martes, 25 de octubre de 2011

Apología del libro

Terminamos de leerlo, lo cerramos y, abstraídos, mirando su tapa, pensamos en lo inequívoco de su título: Nadie acabará con los libros (en nuestro rostro se esboza un gesto cómplice, complaciente, aquiescente). Sí, nadie acabará con los libros, nos decimos, y empezamos a fantasear la biblioteca de Umberto Eco, también la de Jean-Claude Carrière; inmensas; llenas de incunables, primeras ediciones y rarezas editoriales; imponentes y caras. De pronto, caemos en la cuenta de que hay que empezar a escribir esta columna, que sólo tenemos una hora.


Pues bien. El libro es una charla erudita, con Jean-Philipe de Tonnac como entrevistador, o deberíamos decir, mejor, conductor, entre Eco y Carrière. Entre otras cosas, hablan del internet, la Historia, la memoria, la estupidez; pero siempre teniendo al libro como protagonista: los incunables que poseen, sus peripecias como coleccionistas, los libros que quisieran encontrar, la censura y los filtros, el destino de sus colecciones cuando mueran y, en fin, —la médula del asunto— qué será del libro en general de aquí a unos años. ¿Desaparecerá a consecuencia de la aparición de internet? ¿El libro electrónico, el e-book, matará al libro impreso?:

Umberto Eco y Jean-Claude Carrière

 1. «¡Pasemos dos horas leyendo una novela en el ordenador y nuestros ojos se convertirán en dos pelotas de tenis!»
2. «El ordenador depende de la electricidad y no te permite leer en la bañera, ni tumbado de costado en la cama. El libro es, a fin de cuentas, un instrumento más flexible.» Además, no es seguro que en el futuro dispongamos de energía suficiente para hacer que funcionen todas nuestras máquinas.
3. «El libro es como la cuchara, el martillo, la rueda, las tijeras. Una vez que se han inventado, no se puede hacer nada mejor. No se puede hacer una cuchara que sea mejor que la cuchara [...] Quizá evolucionen sus componentes, quizá sus páginas dejen de ser de papel. Pero seguirá siendo lo que es.»
4. Los soportes modernos —incluso los ordenadores— se vuelven rápidamente obsoletos. Ya no podemos ver una cinta de video o un CD-ROM de hace apenas algunos años, tampoco un archivo guardado en un diskette, pero aún podemos leer un texto impreso hace seis siglos.
5. Por último, el libro impreso genera sensaciones que el e-book no puede. Podemos tocarlo, olerlo; incluso quererlo. Escribir notas en sus márgenes, resaltar o subrayar algunas de sus partes. Lo que lo vincula directamente al cuerpo. Y en este sentido tiene algo casi humano.

José Manuel Coaguila

martes, 18 de octubre de 2011

En casa de herrero...

«Entre los pecados y vicios de las buenas letras —escribe Juan Montalvo—, el peor, a los ojos de los humanistas hombres de bien, es, sin duda, el que llamamos plagio o robo de pensamientos y discursos.» Sin embargo, la literatura está llena de plagiarios, algunos confesos y defensores de esta maña, como Montaigne, Corneille, Dumas (padre), Campoamor, Valera, el Conde de Lautréamont. Otros, acusados con razón, como «Clarín», Valle-Inclán, Neruda, Bryce; y otros sin ella (o al menos no de forma tan convincente), como Fitzgerald, Cela, Fuentes, García Márquez.
 

«¿Qué, quieren una originalidad absoluta? No existe. Ni en arte ni en nada —escribe Ernesto Sabato—. Todo se construye sobre lo anterior, y en nada humano es posible encontrar la pureza.» Todo es, pues, híbrido en literatura. La autenticidad de un escritor no consiste en desligarse de maestros, normas y modelos, sino, como dice Vargas Llosa, «en aceptar sus propios demonios y en servirlos a la medida de sus fuerzas», es decir, en escribir sobre temas que nacen de lo más profundo de su ser y llegan a su conciencia con carácter de necesidad.

Y es que, como escribió Montalvo, «la imaginación es la memoria, la memoria tergiversada de tal modo, que no se conoce ella misma».

Pero hay plagios que no tienen que ver con nada de lo dicho anteriormente. No son ideas reformuladas, imágenes o asuntos prestados, tampoco un estilo ajeno trastocado, sino textos copiados casi fielmente. Los casos más representativos son el del peruano Alfredo Bryce, el español Luis Racionero y el argentino Jorge Bucay. El primero firmó artículos que no eran suyos; cambió ciertas palabras, puso adjetivos, sustantivos o adverbios y eliminó algunos términos y signos de puntuación. Con lo que la versión de Bryce, de que su secretaria envió por error artículos ajenos, se cae por su propio peso.


El libro Atenas de Pericles, de Luis Racionero, contenía varias páginas copiadas literalmente del libro El legado de Grecia, de Gilbert Murray, y en Shimriti, de Jorge Bucay, se reproducen íntegramente más de 50 páginas del libro La sabiduría recobrada, de Mónica Caballé. El español defendió el derecho de todo escritor a la intertextualidad, y el argentino dijo que se olvidó de poner las comillas.

José Manuel Coaguila

martes, 11 de octubre de 2011

Deshaciendo agravios

Al fin pudimos leer El sueño del celta, la última novela de Mario Vargas Llosa. Hace unos días, después de casi tres meses de espera, apareció a la cabeza del montoncito de libros por leer. Y como nunca es tarde para escribir sobre un libro, pues diremos algo sobre él, celebrando, de paso, el primer año de Vargas Llosa como Nobel de Literatura.

La novela narra la vida de Roger Casement (1864-1916), irlandés que denunció los flagicios que se cometieron en contra de los nativos del Congo y de la Amazonía peruana y luchó por la independencia de su país.

 

No es el Vargas Llosa de sus primeras novelas, artificioso y técnico, artesano de la palabra, arquitecto de la forma, es más bien el novelista documentado, de campo, el que, como un arqueólogo, reconstruye un pasado que, por la flexibilidad, la vitalidad y la cercanía de la ficción, parece más verosímil que el que figura en la misma Historia. Y es que, como decía Saramago, no basta decir la verdad. De poco servirá si no es creíble. «La verdad es sólo medio camino, la otra mitad se llama credibilidad. Por eso hay mentiras que pasan por verdades, y verdades que son tenidas por mentiras.»

La novela, quizá tanto como cuando leímos Brevísima relación de la destrucción de las Indias, con todo lo que de falso tenga, nos hace ver cuán crueles podemos ser a veces los seres humanos, cuánto de animales, y de los peores, tenemos todavía adentro. Asesinatos, mutilaciones, torturas y violaciones, avivados por la codicia, abundan por doquier. Las víctimas: los congoleses y los nativos de la Amazonía peruana. El móvil: el caucho. La excusa: civilizar. Los victimarios: Bélgica, en el Congo, y la Compañía Arana en el Putumayo. El denunciante: Roger Casement, el Bartolomé de las Casas del siglo XX.

Roger Casement
Enfermo como consecuencia de sus asendereados 20 años en el Congo y otros tantos en la Amazonía peruana, al servicio del Gobierno Inglés, Casement todavía tuvo fuerzas para luchar por la independencia de su país, Irlanda, la mayor causa de su vida, enfrentándose así al país que antes sirvió y que, luego, fracasada la insurrección, se encargaría, así como le concedió honores, de hundirlo en el desprestigio y el anonimato.

Esta novela es, pues, un intento de rescatar y reivindicar la figura de un hombre que defendió, jugándose siempre la vida, los más altos valores de la humanidad: la libertad y la igualdad. Tarea cumplida, Mario.
 
José Manuel Coaguila

martes, 4 de octubre de 2011

Honor al mérito

Un «estudiante simplón», en una cafetería madrileña, ve ingresar a su mismo local al escritor chileno Roberto Bolaño. Después de pensarlo un poco, decidido, va a su encuentro. Bolaño es su escritor favorito, una oportunidad así no la puede desperdiciar. Pero, en instantes en que se dirige a su mesa, el autor de Los detectives salvajes se pone de pie y se va, dejándolo con los crespos hechos. Sin embargo, el muchacho, en Madrid gracias a una beca de estudios, más que un autógrafo o un cruce de palabras con el escritor, consigue algo muy valioso: un manuscrito. El escritor dejó olvidado en su asiento un «cuaderno anillado y algo arrugado» donde tenía escrita una de sus últimas novelas.

Roberto Bolaño

Esta es, más o menos, la trama de El manuscrito, cuento ganador del V concurso literario organizado por el semanario arequipeño El Búho, uno de los mejores relatos cortos que hayamos leído, incluidos los premiados anteriormente en el mismo concurso.

El cuento, fruto de su buen comienzo, hechiza de principio a fin. Intrigados por la confesión del narrador al comenzar su historia, no podemos dejar de leerlo hasta terminarlo, comprobando, satisfechos, que termina mejor que como empezó. Pero si aquella carnaza inicial no fuese suficiente, si no tiene el poder necesario para mantenernos a la expectativa, si es muy general, un tanto confusa tal vez; la siguiente sí lo es. Y es que, una vez que sabemos que el estudiante tiene en sus manos un manuscrito de Bolaño, nuestra curiosidad de saber qué hará con él nos pone a merced del escritor, bajo sus poderes hipnóticos, esos que nos sustraen completamente de la realidad y nos convierten en parte de la ficción.

Ninguna palabra sobra. Nada está por demás en el cuento. El estilo es impecable. La prosa, limpia, sobria. Los adjetivos bien puestos. Cada palabra tiene su color, vale por sí misma; cada pormenor, como lo exigía Borges, existe en función del argumento general. Ningún obstáculo, adorno o digresión, como pedía Quiroga, acude a aflojar la tensión del hilo de la historia. Su ritmo es tajante, incisivo, como el de los buenos cuentos.

El autor es Dennis Arias Chávez, una de las más grandes promesas de las letras peruanas, hombre de muchas luces y gran talento. No nos sorprende, pues, que haya recibido este premio.

(Lea el cuento completo, además de una entrevista al autor, en este blog)

/Artículo aparecido en diario Correo el 05-10-11/

lunes, 3 de octubre de 2011

Entrevista a Dennis Arias, ganador, en la categoría Cuento, del V concurso literario organizado por el semanario arequipeño El Búho


José Manuel Coaguila: Hola Dennis, felicitaciones por el premio. Creo que los dos nos enteramos casi al mismo tiempo de que ganaste.
Dennis Arias[1]: Gracias José, pues sí, casi sin querer abrí el día lunes por la tarde mi Face y encontré una serie de agasajos, todos, sin precisar el porqué. Ya te imaginarás mi desconcierto. En este caso se podría decir que fui el último en enterarme.
J.M.C.: He leído, en total, cuatro cuentos tuyos, y el ganador, El manuscrito, creo que es el mejor. Sin menospreciar los otros, que son buenos, éste es simplemente genial. ¿Cuándo lo escribiste y en qué circunstancias?
D.A.: Veamos, la idea empezó a madurar allá por el 2009, durante un viaje a Huancavelica. El primer borrador, esto es, solo ideas sueltas, desperdigadas, estaba listo para cuando regresé a Arequipa, una semana después. Luego vino el viaje a España y sus necesarias preocupaciones. Estando en Madrid reinicié la labor de corrección, fue grato darme cuenta que aquel primer esbozo era un desastre, un conjunto de gazapos teñidos de imprecisiones y lugares comunes que me causaron risa. Fue en Roma donde finalmente el cuento vio la luz, allá por la Navidad del 2010.
J.M.C.: El cuento, para quienes no lo hayan leído (pronto lo publicaremos en este blog), trata sobre un manuscrito del escritor chileno Roberto Bolaño. ¿Por qué Bolaño?
D.A.: Leí a Bolaño (sin “s”) en la universidad y quedé impactado. Recuerdo que la primera obra  que devoré de él fue Pista de hielo, luego vinieron Una novelita lumpen, Los detectives salvajes, Nocturno de Chile y casi todos sus cuentos. En El manuscrito, Bolaño es un referente. La historia gira en torno a un supuesto manuscrito suyo olvidado en una cafetería madrileña, encontrado por un estudiante simplón. Entiendo que la figura de Bolaño ha ido creciendo en estos últimos años por el mundo, tanto que es común encontrar ya tesis dedicadas al estudio de su obra, conversatorios, seminarios, etc. Bolaño está de moda, su obra es consideraba como una respuesta altiva al boom que, para algunos, ya feneció y de la que solo nos queda la ilusión de una filiación acaso inexistente. Pero este no es el Bolaño de mi historia, sino un Bolaño referente. Creo que, en el fondo, mi intención fue la de homenajear a uno de mis autores favoritos.
J.M.C.: Cómo enviaste el cuento al concurso, estabas todavía en España ¿no?
D.A.: Pues no, ya me encontraba en Arequipa, bueno en Perú. Hacía un mes que estaba ya en tierra characata.
J.M.C.: No es la primera vez que premian un cuento tuyo, pero este debe de ser, hasta ahora (y digo «hasta ahora» porque estoy seguro que vendrán otros más grandes), uno de los premios más importantes que has recibido.
D.A.: Sí, anteriormente ya había recibido algunos reconocimientos importantes, pero este es sin lugar a dudas uno de los más emotivos, un premio que te estimula a seguir en el barco de la creación, en esa apasionante y adictiva actividad en la que, y siempre lo he dicho, soy un simple advenedizo.


De izquierda a derecha: El editor Arthur Zeballos, el escritor Jorge Monteza y el premiado Dennis Arias

J.M.C.: La mayoría de tus cuentos, al menos los que yo he leído, están ambientados en zonas marginales, rurales, periféricas (leyéndolos, recordé algunos relatos de Gregorio Martínez, Antonio Gálvez Ronceros y del mismo Enrique López Albújar);  pero El manuscrito no, todo lo contrario. ¿Cómo puedes retratar fielmente espacios tan distintos? Pareciera que fueras parte de esos dos mundos, en el sentido arguediano de la frase.
D.A.: En mis escritos confluyen dos etapas: mi infancia y juventud, y ambas le impregnan matices peculiares a mis descripciones. Huancavelica y sus paisajes y su gente y su pantagruélico frío hacen eco en mis ficciones. Viví toda mi infancia en esa ciudad regentada por cerros, y aunque no nací en ella, le  estoy agradecida por cobijarme.  Sé que es una perogrullada decirlo, pero el escritor es hechura de sus lecturas y a ellas me remito. El manuscrito es un ensayo de brevedad, para escribirla eché mano de las enseñanzas de Ribeyro, mi más celebrado escritor, y  de Paul Auster. Del primero aprendí, no a escribir sino a dibujar las historias a pulso de cirujano; del segundo, el manejo de la tensión, la vuelta de tuerca y sobre todo la precisión. Mi experiencia en Europa me proporcionó experiencias que de seguro ayudaron a adulterar mis tramas y paisajes. En estos momentos estoy en la labor de escribir un cuento sobre la aventura de un danzante de tijeras en Madrid, quizá aquí pueda fusionar ambos mundos, lo andino y lo occidental. Ojalá lo logre. 
J.M.C.: ¿Te tomas en serio esto de ser escritor? ¿Cuál es tu forma de trabajar en la escritura?
D.A.: No soy metódico pero me interesa comprender por medio de la descripción el bagaje cultural de mis personajes. Ahora bien, la literatura para mí es una suerte de terapia en el sentido wittgensteiniano de la palabra. Soy algo disperso para escribir, demasiado creo yo, tengo un borrador con una decena de cuentos mutilados, algunos tienen cabeza, algunos solo sexo y otros, algo parecido a piernas.
J.M.C.: ¿Qué planes para más adelante?
D.A.: Por ahora, abocarme a una serie de proyectos de carácter académico que espero puedan concretarse. Seguimos, junto con Teresa Ramos, en la edición del quinto número de la revista de Lingüística PAROLE, y si el Eterno lo permite, para el próximo año estará viendo la luz mi primer libro de relatos cuyo título aun no tengo decidido.
J.M.C.: ¿A quién dedicas el premio? ¿Agradecimientos?
D.A.: Uf, me pones en aprietos. La verdad hay muchas personas. A los «viejos», claro, por sobre todas las cosas, a Teresa por su paciencia y consejo, a mis amigos del Máster de Alta Especialización en Filología Hispánica, a Laura Castiblanco definitivamente (gracias Lauris por la expresión “caquita con sal”. Ya te la robé), a los amigos de peripecias: Augusto y Eder. En fin, hay muchos.  

El escritor y la lingüista Teresa Ramos. ¡Salud, Dennis!
J.M.C.: Esta ya es una pregunta un tanto personal: ¿Por qué te especializaste en lingüística y no en literatura, pudiendo hacerlo, si la literatura va más contigo?
D.A.: Antes de responder  a esta pregunta, quisiera definir qué es la lingüística. La lingüística es el estudio y análisis de los procedimientos, conceptos teóricos y metodológicos que se utilizan para describir y explicar las lenguas naturales. La lengua es un producto de la historia, la hacemos los hablantes, la cambiamos, la creamos, la transformamos voluntariamente pero con voluntad colectiva en un espacio temporal. La lengua es la expresión viva de la cultura de un país, reflejo de su identidad y, claro, también de su decadencia. Estudiarla significa describirla en su conjunto, en los diversos usos que de ella hace un pueblo. La literatura involucra el dominio de una lengua ya que es el instrumento del escritor, y es aquí donde hallo la respuesta: estudiar una lengua, me ayuda a entenderla, a saber usarla y respetarla. Me considero ante todo un lingüista que se inclinó por la literatura para poder entender el complejo mundo del lenguaje.  
J.M.C.: Gracias, Dennis.
D.A.: A ti, José Manuel.
(Entrevista realizada vía e-mail)


[1] Dennis Arias Chávez estudió en la Escuela de Literatura y Lingüística de la Universidad San Agustín. En el 2007 asume la subdirección de la Revista Internacional de Lingüística PAROLE. Ha publicado cuentos en revistas tanto nacionales como internacionales, teniendo, también, una participación recurrente en diversos blogs literarios. En el 2009 obtuvo una Mención Honrosa en el Concurso Literario El Búho; en ese mismo año su cuento titulado Noche serrana resultó finalista en la I Bienal de Arte «Víctor Humareda»; en el 2011, 1er lugar en el Concurso Literario El Búho, en la categoría Cuento. Se gana la vida como profesor e investigador y como asesor en proyectos de desarrollo institucional. Es licenciado en Literatura y Lingüística, ha cursado estudios de Maestría en Educación Superior (UCSM). En el 2010, gracias a una beca, viaja a España a seguir una Maestría en Filología Hispánica por la UNED y el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, donde obtuvo el grado de Magíster con Honores. Ha sido ponente en diversos congresos nacionales e internacionales. En estos momentos se encuentra en la edición de su primer cuentario.

Cuento ganador en el V concurso literario organizado por el semanario arequipeño El Búho, 2011

El manuscrito

            Extraños fueron los sucesos que me llevaron a encerrarme por años en el silencio de los secretos. Un silencio que sin embargo fue cebando mi valentía hasta moverme a contar esta historia.
            Tenía 26 años y me encontraba en Madrid realizando una maestría. Mi vida era, por así decirlo, aburrida; siempre en la biblioteca, siempre escuchando a mis distinguidos y algunas veces pesados maestros y siempre con un libro bajo el brazo. No existía la diversión para mí y era común verme con el rostro atribulado por los pingües esfuerzos que me tocaba hacer para alargar la escasa pensión que mensualmente se me asignaba como parte de la beca.
            Andaba por el primer mes cuando una tarde se me antojó beber un café en uno de los bares de la Gran Vía. No puedo precisar si aquel lugar era espacioso, ni tampoco si había mucha gente o si el dueño era un tipo amargado, solo recuerdo que me senté y con el vapor del café humedeciendo mi rostro empecé a extrañar el terruño. Y en esto estaba cuando de pronto lo vi llegar. Atravesó el umbral y su presencia captó mi atención por completo. Dio unos pasos, se abrió el abrigo y buscó, con la mirada cansada, casi en ausencia, un lugar desocupado. Recuerdo que se llevó una mano al rostro y antes de tomar asiento arrojó un indetenible y hondo bostezo para luego derrumbarse. Aquel rostro era idéntico a como aparecía en las contratapas de sus libros. Era Roberto Bolaño.
            Sin duda aquel era uno de los momentos más importantes de mi vida, la posibilidad de poder entablar conversación con un escritor, uno verdadero, y tal vez, remotamente claro, poder sacarle algún consejo me emocionaba. Decidido a todo salté de mi asiento, cogí del interior de mi mochila un cuaderno y con paso firme me dirigí a él.
            Me entretuve más de la cuenta repasando con delectación cada una de las palabras que iba a decirle, cada oración, cada frase en busca de la más adecuada. Ya me disponía a enfrentarlo cuando, repentinamente, y sin que yo me lo advirtiera, se levantó y sin mirar a nadie se marchó. Aterrado de poder perder la oportunidad de hablar con el maestro, me dispuse a ir tras de él. Ya iba a cruzar la puerta cuando quedé petrificado ante un objeto dejado sobre su asiento: era un cuaderno anillado y algo arrugado. Que Dios me perdone, pero confieso que me alegré de ese descuido y aunque tuve la oportunidad de correr tras él y devolvérselo, algo dentro de mí, un velado egoísmo tal vez, me impidió hacerlo. Cogí el cuaderno asegurándome que nadie me viera y me marché.
            Al llegar a mi habitación hojeé con entusiasmo las páginas esperando encontrar algunos apuntes de interés. Grande fue mi sorpresa al descubrir que se trataba del manuscrito de una novela. Conocía la calidad del autor, su prosa me resultaba atractiva y digna de imitar. Las primeras líneas captaron mi atención de inmediato, la maestría con que describía a las habitantas de uno de los prostíbulos más afamados de Ciudad de México, me estremecía. Esa noche decidí leerla toda y de un tirón, de absorber la esencia de la trama con voracidad. En el fondo, sentía que la novela había sido olvidada ahí para que sólo yo la leyera.
            Cerca de la madrugada cerré el cuaderno y me recosté sobre el respaldar de mi silla, satisfecho. La novela había cumplido su misión. Un final redondo, contundente. Salvo por algunos errores ortográficos, aquella era una buena obra, la mejor que había leído de él hasta entonces. ¿Y ahora, qué hago?, me pregunté entonces ante la culpa que me llegaba en forma de escalofríos. La obra no me pertenecía y lo correcto era que la regresara a su autor. Pensé en la manera de hacerlo y tomé la decisión de volver al bar y esperar por si lo reclamaban. Sacrifiqué algunas clases para tal misión, pero fue en vano, nadie llegaba a reclamarlo. Fueron días sin tener noticias del autor. Cada mañana saltaba de la cama con la intención de buscarlo, pero pronto el desgano y la ardua labor de elaborar mi tesis fueron ganando terreno. Pensé que si aquella obra era tan importante, como de seguro lo era, sería él quien me buscase.
Pero ese día nunca llegó y el manuscrito fue desterrado a un rincón de mi habitación.
            El máster tuvo una duración de diez meses. Recuerdo que fue en julio cuando al fin abordé el avión de regreso. Traía conmigo algunos libros interesantes, un título rimbombante y entre toda aquella cartonería, muy al fondo de la maleta, el manuscrito olvidado. Nunca le hablé a nadie de mi valiosa posesión. 
            Después del máster supuse que todas las puertas se me abrirían, que un futuro prometedor me aguardaría ni bien bajara del avión, pero cuán equivocado estaba. Fueron cerca de seis meses los que estuve sin conseguir empleo. El dinero de mis ahorros lentamente se iba reduciendo y caí en una terrible depresión.  Fueron días aciagos, días en  los que la sombra de la pobreza cubría mi vida ahogándome en constantes cambios de humor. Y todo hubiera seguido su irritante calma si no fuera por la terrible noticia que recibí una mañana: El escritor chileno Roberto Bolaño, quien residía en España, murió la madrugada de este martes en Barcelona mientras esperaba un trasplante de hígado, única forma de salvarle la vida luego del padecimiento hepático que sobrellevaba hacía un lustro”.
            La noticia me resultó devastadora. Entonces el manuscrito volvió a tomar fuerza en mis recuerdos. Me sentía culpable de no haber permitido que dicho texto viera la luz, de que mi egoísmo y falta de voluntad hayan impedido que una obra tan valiosa no haya vuelto a las manos de su creador para darle los últimos toques, su visto bueno. Semanas después se empezó a hablar de una serie de obras que el autor había dejado inconclusas y que, por pedido expreso de la familia y del propio escritor, empezarían a editarse una a una. Entonces supe que era mi oportunidad de reivindicarme. Pensé en devolver el manuscrito y así mis culpas quedarían expiadas. Las siguientes noches, los sueños de una repentina fortuna hicieron que mis preocupaciones se disiparan. Ya no me desesperaba conseguir trabajo, aquel negocio de seguro me daría lo suficiente para poder vivir cómodamente. Todo era cuestión de tener paciencia. 
            Hasta entonces el manuscrito seguía guardado en aquella caja donde desterré muchos de mis recuerdos, la misma que no había vuelto a abrir desde mi llegada de España. Una tarde, al regresar de una entrevista frustrada de trabajo, decidí desempolvar el cuaderno para volverlo a leer, esa semana tenía pensado ponerme en contacto con la editorial así que lo mejor era disfrutarlo por última vez. Me arrojé, ansioso, al suelo y me arrastré por debajo de la cama, que era donde guardaba la caja. Aparté telarañas y regresé a la luz. Recuerdo haber dicho al inicio de esta historia que tuvo que pasar años para completar mi valentía y para entender que el destino en ocasiones nos suele dar sorpresas crueles, sorpresas que pueden cambiar el destino de nuestras vidas y la de los demás. Y en esto pensé (y aún pienso) cuando, atónito, vi en el fondo de la caja, a un costado de algunas fotos y de una que otra postal desteñida, a una camada de ratones recién nacidos, pelados y chillando sobre los retazos de lo que fuera la mejor novela que había leído y que tal vez jamás leería.

Dennis Arias Chávez

sidharta3@hotmail.com