuando
yo muera que me entierren en tu suelo, y algún día bajo el cielo
unas flores crecerán, será mi alma asomándose a la vida desde mi
tierra querida para ver a mi volcán…
José Manuel Coaguila
* Crónica publicada en revista de diario Correo AQP (edición especial por el 472 aniversario de Arequipa), 15/08/2012.