martes, 28 de agosto de 2012

Más allá de lo evidente


En nuestra columna del 15 de agosto último hicimos mención, sin ahondar en detalles, de las facultades premonitorias de Vallejo; sin embargo, para que el lector se informe más sobre el asunto, recomendamos, esa vez, la lectura de Mi encuentro con César Vallejo, de Antenor Orrego. Esto viene al caso porque hace unos días recibimos un e-mail de Roberto Cárdenas, un lector nuestro, donde nos cuenta que justamente está realizando una investigación sobre el tema —en general, de las proclividades visionarias de los artistas— y que, no obstante su esfuerzo, le ha sido imposible encontrar el libro de Orrego. Cárdenas nos pide que, por favor, desarrollemos el tema en una columna.
 
Son famosos esos versos en los que Vallejo vaticina su final (Me moriré en París con aguacero,/ un día del cual tengo ya el recuerdo./ Me moriré en París —y no me corro—/ tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.), tanto, que han pasado muchas veces a ser la versión oficial de las circunstancias de su muerte. Orrego, amigo íntimo del poeta, cuenta que cierta vez, durmiendo con César en la misma habitación, despertó sobresaltado a los gritos angustiados de este. «Cuando abrí los ojos en la penumbra —refiere Antenor—, Vallejo estaba delante de mí, temblando como un azogado de la cabeza a los pies:
Acabo de verme en París —me dijo— con gentes desconocidas y, a mi lado, una mujer, también, desconocida. Mejor dicho, estaba muerto y he visto mi cadáver. Nadie lloraba por mí.»
Vallejo, según su propia confesión, tuvo esa visión, como muchas otras más, en plena vigilia, o sea despierto.
 
Mi Encuentro Con Cesar Vallejo
 
Por otra parte, seguramente estará enterado nuestro amigo Roberto de lo que dice Aristóteles en su Poética con respecto al asunto que nos ocupa: «el historiador y el poeta no difieren por decir las cosas en verso o no […]; sino que difieren en que uno dice lo que ha ocurrido y el otro lo que podría ocurrir.» Este podría ser un buen punto de partida de su investigación, señor Cárdenas. Además, le recomendaría la lectura de Psicología y poesía, de Carl G. Jung, y el pequeño ensayo Sobre la existencia del infierno, de Ernesto Sabato.
 
Según Sabato, el instinto premonitorio del artista, la visión profética, suele caracterizarlo, si no siempre, al menos en momentos excepcionales, y aquí concuerda con Jung, quien considera creaciones visionarias algunas obras literarias, partes de obras literarias, la totalidad de la producción de algunos autores y, por último, obras no literarias. Veamos pues, por ejemplo, el increíble caso del pintor Víctor Brauner, contado por el mismo Sabato: «En una fiesta que se llevaba a cabo en un atelier de pintura, [Oscar] Domínguez, borracho y enfurecido, arrojó un vaso contra uno de los asistentes; pero al lograr éste esquivarlo, el vaso dio en la cara del pintor Víctor Brauner, arrancándole el ojo. Lo asombroso es que Víctor Brauner venía pintando una serie de rostros con ojos pinchados o arrancados y, si mal no recuerdo, un autorretrato con una flecha clavada en su ojo derecho, de la que colgaba la letra D.» Increíble, pero cierto.
 
 
José Manuel Coaguila

miércoles, 22 de agosto de 2012

La vida no es una telenovela


Hace algunos años le escribí, vía e-mail, a una amiga que se lamentaba de su mala suerte: «M., en la vida no hay merecimientos. La existencia humana no tiene lógica, no funciona lógicamente, es decir, las cosas no siempre suceden como se espera; estoy totalmente convencido de ello. […] Así es que no te tortures diciendo que mereces todo ese sufrimiento, pues si hubieras actuado de una forma distinta, si borraras del pasado los errores cometidos, las cosas quizá hubieran resultado igual de trágicas.»
 
Recuerdo esto a propósito de haber leído, hace unos días nomás, gran parte de Aladino o vida y obra de José Santos Chocano, de Luis Alberto Sánchez, un libro que, soy sincero, leí, más que por la admiración al poeta o a su poesía, por puro morbo. Chocano ha sido seguramente el escritor más odiado y querido de todos los que han nacido en esta tierra. Su temperamento, sus poses, su egolatría siempre me sedujeron. Ahora, que lo conozco más, pienso que su vida, sobre todo su muerte, quizá sea la representación más fiel de la existencia humana.
José Santos Chocano
Pero ocupémonos solamente de su final. Chocano murió de una manera inesperada, absurda, ilógica. De repente, en el tranvía, un demente le clava un puñal en el pecho y ¡zas!, se acabó todo. Si su vida hubiera sido una película, de hecho, con ese fin, los espectadores de telenovelas se hubieran ido turbados y descontentos, pero no los lectores de buena literatura.
 
Nada más lejos de la realidad que las telenovelas, grandes responsables de que los fracasos humanos adquieran una magnitud que en realidad no tienen. La vida es pues diferente. El «vivieron felices para siempre» no existe; los finales también son desgraciados e ilógicos. Habrá veces que no tendremos lo que merecemos, y otras, mucho peor. ¡Esta es la verdadera vida!
 
Los que han visto La rosa púrpura del Cairo, la genial película de Woody Allen, podrán mirar en Tom Baxter a mucha gente.
 
Las telenovelas, muchísimo más que las películas, han pasado a ser la vida misma, y todos viven según sus reglas, bonitas, es verdad, pero trágicas cuando se estrellan contra la realidad.
 
Volviendo a Chocano y a su muerte, y ya que hemos hablado de cine, pues no podemos dejar de mencionar la estupenda película No country for old men (conocida en Hispanoamérica con el nombre de Sin lugar para los débiles), ganadora de cuatro premios Óscar, incluido el de mejor película, en el 2007. Un tipo encuentra un maletín lleno de dinero, que pertenece a unos contrabandistas; lo persiguen por ello, pero él, poniendo en serio riesgo su vida, se rehúsa a devolverlo. Sus perseguidores, muchas veces a punto de atraparlo, al final quedan rezagados y maltrechos, y abandonan la empresa. Llewellyn Moss, el del maletín, el invencible, después de tanto trabajo y sacrificio, de poner en juego su existencia y la de los suyos, en la parte final de la película, parece haber vencido. Sin embargo, de pronto, aparecen de la nada unos pandilleros que le roban el maletín y lo matan. Así de fácil, así de tonto. Claro, muchos dicen «¡qué final para más absurdo!» Pero, ¿acaso no es así la vida?
 
 
 
José Manuel Coaguila

jueves, 16 de agosto de 2012

Víctor Dávalos, el arequipeñismo hecho música*

Crónica de un encuentro


Una cuestión personal
Cree que también soy uno de ellos. Antes de despedirnos definitivamente, mientras vamos hacia la puerta que da a la calle, me lo da a entender. Quisiera explicarle que no es así, pero sería extenderme demasiado (él no escucha muy bien). Durante toda la entrevista he tratado de ser conciso —nada de ambages y añadidos—, pues había que hablarle fuerte, casi gritando, y así uno no puede preguntar a sus anchas, sino solo decir poco menos que lo necesario. Y ahora, en la despedida, no va a ser diferente.

Si la situación hubiera sido distinta, le hubiera aclarado, confesado sería el término preciso, que lo del aniversario de Arequipa fue solo un pretexto para conocerlo, que no quisiera que piense que soy uno más de esos periodistas que vienen a visitarlo solo por estas fechas, demostrando, con ello, que son más las circunstancias que la admiración por el cantante lo que los ha llevado a él. No, don Víctor Dávalos. No es así. Yo, que siempre he cantado Gitana, Fatalidad, Quisiera; que he admirado como nadie su portentosa y fina voz; que he bailado, a solas para no hacer el ridículo, La Benita, La traidora, Montonero arequipeño, En el campo hay una flor, No se puede, sí se puede; y, cómo no, querido más esta tierra escuchando Ciudad Blanca y El regreso, yo, decía, lo admiro verdaderamente.

El olvido y las canciones
No sé por qué, pero lo primero que le pregunté fue si todavía cantaba, o sea, me expliqué —rápidamente caí en la cuenta de que la pregunta estaba mal hecha—, si todavía hacía presentaciones, si aún daba conciertos, sobre todo en estas fechas. Hace ya dos o tres años que la municipalidad no me llama, prefieren contratar a grupos de rock, de salsa, a foráneos, hijito, me dice. Noto entonces que su voz está intacta, la reconozco, es la misma que he estado escuchando todos estos días, delgada pero maciza, elegante, melodiosa. Me digo a mí mismo, entonces, como si recién me estaría convenciendo de ello, que sí, que sí es él, Víctor Dávalos Salazar, la primera voz del dúo Los Dávalos. Hay un silencio. Soy yo quien tiene que hablar ¿no? Y qué me dice de la canción Ciudad Blanca, don Víctor, le digo, y salgo del embarazo. Entonces él empieza a cantarla (Oh linda Arequipa, la novia adorada, que bella y esbelta te veo al pasar con tu prometido, el Misti dormido…) —su voz es llorona, quebrada—; luego deja de cantar y se queda callado por un buen rato. Pienso que ya no va a decir nada más, que quizá haya creído que le pedí que cantara Ciudad Blanca. Empiezo a decir algo pero él me interrumpe: Esa canción la compuso Rafael Otero López, piurano él, muy amigo mío y de José [su hermano, con quien formó Los Dávalos]. Rafaelito, cuando compuso ese tema, no conocía Arequipa. Increíble, ¿no? Claro, yo lo guié un poco, pero el mérito es de él; era un gran compositor.

Víctor Dávalos Salazar, primera voz del dúo Los Dávalos.

¿Y Gitana?, pregunto. ¡Ah, Gitana!, una bonita canción, dice. Empiezo a cantar tontamente, fuerte, como para que me escuche bien: Gitana, tú que sabes de la suerte, quiero que me digas, cierta, si no volverá jamás; toma mi mano temblorosa y lee presurosa mi destino fatal… Me mira fijamente. Me sonrojo. Ahora solo tarareo la canción. Sus ojos, detrás de esos gruesísimos lentes, se ven inmensos, aunque no tanto como lo veo yo a él. Me callo. Gitana la compuso Héctor Torres, le decían «El diablo»; él fue el único compositor que vino desde Lima para el entierro de José… tomaba siempre sus traguitos; decía: «¡Yo voy a acabar con el trago porque el trago acabó con mi papá!»; me cuenta entre risas.

...El regreso lo grabamos en Los Ángeles, refiere. Una canción así tenía que haberse hecho fuera, pienso. ¿Y El montonero? Claro, cómo no, esa la grabamos con Óscar Avilés.

Los amigos de siempre
José, su hermano, la segunda voz y guitarra del dúo, fue su mejor amigo. Falleció hace casi diez años pero don Víctor habla de él como si estuviera vivo y, cuando no, como si solo hubiera muerto ayer, con alegría y con tristeza. José, me cuenta, cocina muy bien (así, en presente, y esto no es una simple equivocación, no, señores, es una forma de resistirse a la muerte, lo noto en sus ojos); cuando salíamos fuera del país y le preguntaban de qué país era —continúa—, él decía que era de Arequipa; fue el mejor hermano que pude tener; murió en Estado Unidos; sus hijos querían enterrarlo en Lima, pero mi hija María Antonieta y yo hicimos todo lo posible para traerlo y enterrarlo acá; es que él mismo me pidió que lo enterraran en su tierra; me hizo prometérselo.

José y Víctor Dávalos.
Lo noto triste, así es que le cambio el tema. Ahora me cuenta que grabó con Jesús Vásquez, su gran amiga, y que precisamente fue por ella que llegó a EE.UU. Todos los cantantes siempre toman su traguito antes de cantar, me dice a propósito de una pregunta que le hice; José respetaba religiosamente esa costumbre (vuelve a hablar de él), ríe; Jesús también hacía ello; tomaba su tanganazo, así le llamaba, una mezcla de gaseosa con ron; bueno, pues, sucede que un día la señora se olvida de traer su trago, y cuando salió a cantar le salieron cinco gallos, ¡a Jesús Vásquez, hijito, imagínate!; son supersticiones, yo no creo en eso, yo cantaba nomás...

...Augusto Polo Campos siempre fue mi amigo, hasta ahora; yo lo recuerdo con mucho cariño; hemos vivido muchas cosas juntos. Don Víctor, le digo, ¿alguna anécdota con él? Muchas, hijito, muchas. Una que recuerde, insisto. Ahora habla lentamente y en un tono más bajo, ni siquiera articula bien las palabras, como si lo que dijera no tendría ninguna importancia. Yo sé que ello es porque está pensando en otra cosa, que su mente busca en el escurridizo pasado algo que valga la pena contarse, por eso no lo interrumpo. Estábamos Augusto, Lucas Borja, segunda voz de los Romanceros Criollos, compositor de la canción Amorcito, otro más y yo caminando por La victoria, en Lima —comienza a contar—; entonces, Augusto pregunta si queríamos ir a comer; ¿tienes plata?, le digo; ¡claro pues!, ¡vamos, yo invito!, me contesta, y todos nos fuimos a un chifa; ese día comimos como ricos, como nunca; ya estábamos por terminar —se ríe— cuando en eso Lucas Borja y Augusto empiezan a discutir no sé de qué; la discusión se torna cada vez más violenta; yo traté de calmarlos, pero nada, seguían discutiendo; hasta que Augusto saca una pistola y apunta a la cabeza de Lucas; todos nos asustamos; los dueños, unos chinos, se acercaron a nuestra mesa y empezaron a gritar: «¡Pala, pala, pala! ¡No, no, no! ¡Aquí no! ¡Aquí no mata homble! ¡A la calle! ¡Afuela! ¡Fuela, fuela, fuela…!»; nos echaron a empujones; y a una cuadra de distancia, Augusto, pícaro él, nos dice: «Ya ven, comimos gratis». Hace mucho que no me reía así; Víctor también ríe.

Recuerda también con mucho cariño a Paco y Genaro, Los Kipus. Me cuenta una anécdota de Maritza Rodríguez, pero prefiero guardármela para mí solo.

Tristezas y alegrías
Ha estado buenos años en Estado Unidos, casi la mitad de su carrera. Por qué se fue, don Víctor, le pregunto. Porque me convenía económicamente, hijito; allá ganaba más; nos presentábamos en todo sitio, hasta en universidades. Trata de mostrarse conforme, pero después me confiesa que fue un gran error irse, que nunca debió alejarse de su familia. Se pone triste.

...Todos mis hijos cantan, mis nietos también —me dice—, eso me hace muy feliz; estoy bien de salud, el Estado me pasa una pensión, tengo a Dios en mi corazón, qué más puedo pedir; estoy muy agradecido con todos; ¿que cómo quisiera que me recuerden?; «que me recuerden como lo que soy, una persona que le cantó a su tierra, un feliz esposo, un feliz padre; feliz de haber nacido en esta tierra, Arequipa, que me gusta, que amo profundamente».

En mi mente empieza a sonar El regreso: …Cuando yo muera que me entierren en tu suelo, y algún día bajo el cielo unas flores crecerán, será mi alma asomándose a la vida desde mi tierra querida para ver a mi volcán


José Manuel Coaguila


* Crónica publicada en revista de diario Correo AQP (edición especial por el 472 aniversario de Arequipa), 15/08/2012.

martes, 14 de agosto de 2012

Un Vallejo desconocido III

La relación Vallejo-Picasso, que muchos sentimos de otro mundo, impoluta, sobrehumana, reverencial, rodeada de un halo sagrado, de repente, en cuestión de segundos, se hace plenamente terrenal al enterarnos, según informó hace algunos años Efe, que Marina Picasso, nieta del pintor español, demandó a la universidad peruana César Vallejo por usar uno de los tres dibujos (el de perfil) que su abuelo hizo del poeta en 1938. La mujer, que interpuso su queja ante el Indecopi, pedía que la casa superior de estudios se abstenga de usar el apunte o pague 350.000 dólares por derechos de autor. Ante este hecho, la universidad decidió retirar la imagen de la discordia de sus claustros y convocar a un concurso de pintura para elegir un nuevo retrato del autor de Poemas humanos.

Yéndonos por otro lado, hace unos días volvimos a revisar Confieso que he vivido, libro de memorias de Pablo Neruda. Allí aparecen ciertos datos un tanto desconocidos sobre la vida de Vallejo. Hay dos para rescatar: la vez que los dos poetas se conocieron y la sumisión marital del vate peruano.
Cuenta Neruda: «Nos presentaron y, con su pulcro acento peruano, me dijo al saludarme: 
—Usted es el más grande de todos nuestros poetas. Sólo Rubén Darío se le puede comparar.
—Vallejo —le dije—, si quiere que seamos amigos nunca vuelva a decirme una cosa semejante. No sé dónde iríamos a parar si comenzamos a tratarnos como literatos.
[…] Desde ese mismo momento fuimos amigos verdaderos.»

Más adelante dice el chileno con respecto a la apariencia sombría de César: «Pero la verdad interior no era ésa. Yo lo vi muchas veces (especialmente cuando lográbamos arrancarlo de la dominación de su mujer, una francesa tiránica y presumida, hija de concierge), yo lo vi dar saltos escolares de alegría. Después volvía a su solemnidad y a su sumisión.»

Y hay muchísimas cosas más sobre la vida y obra de César Vallejo dignas de ser contadas, sobre todo si se desea conocer a profundidad la materia de la que estuvo hecho uno de los grandes poetas de la historia. Quedan en el tintero, por ejemplo, sus extrañas facultades premonitorias. Si quiere informarse sobre ello, lea Mi encuentro con César Vallejo, de Antenor Orrego.

Pero finalicemos este extenso artículo poniendo sobre el papel un hecho que tiene que ver con Arequipa, hoy 15 de agosto, aniversario de esta magnánima y solidaria tierra de poetas. Lo cuenta Ernesto More en Vallejo, en la encrucijada del drama peruano.

César Vallejo y Percy Gibson, nuestro ilustre rapsoda, cultivaron una sólida amistad por vía epistolar (no se conocieron personalmente en el Perú). Cuando Vallejo fue acusado de incendiario y luego apresado en Trujillo, Gibson, enterado de la ignominia, se dirigió presuroso y sobresaltado a la oficina del doctor Carlos Polar, «prohombre arequipeño, amante de las letras, quien en esos momentos ocupaba el alto sitial de la Presidencia de la Corte Superior de la Ciudad Blanca.» ¡Han tomado preso a un poeta, doctor Polar!... ¡¡A un poeta!!..., le dijo Percy. ¡Preso un poeta!... ¡Eso es inconcebible!..., contesto Polar. Según More, el magistrado influyó decisivamente en la liberación de Vallejo, haciendo valer sus buenos oficios en la Corte trujillana.


José Manuel Coaguila


 

martes, 7 de agosto de 2012

Un Vallejo desconocido II

En Crónicas perdidas de Alfredo Bryce Echenique hay un artículo sobre el autor de Los heraldos negros titulado Vallejo Alegre. En él, el escritor no solo nos da a conocer los momentos de confort que vivió Vallejo, tratando de poner en entredicho las tesis que pintan al poeta como un menesteroso e indigente perpetuo, sino también —y hacia allí apuntamos— la relación entre este y Pablo Picasso, más exactamente, las circunstancias en que el pintor malagueño dibujó las famosas cabezas del vate peruano.

El dibujo más conocido —son tres en total— muestra a Vallejo casi de perfil. Algunos de sus trazos parecen desordenados (no tanto como el segundo, que se le parece), pero en realidad, sumados, hacen un retrato casi fiel y armonioso.


Según Bryce, que no cita fuentes —¡cuidado con el plagio!—, Vallejo y Picasso coincidieron muchas veces en el Café Montparnasse, en París, pero nunca cruzaron palabra. El peruano en una mesa, con los suyos, y el español en otra, con amigos también, vivieron por mucho tiempo una silenciosa e indiferente vecindad. Ajenos a la fama que hoy los envuelve, ambos artistas ignoraban completamente quién era quién.

Vallejo murió y, como es obvio, ya no apareció más por aquel café. Entonces —siguiendo con la versión de Bryce— Picasso, acostumbrado a verlo siempre por ahí (su «rostro austero e indígena —sin duda poco frecuente en la Europa de entonces— siempre le había llamado la atención»), preguntó por aquella ausencia. Los amigos de César le informaron que había muerto. Y Picasso recién entonces hizo los famosos dibujos.


La información de Bryce, creemos, es inexacta, o en todo caso incompleta. Confiamos más en lo que cuenta Ernesto More en Vallejo, en la encrucijada del drama peruano. El trabajo del puneño, amigo íntimo del poeta, es una fuente de primera mano. Discúlpanos, Alfredo. 

Dice More que el responsable de los dibujos fue el poeta Juan Larrea, amigo de Vallejo. «Muerto ya Vallejo, Larrea aprovecha de la visita que le hizo Picasso en la Oficina de Cultura Española, situada en la rue Georges V, en París, donde Juan trabajaba ardorosamente por la República […], para leerle unos poemas de Vallejo —a quien el famoso pintor no conocía— y solicitarle que le haga unos dibujos —se pretendía publicar uno  en  el  homenaje  que  el  boletín  Nuestra  España  preparaba  para  el poeta desaparecido—. No bien hubo Picasso escuchado 'La Rueda del Hambriento' y otros de los poemas humanos, visiblemente emocionado dijo: 'a este poeta sí le hago yo un dibujo'. Y en el acto, allí mismo, Picasso, en cosa de diez minutos, acabó los tres dibujos: uno de frente, otro de tres cuartos y otro de perfil.»

Larrea, como es de suponer, proporcionó a Picasso algunas fotos de Vallejo, «una de ellas tomada en el parque de Versalles, en que aparece el cholo reclinando la barba en la mano.» Las otras fueron las que Savitry le tomó en su lecho de muerte. «Por ello, en los dibujos de Picasso, César aparece adelgazado […] Se ve una nariz que no respira y los pómulos del que ya no ríe».

(Continuará...)


José Manuel Coaguila