miércoles, 27 de julio de 2011

Pávlov, el hombre de los reflejos

Riazán, situada a orillas del río Oká, a 196 kilómetros al sudeste de Moscú, con poco más de medio millón de habitantes, es una ciudad rusa de grandes centros comerciales y con una vida nocturna, debido a su cercanía a Moscú (tres horas en tren), bastante dinámica y seductora. Es en esta ciudad en la que va a nacer uno de los científicos más grandes de todos los tiempos, Premio Nobel de Fisiología o Medicina en 1904, un 14 de setiembre de 1849, el mismo año en que, cosa curiosa, muere uno de los más notables escritores norteamericanos, Edgar Allan Poe. En el trono está Nicolás I, Rusia aún es zarista y se sustenta en un régimen de servidumbre, pero la fermentación social y las actividades de los círculos revolucionarios anuncian lo que sería, en los primeros años del siglo XX, una de las revoluciones que más efectos tendría en el mundo hasta hace poco, por no decir hasta hoy.


Iván Petróvich Pávlov, personalidad a la que hacemos referencia, aunque fue laureado con el premio Nobel por haberse ocupado del aparato digestivo y el estudio de los jugos gástricos, es mayormente reconocido por enunciar la ley del reflejo condicionado, teoría que engrandecería el conocimiento que hasta ese entonces se tenía del sistema nervioso central y con la que la psicología obtuvo «los primeros hechos precisos que se referían a una cierta función fisiológica de los grandes hemisferios: la función motora».

Iván comenzó a estudiar teología, pero, al igual que Charles Darwin, otro gigante de la ciencia, abandonó la carrera. A los veintiún años de edad, rebosante de curiosidades científicas más que teológicas, ingresó a la universidad de San Petersburgo a estudiar fisiología y química. Terminó su doctorado en 1883 y, en Alemania, amplió sus estudios especializándose en fisiología intestinal y en el sistema circulatorio. Gran parte de su primera época como investigador la dedicó a estudiar los nervios centrífugos del corazón y el aparato circulatorio, luego vendrían los estudios sobre el sistema digestivo, para terminar enfocándose, definitivamente y por más de tres décadas, en la teoría que harían de «quiero, quiero intensamente vivir aún mucho tiempo… hasta los cien años… y más», palabras pronunciadas a sus ochenta seis años, meses antes de morir, un deseo cumplido a cabalidad.

Pávlov, con su teoría de los reflejos, apertura nuevos caminos en el terreno de la ciencia; apoyándose en el método experimental, «aborda de manera estrictamente científica, objetiva, el estudio de una realidad hasta entonces reservada a la “ciencia del alma”, a esa psicología subjetivista y espiritualista que reinaba de modo casi exclusivo». Nuestro fisiólogo ruso se desliga de las interpretaciones especulativas de una psicología aún incipiente y, por medio del estudio paciente, sistemático y objetivo de hechos palpables, rompe con un sinfín de elucubraciones acerca de la conducta animal y, por consiguiente, humana. Los fisiólogos de las postrimerías del siglo XIX estudiaban los organismos vivos de una manera muy básica, se detenían en una parte de él, un músculo o un nervio, por ejemplo, y lo estudiaban aisladamente; Pávlov se alejó de los experimentos de vivisección ―disección de los animales vivos, con el fin de hacer estudios fisiológicos o investigaciones patológicas―, práctica muy usufructuada por los fisiólogos de aquellos años; lo que él quería era estudiar el animal como un todo, en su proceso de vida normal, y así lo hizo.

Todo empezó cuando uno de sus ayudantes, E. B. Twimyer, observó que los perros con los que trabajaban  ―sus reflexiones para ese entonces giraban entorno al sistema digestivo― salivaban ante la presencia de comida o de los propios experimentadores. Esta observación, tan trivial y doméstica a simple vista, sería el punto de partida de uno de los episodios científicos más grandes y apasionantes de toda la historia.

La teoría pavloviana hace referencia a dos tipos de reflejos: los absolutos o incondicionados y los condicionados. La fisiología, antes de Pávlov, ya se había ocupado de los primeros; se les llama absolutos ―el término absoluto es terminología pavloviana― porque hacen referencia a un vínculo permanente entre los estímulos del medio ambiente y las reacciones que provocan en el organismo; por ejemplo, un pedazo de carne, dentro de la boca de un perro, provoca que su glándula salivar comience a funcionar, es decir, a esparcir su jugo por toda la cavidad bucal. Como se advierte, este tipo de reflejos se producen sin ningún tipo de preparación, sin ninguna condición, fluyen naturalmente, casi de manera automática.

Con los reflejos condicionados, estos sí de exclusividad de Pávlov, sucede todo lo contrario. Volviendo al ejemplo anterior; antes de introducir el pedazo de carne en la boca del animal, presentemos un determinado suceso ante sus sentidos; un ruido, por ejemplo. Si hacemos esto cada vez que le demos de comer, la segregación salivar se convertirá en un reflejo condicionado, pues bastaría con hacer el mismo ruido que hacíamos cuando lo alimentábamos para que ―sin necesidad del pedazo de carne― comience a salivar. Como vemos, este tipo de reflejos se forman apoyándose en los primeros; gracias a una preparación, a un cierto procedimiento, condicionamos a la fiera logrando que el sonido se convierta, al igual que el alimento, en la causa de su secreción bucal.

Pávlov realizó un experimento similar. Efectúo el famoso ensayo consistente en hacer vibrar una campana momentos antes de alimentar a un perro, concluyendo con ello que, cada vez que éste tenía hambre, bastaba con hacer sonar la campana para que empiece a salivar. A partir de este hecho se conoció más acerca de la estructura y función de los hemisferios cerebrales. Pávlov convirtió al cerebro, productor de conocimiento en ciencias naturales,  en objeto de ellas.

Elaboró a partir de este experimento toda una teoría que sería expuesta en Veinte años de experiencia en el dominio de la actividad nerviosa superior (comportamiento) de los animales y Lecciones sobre el trabajo de los grandes hemisferios cerebrales, sus  obras fundamentales.

La teoría pavloviana buscó «confrontar las modificaciones sobrevenidas en el organismo animal con las variaciones del mundo exterior que las han provocado y establecer las leyes que regulan estas relaciones mutuas.» Las leyes de irradiación y concentración, de excitación y de inhibición y de la inducción recíproca, son algunas de ellas.

Sus repercusiones se han percibido en temas tan variados como la terapéutica, la cibernética, el método psicoprofiláctico para el parto sin dolor, el adiestramiento de animales de circo, el conductismo, la pedagogía, la publicidad, la neurociencia, entre otros. Se cuenta, a manera de anécdota, que soldados rusos, durante la segunda guerra mundial, aprovecharon la teoría de los reflejos condicionados predisponiendo un gran número de perros para que busquen comida debajo de los tanques enemigos; los canes tenían un mecanismo en el lomo que, al mínimo contacto, activaba la carga explosiva que llevaban consigo.

Son muchas las críticas, a veces un tanto acres, hechas a la teoría pavloviana; una de ellas es el hecho de sostener, arteramente, que «el pavlovismo pretende trasponer al hombre los hallazgos logrados en los animales». Pávlov estableció un primer (común al hombre y a los animales) y un segundo sistema de señales (propio de los seres humanos). En el primero están todos los excitantes condicionales, excepto la palabra, de exclusividad humana y, por consiguiente, del segundo sistema. Si por un lado, olores, ruidos e imágenes provocan determinadas reacciones en los animales como, por ejemplo, hacerlos salivar; por otro, los sonidos de las palabras y los signos de la escritura causan en el hombre un sinfín de sensaciones mucho más complejas que las del primer sistema. Nuestra vida estaría así inexorablemente condicionada.

Pávlov muere a sus 86 años en medio del reconocimiento y la admiración. El título de «princeps physiologorum mundi» que se le otorgó en el XV Congreso Internacional de Fisiología celebrado en Leningrado y Moscú, lo pinta de cuerpo entero. El rigor científico, el método y el ingenio de este hombre de mirada penetrante y expresión firme, hacen de él uno de los hombres más grandes de la ciencia. El reflejo de su vida y obra así lo dictamina.



José Manuel Coaguila
josman213@hotmail.com

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