miércoles, 27 de julio de 2011

Pávlov, el hombre de los reflejos

Riazán, situada a orillas del río Oká, a 196 kilómetros al sudeste de Moscú, con poco más de medio millón de habitantes, es una ciudad rusa de grandes centros comerciales y con una vida nocturna, debido a su cercanía a Moscú (tres horas en tren), bastante dinámica y seductora. Es en esta ciudad en la que va a nacer uno de los científicos más grandes de todos los tiempos, Premio Nobel de Fisiología o Medicina en 1904, un 14 de setiembre de 1849, el mismo año en que, cosa curiosa, muere uno de los más notables escritores norteamericanos, Edgar Allan Poe. En el trono está Nicolás I, Rusia aún es zarista y se sustenta en un régimen de servidumbre, pero la fermentación social y las actividades de los círculos revolucionarios anuncian lo que sería, en los primeros años del siglo XX, una de las revoluciones que más efectos tendría en el mundo hasta hace poco, por no decir hasta hoy.


Iván Petróvich Pávlov, personalidad a la que hacemos referencia, aunque fue laureado con el premio Nobel por haberse ocupado del aparato digestivo y el estudio de los jugos gástricos, es mayormente reconocido por enunciar la ley del reflejo condicionado, teoría que engrandecería el conocimiento que hasta ese entonces se tenía del sistema nervioso central y con la que la psicología obtuvo «los primeros hechos precisos que se referían a una cierta función fisiológica de los grandes hemisferios: la función motora».

Iván comenzó a estudiar teología, pero, al igual que Charles Darwin, otro gigante de la ciencia, abandonó la carrera. A los veintiún años de edad, rebosante de curiosidades científicas más que teológicas, ingresó a la universidad de San Petersburgo a estudiar fisiología y química. Terminó su doctorado en 1883 y, en Alemania, amplió sus estudios especializándose en fisiología intestinal y en el sistema circulatorio. Gran parte de su primera época como investigador la dedicó a estudiar los nervios centrífugos del corazón y el aparato circulatorio, luego vendrían los estudios sobre el sistema digestivo, para terminar enfocándose, definitivamente y por más de tres décadas, en la teoría que harían de «quiero, quiero intensamente vivir aún mucho tiempo… hasta los cien años… y más», palabras pronunciadas a sus ochenta seis años, meses antes de morir, un deseo cumplido a cabalidad.

Pávlov, con su teoría de los reflejos, apertura nuevos caminos en el terreno de la ciencia; apoyándose en el método experimental, «aborda de manera estrictamente científica, objetiva, el estudio de una realidad hasta entonces reservada a la “ciencia del alma”, a esa psicología subjetivista y espiritualista que reinaba de modo casi exclusivo». Nuestro fisiólogo ruso se desliga de las interpretaciones especulativas de una psicología aún incipiente y, por medio del estudio paciente, sistemático y objetivo de hechos palpables, rompe con un sinfín de elucubraciones acerca de la conducta animal y, por consiguiente, humana. Los fisiólogos de las postrimerías del siglo XIX estudiaban los organismos vivos de una manera muy básica, se detenían en una parte de él, un músculo o un nervio, por ejemplo, y lo estudiaban aisladamente; Pávlov se alejó de los experimentos de vivisección ―disección de los animales vivos, con el fin de hacer estudios fisiológicos o investigaciones patológicas―, práctica muy usufructuada por los fisiólogos de aquellos años; lo que él quería era estudiar el animal como un todo, en su proceso de vida normal, y así lo hizo.

Todo empezó cuando uno de sus ayudantes, E. B. Twimyer, observó que los perros con los que trabajaban  ―sus reflexiones para ese entonces giraban entorno al sistema digestivo― salivaban ante la presencia de comida o de los propios experimentadores. Esta observación, tan trivial y doméstica a simple vista, sería el punto de partida de uno de los episodios científicos más grandes y apasionantes de toda la historia.

La teoría pavloviana hace referencia a dos tipos de reflejos: los absolutos o incondicionados y los condicionados. La fisiología, antes de Pávlov, ya se había ocupado de los primeros; se les llama absolutos ―el término absoluto es terminología pavloviana― porque hacen referencia a un vínculo permanente entre los estímulos del medio ambiente y las reacciones que provocan en el organismo; por ejemplo, un pedazo de carne, dentro de la boca de un perro, provoca que su glándula salivar comience a funcionar, es decir, a esparcir su jugo por toda la cavidad bucal. Como se advierte, este tipo de reflejos se producen sin ningún tipo de preparación, sin ninguna condición, fluyen naturalmente, casi de manera automática.

Con los reflejos condicionados, estos sí de exclusividad de Pávlov, sucede todo lo contrario. Volviendo al ejemplo anterior; antes de introducir el pedazo de carne en la boca del animal, presentemos un determinado suceso ante sus sentidos; un ruido, por ejemplo. Si hacemos esto cada vez que le demos de comer, la segregación salivar se convertirá en un reflejo condicionado, pues bastaría con hacer el mismo ruido que hacíamos cuando lo alimentábamos para que ―sin necesidad del pedazo de carne― comience a salivar. Como vemos, este tipo de reflejos se forman apoyándose en los primeros; gracias a una preparación, a un cierto procedimiento, condicionamos a la fiera logrando que el sonido se convierta, al igual que el alimento, en la causa de su secreción bucal.

Pávlov realizó un experimento similar. Efectúo el famoso ensayo consistente en hacer vibrar una campana momentos antes de alimentar a un perro, concluyendo con ello que, cada vez que éste tenía hambre, bastaba con hacer sonar la campana para que empiece a salivar. A partir de este hecho se conoció más acerca de la estructura y función de los hemisferios cerebrales. Pávlov convirtió al cerebro, productor de conocimiento en ciencias naturales,  en objeto de ellas.

Elaboró a partir de este experimento toda una teoría que sería expuesta en Veinte años de experiencia en el dominio de la actividad nerviosa superior (comportamiento) de los animales y Lecciones sobre el trabajo de los grandes hemisferios cerebrales, sus  obras fundamentales.

La teoría pavloviana buscó «confrontar las modificaciones sobrevenidas en el organismo animal con las variaciones del mundo exterior que las han provocado y establecer las leyes que regulan estas relaciones mutuas.» Las leyes de irradiación y concentración, de excitación y de inhibición y de la inducción recíproca, son algunas de ellas.

Sus repercusiones se han percibido en temas tan variados como la terapéutica, la cibernética, el método psicoprofiláctico para el parto sin dolor, el adiestramiento de animales de circo, el conductismo, la pedagogía, la publicidad, la neurociencia, entre otros. Se cuenta, a manera de anécdota, que soldados rusos, durante la segunda guerra mundial, aprovecharon la teoría de los reflejos condicionados predisponiendo un gran número de perros para que busquen comida debajo de los tanques enemigos; los canes tenían un mecanismo en el lomo que, al mínimo contacto, activaba la carga explosiva que llevaban consigo.

Son muchas las críticas, a veces un tanto acres, hechas a la teoría pavloviana; una de ellas es el hecho de sostener, arteramente, que «el pavlovismo pretende trasponer al hombre los hallazgos logrados en los animales». Pávlov estableció un primer (común al hombre y a los animales) y un segundo sistema de señales (propio de los seres humanos). En el primero están todos los excitantes condicionales, excepto la palabra, de exclusividad humana y, por consiguiente, del segundo sistema. Si por un lado, olores, ruidos e imágenes provocan determinadas reacciones en los animales como, por ejemplo, hacerlos salivar; por otro, los sonidos de las palabras y los signos de la escritura causan en el hombre un sinfín de sensaciones mucho más complejas que las del primer sistema. Nuestra vida estaría así inexorablemente condicionada.

Pávlov muere a sus 86 años en medio del reconocimiento y la admiración. El título de «princeps physiologorum mundi» que se le otorgó en el XV Congreso Internacional de Fisiología celebrado en Leningrado y Moscú, lo pinta de cuerpo entero. El rigor científico, el método y el ingenio de este hombre de mirada penetrante y expresión firme, hacen de él uno de los hombres más grandes de la ciencia. El reflejo de su vida y obra así lo dictamina.



José Manuel Coaguila
josman213@hotmail.com

lunes, 25 de julio de 2011

El grito silencioso

Al igual que con las personas, el amor a la tierra que nos vio nacer se acrecienta más cuando estamos lejos de ella, o cuando, en el peor de los casos, estamos a punto de perderla. Como si ese sentimiento hubiera estado esperando esas circunstancias para alimentarse de ellas, robustecerse y hacernos sentir lo que hasta ese entonces ignorábamos.

A pocas horas de nuestro aniversario patrio, ha caído en nuestras manos Federico Barreto. Poesía, libro homenaje a uno de los hijos predilectos de Tacna (poeta y periodista), testigo presencial de uno de los episodios más tristes y desgarradores de nuestra historia republicana: la guerra del 79. El libro, editado por un conocido banco y prologado magistralmente por Luis Jaime Cisneros, trae en sus últimas páginas, contraviniendo su título, un texto en prosa titulado Procesión de la Bandera (Episodio del Cautiverio de Tacna), donde se narra uno de los hechos más conmovedores ocurridos durante la ocupación chilena.

Federico Barreto (1862-1929)

Sucedió el 28 de julio de 1901 en Tacna, cuando se realizó por primera vez la procesión de la bandera. Al principio, las autoridades chilenas, que habían prohibido exhibir banderas peruanas en la ciudad y, en fin, cualquier manifestación de carácter patriótico, rechazaron el pedido de llevar la bandera a la iglesia de San Ramón para bendecirla y luego pasearla en procesión por las calles. Pero después, ante la insistencia de los tacneños, que de alguna manera querían celebrar el aniversario patrio, cambiaron extrañamente de parecer y concedieron el permiso, aunque con una condición: que todo sea en silencio, «que no haya aclamaciones, ni vivas, ni el más breve grito que signifique, ni remotamente, una provocación para el elemento chileno», bajo responsabilidad de los organizadores. Humillante y peligrosa cláusula que finalmente fue aceptada por nuestros vapuleados pero bizarros compatriotas.

La fiesta podía acabar en una tragedia. «Un viva al Perú, contestado con un viva a Chile, podía convertir las calles de la ciudad en un verdadero campo de batalla.» ¿Cómo garantizar el control de algo que escapa a toda voluntad: los sentimientos? ¿Cumplirían nuestros hermanos tacneños semejante compromiso?

El amor a la patria hace cosas increíbles.

(Lea el texto completo de Barreto en este mismo blog)


José Manuel Coaguila

domingo, 24 de julio de 2011

PROCESIÓN DE LA BANDERA (Episodio del Cautiverio de Tacna)


Tacna y Anca —lo mismo que Alsacia y Lorena— han sido teatro durante su largo cautiverio de episodios interesantísimos que han hecho proverbial en todas partes el patriotismo inextinguible de los hijos de aquellas provincias. Desgraciadamente, en el Perú no ha habido un escritor que —a semejanza de Alfonso Daudet en Francia— haya eternizado estos sucesos en el libro para ejemplo de las generaciones venideras y también para honra y gloria del país.

Yo, que he nacido en Tacna y que he pasado allí mi niñez y parte de mi juventud, he sido testigo presencial de esos episodios que recuerdo siempre con orgullo. Un compañero de labores periodísticas me pide que narre alguna de esas anécdotas, y accedo a la demanda, a sabiendas de que mi relato no producirá en el ánimo de las personas que lo lean la honda impresión que sacudió mi espíritu cuando vi desarrollarse ante mis ojos la inesperada y conmovedora escena que voy a referir.
Ocurrió el caso en 1901. Era por entonces Intendente accidental de Tacna el general don Salvador Vergara, hombre impresionable y receloso que, durante su breve administración, mantuvo siempre sobre las armas, lista para cualquier evento, a la guarnición militar que se hallaba a sus órdenes, como si esperara que un enemigo invisible atacara la plaza de un momento a otro.
Una institución tacneña muy antigua y muy prestigiosa: La Sociedad de Auxilios Mutuos “El Porvenir”, quiso un día hacer bendecir en la iglesia parroquial un magnífico estandarte de seda, bordado en oro; pero, como en aquellos día habían prohibido las autoridades chilenas exhibir banderas peruanas en la ciudad, fue menester enviar una misión de socios a la intendencia a recabar el permiso correspondiente. La negativa del general Vergara fue rotunda.
—No quiero banderas en las calles— dijo. Provocan manifestaciones patrióticas y esas manifestaciones dan origen a contramanifestaciones que ponen en peligro el orden público.
Y no hubo medio de hacerle variar la resolución.
Días después, ya en vísperas del 28 de julio, la Sociedad “El Porvenir”, que deseaba celebrar de alguna manera el día de la patria, volvió a solicitar el permiso deseado, y el intendente volvió a denegarlo.
—Lleven el estandarte a la iglesia en una caja— dijo y en la misma forma vuelven con él al local de la Sociedad. Así nos ahorramos un conflicto.
Insistió la comisión, alegando que en Tacna todas las colectividades extranjeras, incluso la china, enarbolaban su bandera cuando les placía y que no era justo que sólo los peruanos que estaban en suelo propio, se viesen privados de esta libertad.
Una idea extraña, sabe Dios de qué alcances posteriores debió cruzar en ese momento por el cerebro del general Vergara, pues, cambiando repentinamente de tono, dijo:
—Tienen ustedes el permiso que solicitan; pero con la condición de que me garanticen, bajo responsabilidad personal, que al conducir la bandera por la calles, el pueblo peruano no hará manifestación alguna de carácter patriótico. Exijo, desde luego, de un modo concreto, que no haya aclamaciones, ni vivas, ni el más leve grito que signifique, ni remotamente, una provocación para el elemento chileno.
Los miembros de la comisión se miraron un tanto desconcertados, estimando, sin duda, demasiado aventurado el compromiso que se les imponía; pero, resueltos a todo, lo aceptaron, poniendo así en grave riesgo su responsabilidad.
—Está bien señor Intendente— dijo uno de ellos hablando por todos—. No se oirá un solo grito en las calles durante la procesión del estandarte.
Al día siguiente los diarios peruanos, a la vez que daban a conocer al público el grave compromiso contraído por la comisión, recomendaban eficazmente a los hijos del lugar que el día de la fiesta honraran con su actitud la palabra empeñada al mandatario de la provincia.
Los aprestos para la gran ceremonia, que debía realizarse una semana después, en el día de la patria, comenzaron desde luego con toda actividad en medio de la más intensa expectación pública.
La institución encargada de organizar el programa —conocedora del carácter altivo y rebelde de la gente de Tacna— abrigaba el íntimo temor de que la fiesta acabara en tragedia. Un viva al Perú, contestado con un viva a Chile, podía convertir las calles de la ciudad en un campo de batalla. En medio de esta incertidumbre, llegó, por fin, el 28 de julio.
En las primeras horas de la mañana, más de 800 miembros de la Sociedad “El Porvenir” condujeron a la iglesia de San Ramón —la principal de Tacna— el estandarte que había de bendecirse. Esta traslación se realizó, intencionalmente, por calles poco concurridas, a fin de evitar, en lo posible, que la hermosa bandera fuese conocida por el vecindario antes de la ceremonia.
Comenzó ésta a las 10 con el concurso de casi la totalidad de la población peruana.
Las tres naves del templo estaban materialmente repletas de gente. Afuera, en el atrio y en las calles adyacentes, una multitud incontable aguardaba, impaciente, el fin de la fiesta religiosa para escoltar la bandera del cautiverio.
En el altar mayor oficiaba, auxiliado por dos diáconos, el cura vicario de la parroquia, doctor Alejandro Manrique —antecesor del célebre cura Andía, que poco después sacrificó su vida en servicio de la Patria.
Bendíjose el estandarte, cantose un Te Deum solemne, y en seguida el vicario subió al púlpito y habló a la enorme concurrencia, exhortándola a mantener siempre latente en el alma el amor a Dios y a la Patria; a soportar con entereza las amarguras del cautiverio y a confiar sin desmayo en las reparticiones justicieras del porvenir.
Esta oración, intitulada “La Cruz y la Bandera’, conmovió intensamente al auditorio.
Terminada la ceremonia la concurrencia comenzó a abandonar el templo y a engrosar el inmenso gentío que se agitaba, imponente, en los alrededores.
Al último, cuando ya no quedaba nadie en el interior de la iglesia, apareció en la puerta, sostenida en alto, hermosa y resplandeciente como nunca, la bandera blanca y roja del Perú.
Y entonces, en aquel instante solemne, ocurrió allí, en la calle llena de sol y apretada de hombres, mujeres y niños, de toda condición social, algo inesperado y grandioso; algo que no olvidaré nunca; algo que me hizo experimentar una de las emociones más hondas de mi vida.
Apareció el estandarte en la puerta del templo, y las diez mil personas congregadas en el atrio y en las calles inmediatas se agitaron un momento y luego, sin previo acuerdo, como impulsados por una sola e irresistible voluntad, cayeron, a la vez, de rodillas extendiendo los brazos hacia la enseña bendita de la Patria.
No se oyó una exclamación, ni una sola exclamación ni el grito más insignificante. Sellados todos los labios por un compromiso de honor, permanecieron mudos. Y en medio de aquel silencio extraño y enorme que infundía asombro y causaba admiración, la bandera, levantada muy arriba, avanzó lentamente por en medio de aquel océano de cabezas descubiertas.
Y pasó la bandera y detrás de ella, como enorme escolta, avanzó el pueblo entero, y aquella procesión sin música ni aclamaciones siempre en silencio, siempre majestuosa, recorrió, imponiendo respeto y casi miedo, los jirones más céntricos de la ciudad cautiva.
En una bocacalle, un antiguo soldado del Campo de la Alianza, un hombre del pueblo invalidado por un casco de metralla se abrió paso, como pudo por entre la compacta muchedumbre, aproximándose al estandarte, besó con unción religiosa los flecos de oro de la enseña gloriosa. Y un enjambre de niños imitó luego al viejo soldado. Y ante aquel espectáculo, a la vez sencillo y sublime, tuve que apretar los ojos para contener las lágrimas.
Al paso del cortejo —en el cual el gentío parecía transfigurado por el dolor y el patriotismo— los transeúntes se descubrían pálidos de emoción y hasta los oficiales y soldados chilenos, visiblemente impresionados, levantaban maquinalmente la mano a la altura de sus gorras prusianas en actitud de hacer el saludo militar.
Hace largos años que presencié este episodio. En el tiempo transcurrido hasta ahora, sucesos de toda índole han impresionado fuertemente mi espíritu; pero ninguno —lo repito— ha dejado huella más honda que éste en mi corazón.
Ahora, al evocarlo después de tanto tiempo, pasan por mi memoria otras anécdotas patrióticas ocurridas en nuestras provincias irredentas, y mi ánimo se conforta y crece mi confianza en la salvación de esos pueblos, dignos mil veces de un gran porvenir, y siento orgullo, grande y legítimo de haber nacido en Tacna.

Federico Barreto


Tomado de: (1993) Federico Barreto. Poesía, Banco Continental, Lima, pp. 153-158.

sábado, 23 de julio de 2011

MACHUPICCHU EN LAS LETRAS (A PROPÓSITO DE SU CENTENARIO)

POR José Manuel Coaguila*
josman213@hotmail.com

Toda mi voz saluda en Machu Picchu
al anticipo
a la primera piedra
de la ciudad del siempre repartiendo
y el nunca acumulando
venida hasta nosotros desde el trasfondo de la historia
para que nuevamente enarbolemos
el estado de amor y de justicia que es la patria completa

Alberto Hidalgo,
PATRIA COMPLETA





«¿Alguien podría decirme qué escritores han hablado o escrito sobre Machupicchu?», es la pregunta que encontré hace poco en Internet y que ahora, a pesar de lo desmemoriado que soy y lo osado de la interrogante, intentaré responder teniendo en cuenta dos criterios: 1) hablar sólo de los más grandes (por el espacio, que suele ser siempre tirano) y 2) de los extranjeros más que de los peruanos (y no porque éstos estén por debajo de aquéllos ni nada que se le parezca, sino por una cuestión de agradecimiento con los que, siendo foráneos, elogiaron, cantaron y defendieron a Machupicchu). De seguro habrán muchos que se me escabullirán de las manos, sobre todo teniendo en cuenta la indigente memoria y las escasas lecturas que poseo, pero tampoco es mi intención dejar cerrado el asunto ―¡Dios me libre de semejante empresa!―, sino todo lo contrario, abrirlo lo más posible.

LOS NUESTROS. Entre los peruanos, que no son pocos, recuerdo a César Vallejo, que en 1935, en París, escribió: «Machupicchu ofrece seguramente […] las construcciones lapídeas más originales, audaces y grandiosas de la época precolombina de ambas Américas». Dándole, además, como no podía dejar de ser en él, un toque poético a su prosa, que su objeto inspira: «Tierra y cielo parecen allí haberse aliado al empeño de los hombres, para esculpir en talla directa sobre la inmensidad de las alturas, una verdadera ciudad de Dios» (1). Y si en Vallejo, para mí el más religioso de todos nuestros poetas modernos, Machupicchu es la ciudad de Dios, en Alberto Hidalgo, el gran poeta arequipeño, anticlerical y laico, de vida un tanto licenciosa y megalómana, es más que eso. En las antípodas del autor de Trilce, Hidalgo escribió: «Es Machu Picchu / la ciudad donde Dios se desprestigia / porque demuestra que él nunca hizo nada / que se pudiera comparar con ella» (2).
Otro es el caso de José María Arguedas, autor de una de las novelas más hermosas de la literatura peruana, Los ríos profundos. Para el escritor andahuaylino ―trayendo a tierra el asunto y poniendo en frente al hombre―, el que ingresa a Machupicchu «es despertado en todo lo que tiene de superior y sensible; y su sed de belleza, de ensueño, de armonía y de infinito es rebasado y herido» (3). En la misma línea, Juan Gonzalo Rose, acaso el poeta más fino de la generación del 50, le canta a la sabiduría de aquellos que construyeron lo que hasta ahora sigue sorprendiendo e intrigando al mundo: «Machu Picchu, dos veces / me senté en tu ladera / para mirar mi vida. / Para mirar mi vida / y no por contemplarte, / porque necesitamos / menos belleza, Padre, / y más sabiduría.» (4)
Pero el mejor tributo lo hizo Martín Adán, sobre todo con La mano desasida, extenso poema donde está presente la angustia existencial que minó gran parte de su vida, y que se torna más ostensible al ponerse el poeta frente a Machupicchu, símbolo complejo a partir del cual se reflexiona sobre diversos temas, y todo se vuelve duda, interrogante; finito: «¿Por qué lloro, a tu piedra pegado, / Como si acabara de nacer?» […] «¿Qué eres tú, Machu Picchu, / Almohada de entresueño?» […] «¿Estaré vivo? / ¿Habré muerto? / ¿Cómo es la muerte? ¿Cómo es la vida? / ¿Dónde estoy en tu misterio?» (5)
Y la lista es larga (Mario Florián, Tamayo Vargas, Alberto Vega…), pero el espacio no.

JORGE LUIS BORGES. Borges, «lo más importante que le ocurrió a la literatura en lengua española moderna y uno de los artistas contemporáneos más memorables» (6), siempre se mostró, orgulloso, muy cercano al Perú; al menos así lo hacía notar a cuanto peruano lo entrevistaba. Y no precisamente por su literatura, de la que sólo destacaba a Eguren, sino por remotos vínculos entre la historia de este país y la suya propia: Jerónimo de Cabrera, fundador de la ciudad peruana de Ica y de la argentina Córdoba, quien se casó y vivió en Cusco, y el coronel Manuel Isidoro Suárez, quien peleó en las batallas de Junín y Ayacucho defendiendo la causa independentista, llevaron su sangre; el primero fue su bisabuelo por línea materna, y el segundo, según confesó, sin precisarlo, «uno de los miles de ascendientes» que tuvo.



Borges, gran admirador de la cultura peruana (el primer libro de historia que leyó, según declaró, fue La conquista del Perú de Prescott), siempre colmó de elogios a nuestros antepasados: «…nuestro país [Argentina] tuvo un pasado indígena muy pobre. Si alguna cultura nos llegó, fue la que llegó del Perú. Lo demás, los indios pampas, los indios araucanos, eran nómadas. Contaban de este modo: abrían la mano y contaban uno, dos, tres, cuatro, muchos… ¿Qué podíamos hacer con ellos? En cambio ustedes [los peruanos] tienen un pasado riquísimo.» (7) Por ello visitó, hasta donde sé, dos veces Cusco, capital del incanato, e igual número de veces Machupicchu.
La primera vez fue en el año 1965. Pronunció algunas conferencias en Lima, recibió distinciones académicas y, luego, viajó a Cusco ―la ciudad de los incas, retratada magistralmente por Prescott, quien, sin embargo, nunca pisó suelo peruano―, expectante y ansioso de estar en aquel lugar maravilloso que hasta entonces sólo había conocido por medio de libros. De Cusco viajó a Machupicchu, la cereza de la torta, donde quedó fascinado con tanta belleza, con tanta precisión y sabiduría (precisamente, las tres características más resaltantes de su prosa).
Regresó al Perú en noviembre de 1978, y volvió a visitar la ciudadela inca, aunque esta vez ya casi ciego. Antes, en una entrevista, el gran Alfredo Barnechea le preguntó «¿por qué va [nuevamente] a Machu Picchu?», a lo que Borges respondió: «Hay dos razones. Primero, quiero volver a verlo, sé cuanto me impresionó, y sé que ahora, aunque no pueda verlo, creeré verlo. Y luego quiero que María Kodama (8) lo vea.» (9)

JOSÉ SARAMAGO. Otro gigante de las letras que admiró nuestra cultura fue el portugués José Saramago, premio Nobel de Literatura en 1998. Y no sólo la admiró, llenándola de elogios; también la defendió como mejor pudo —con la pluma en alto—, al intentar el gobierno de Fujimori, en 1995, privatizar nuestras zonas arqueológicas, entre ellas Machupicchu. Al respecto, ese mismo año, Saramago escribe: «A mí me parece bien, que se privatice Machu Picchu, que se privatice Chan Chan, que se privatice la Capilla Sixtina, que se privatice el Parthenón […] que se privatice la Cordillera de los Andes, que se privatice todo, que se privatice el mar y el cielo, que se privatice el agua y el aire, que se privatice la justicia y la ley, que se privatice la nube que pasa, que se privatice el sueño sobre todo si es diurno y con los ojos abiertos. Y finalmente, para florón y remate de tanto privatizar, privatícense los Estados, entréguese de una vez por todas la explotación a empresas privadas mediante concurso internacional. Ahí se encuentra la salvación del mundo… Y, metidos en esto, que se privatice también la puta que los parió a todos.» (10)


 En 1998, Saramago se convierte en el primer portugués ―y el único hasta ahora― en recibir el premio Nobel, y también visita Machupicchu. «Dijo que aquello era una maravilla y sólo el genio de una raza milenaria y sabia, como la inca, podía haber construido un monumento de piedra en la parte más empinada de una montaña, rodeada de abismos» (11). El autor de Ensayo sobre la ceguera, una de sus mejores novelas, si no la mejor, sobrevoló y recorrió Machupicchu, en helicóptero y a pie, más de una vez y durante varias horas, quedando embelesado con tanta humanidad perennizada en piedra, la misma que él también eternizó, pero en libros.

PABLO NERUDA. Ningún poeta de la talla de Pablo Neruda ha ensalzado tanto nuestro Perú, su pasado milenario, su literatura, su gente. Amigo y admirador confeso de César Vallejo, cantor de Machupicchu y defensor de nuestra raza, estuvo en Cusco en 1943, procedente de México, donde cumplía funciones diplomáticas.


El gran poeta chileno, de regreso a Chile luego de renunciar a su cargo de cónsul, se detuvo en varios países sudamericanos, entre ellos Perú, donde hizo ―según confesó― otro descubrimiento que agregaría un nuevo estrato al desarrollo de su poesía: «Me detuve en el Perú y subí hasta las ruinas de Machu Picchu. Ascendimos a caballo. […] Me sentí infinitamente pequeño en el centro de aquel ombligo de piedra; ombligo de un mundo deshabitado, orgulloso y eminente, al que de algún modo yo pertenecía. Sentí que mis propias manos habían trabajado allí en alguna etapa lejana, cavando surcos, alisando peñascos.» (12)
Allí nació su extenso poema Alturas de Machu Picchu, que sería luego parte de Canto General, poemario que nació, como idea, «en aquellas alturas difíciles, entre aquellas ruinas gloriosas y dispersas» (13): «‘Allí comenzó a germinar mi idea de un canto general americano. Antes había persistido en mí la idea de un canto general a Chile, a manera de crónica. Ahora veía a América entera desde las alturas de Machu Picchu.’» (14)
Para Neruda, «el Perú fue matriz de América» (15); y Machupicchu, «la exactitud enarbolada: / el alto sitio de la aurora humana: / la más alta vasija que contuvo el silencio: / una vida de piedra después de tantas vidas.» (16)
«‘Después de ver las ruinas de Machu Picchu —nos cuenta [Neruda]— las culturas fabulosas de la antigüedad me parecieron de cartón piedra, de paper maché.’» (17)

Y la lista no es corta (Alberto Vázquez-Figueroa, Roberto Gómez Bolaños…), pero el espacio sí.

Notas
(1) VALLEJO, César, (2002) Artículos y crónicas completos II, Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima, p. 943.
(2) HIDALGO, Alberto, (1997) Antología poética, Editorial UNSA, Arequipa, p. 263.
(3) ARGUEDAS, José María, (1989) Indios, mestizos y señores, Editorial Horizonte, Lima, p. 104.
(4) ROSE, Juan Gonzalo, (1974) Obra poética, Instituto Nacional de Cultura, Lima, p. 231.
(5) ADÁN, Martín, (1971) Obra poética (1928-1971), Instituto Nacional de Cultura, Lima, pp. 107, 109 y 123.
(6) VARGAS LLOSA, Mario, (2005) Diccionario del amante de América Latina, Paidós, Barcelona, p. 55.
(7) BARNECHEA, Alfredo, (1998) Peregrinos de la lengua. Confesiones de los grandes autores latinoamericanos, Alfaguara, Madrid, pp. 40-41.
(8) En este tiempo, su secretaria personal. Luego, faltando pocos meses para la muerte de Borges, se convertiría en su segunda esposa.
(9) BARNECHEA, Alfredo, Op. Cit., p. 40.
(10) SARAMAGO, José, (2001) Cuadernos de Lanzarote I (1993-1995), Alfaguara, Madrid.
(11) VILLANES CAIRO, Carlos, Hasta siempre, Saramago, en diario La República, Lima, 19 de junio de 2010, p. 28.
(12) NERUDA, Pablo, (1994) Confieso que he vivido, RBA Editores, S.A., Barcelona, p. 202.
(13) Ibídem, pp. 202-203.
(14) LELLIS, Mario Jorge de, (1959) Pablo Neruda, Editorial La Mandrágora, Buenos Aires, p. 70.
(15) NERUDA, Pablo, (1981) Para nacer he nacido, Seix Barral, S.A., Barcelona, p.168.
(16) — (1950) Canto general, Ediciones Océano, México, p. 47.
(17) LELLIS, Mario Jorge de, Op. cit., pp. 69-70.

* Trabajó en radio, televisión y prensa escrita. En el 2007 ocupó el segundo puesto ―género ensayo― en los “I Juegos Florales Universitarios”. Acaba de terminar sus estudios en la Facultad de Filosofía y Humanidades (Literatura y Lingüística) y en la Facultad de Ciencias de la Educación (Ciencias Sociales) de la Universidad Nacional de San Agustín – Arequipa.

lunes, 18 de julio de 2011

De qué hablo cuando hablo de correr

Al igual que Salinger o Süskind ―autores de dos de las más grandes novelas del siglo pasado, El guardián entre el centeno y El perfume, respectivamente―, Haruki Murakami es un escritor que vive huyendo de las fotografías, de las entrevistas, de la fama y de todo lo que perturbe su privacidad. Por eso, con gran sorpresa e interés hemos leído uno de sus últimos trabajos, De qué hablo cuando hablo de correr, un libro que sintoniza más con unas memorias que con un ensayo pero que, sin embargo, no es estrictamente ni uno ni lo otro, tampoco un diario, en el sentido más exacto del término, sino más bien un mosaico de todo ello. En él Murakami (exhibiendo, increíblemente, algunas fotos suyas) nos habla de sus dos más grandes pasiones, escribir y correr, y cómo ésta nutre y sostiene aquélla.
Para el escritor japonés, mantener la concentración en un solo punto durante largas jornadas diarias de trabajo, a un ritmo uniforme, demanda una gran cantidad de energía y, por consiguiente, un buen estado físico. Por otro lado, según el novelista, los actos artísticos contiene en sí mismos agentes insanos y antisociales, y para tratar cosas insanas, las personas deben estar lo más sanas posible. Por ello, entre otras cosas, Murakami corre.

También nos habla de sus inicios; de cómo una tarde, viendo un partido de béisbol, de repente, sin más, se le ocurrió escribir una novela, y la escribió, a tumbos, sin ningún interés más que el de terminarla. Hasta que un día, después de dos novelas escritas, decidió dedicarse de lleno a escribir, y para ello tuvo que virar completamente el timón de su vida. Dejó atrás el mundo de los negocios en el cual estuvo metido ―regentaba un bar de su propiedad― y empezó, sin seguro imaginarlo, el camino que lo llevaría a ser uno de los novelistas contemporáneos más leídos del mundo, candidato serio al Premio Nobel de Literatura, galardón que tarde o temprano, lo intuimos, coronará la fama de este escritor dueño de una imaginación sin límites, creador de una literatura ―onírica, mágica, extrañamente hermosa― de la que no podemos salir sin dejar de ser otros.

José Manuel Coaguila