jueves, 29 de marzo de 2012

¡Olé, Vargas Llosa!

Hace unos días, un grupo de intelectuales, encabezados por Mario Vargas Llosa, firmó un manifiesto a favor de las corridas de toros, y muchos se sorprendieron de ello, sobre todo de que el Nobel —tan liberal él— lo refrendara. Nosotros, que habíamos leído la entrada Torero, que aparece en su Diccionario del amante de América Latina, y el artículo La última corrida, que Mario publicó en el 2004 en El País, no. Vargas Llosa siempre ha sido un gran admirador de estos espectáculos, impregnados —como, paradójicamente, él mismo reconoce— de violencia y maldad. Que ahora firme un manifiesto justificando lo que la mayoría abomina, no nos debe asombrar tanto; eso es algo que, de una manera más sutil, ya lo hizo antes.


Seguramente, muchos de los que firman el documento han crecido, como el Nobel peruano, rodeados de gente que veneraba, tan igual ellos ahora, las corridas de toros. Y esto, más que cuestionarlos, permite entenderlos. Hay cosas que parecen ser una elección, cuando en realidad no son más que una poderosa y camuflada imposición. Las ideas en las cuales hemos sido educados pasan a ser, casi siempre, verdades incuestionables, por lo que, desde nuestro punto de vista, este manifiesto es tan respetable como uno religioso, en el sentido de que —como escribió Bertrand Rusell—, con muy pocas excepciones, la religión que un hombre acepta es la de la comunidad en la que vive, por lo que resulta obvio que la influencia del medio es la que lo ha llevado a profesar dicha religión. Se entiende, por lo tanto, que los firmantes exijan en el manifiesto que se respete la libertad y el derecho de inculcar a sus hijos la cultura taurina, pues, de seguro, lo mismo hicieron con ellos.
 
Pero entremos de una vez al ruedo. Los autores de la proclama en cuestión respaldan las corridas de toros por ser, en primer lugar, dicen, una tradición muy arraigada en el Perú. ¡Cuernos! Como dijo Mosterín, «la tradición no justifica nada». Si así fuese, tendríamos que defender también costumbres como la ablación del clítoris. ¿Se imaginan en la barbarie en que viviríamos si algo, por solo ser tradicional, tendría que respetarse y perpetuarse?

Se dice también en el manifiesto que nuestra sensibilidad, de nosotros, los antitaurinos, no nos permite apreciar la fiesta brava. ¿Cómo diablos nuestra sensibilidad va pues a permitirnos apreciar un espectáculo en el que —¡de acuerdo!, puede haber arte y otras cosas más— se goza a costas del sufrimiento de un animal? Hubieran adjuntado a su escrito una descripción minuciosa del ritual, a ver si luego de ello lo hubiesen firmado sin siquiera una pizca de conmoción.


Se afirma, asimismo, que los argumentos con los que pretendemos proscribir las corridas de toros son falaces. ¿Falaces? ¿No es verdad acaso que los pobres animales, al igual que nosotros, son capaces de sufrir? Falaces, y más que eso, ingenuos, son sus argumentos. Algunos de los suyos, por ejemplo —Vargas Llosa lo hizo en La última corrida—, empiezan a cuestionar, en defensa de su afición, todo tipo de violencia ejercida sobre los animales; «si todos lo hacen, por qué nosotros no», parecen decir, lo que pone de manifiesto su falta de razones válidas para defender esa salvajada. No porque hay males peores, hay que aceptar los menores, pues.

También sostienen algunos, y esto sí es para reírse, que el espectáculo asegura la continuidad de la raza, la del toro bravo español, pues si no existirían las corridas, tampoco los toros de lidia. ¡Oh! ¡Gran favor que les hacen a los pobres animales!

Les recomendamos, estimados lectores, la lectura de los siguientes libros: Antitauromaquia, de Manuel Vicent; Liberación animal, de Peter Singer; y ¡Vivan los animales!, de Jesús Mosterín.

José Manuel Coaguila

miércoles, 28 de marzo de 2012

Dormir

Marca el número. Contestan. Se saludan. Jorge, hoy no habrá columna, dice. Agrega algo más y cuelga. Enseguida se sienta sobre su cama, entrelaza los dedos de sus manos, que están sobre sus piernas, mira a su izquierda, como si alguien estuviese ahí, vuelve el rostro y estaciona en el piso su mirada perdida. Está así hasta que una lágrima se estrella contra el suelo y lo saca de su ensimismamiento.
Ha estado intentando escribir la columna para el periódico, pero no pudo. Aunque se ha comprometido entregarla mañana, él, en el fondo, sabe que ya no podrá escribir más, que lo que nació para ella no podrá vivir sin ella, si acaso todavía él.
La vida, con su ausencia, allá fuera, le pone a cada instante un revólver en la sien. Su cuerpo se ha convertido en un delicadísimo cristal que al menor roce se resquebraja. Por eso solo quiere dormir. Ojalá que duerma mucho.

martes, 20 de marzo de 2012

"¡Tenía que llamarse Artagnan!"


No sabemos cómo llegaron al punto, pero lo cierto es que el taxista le confesó que era escritor; lo dijo como quien no quiere la cosa, pero lo dijo. El pasajero agudizó el oído. Todas las noches, después del trabajo, escribo o leo; es un vicio que no puedo dejar. Pero todavía no he publicado nada, dice. Cuenta, además, que ya van a ser 56 años desde que vino al mundo, pero que aún guarda la esperanza de publicar algún día un libro.
El pasajero piensa entonces en Sabato, en Monterroso, en Eco, en Saramago, algunos de sus escritores contemporáneos favoritos, quienes publicaron (ficción) muy entrados en años.

He tocado varias puertas, pero casi siempre me las cierran. Algunos, más «amables», no me las cierran, pero me dejan esperando siempre, que es lo mismo, dice el taxista.

El hombre que está a su lado quiere decirle que casi siempre es así; que no hay camino más difícil que el de un escritor; que, por ejemplo, a García Márquez un crítico español, luego de leer su novela La Hojarasca, le escribió recomendándole que se dedique a otra cosa. Que de Stendhal decían que era un payaso que jamás escribiría una obra maestra. O que alguna vez tildaron de adefesio y mamarracho un poema de Vallejo. Sin embargo no dice nada.

File:D'Artagnan Auch.jpg
Estatua de D'Artagnan, personaje de Los tres mosqueteros.


Es cierto. No hay camino más difícil que el del escritor, deberíamos decir, mejor, que el del artista. A Brahms, el genial Brahms, en su primer concierto para piano y orquesta, cuando él mismo tocaba el piano, lo silbaron y le arrojaron basura. Van Gogh vendió muchos cuadros pintados por él como material inservible, de reciclaje, para poder comprar lo necesario y seguir pintando, cuando hoy esos «trastos» valdrían millones. «Algunos hombres nacen póstumamente», escribió con razón Nietzsche.

¿Y qué escribe?, pregunta el pasajero. De todo un poco: poesía, cuentos, ensayos. Tengo una novela terminada. Mi casa está llena de manuscritos, concluye diciendo entre risas el taxista. Luego empieza a criticar, sobre la base de argumentos sólidos, la sociedad en la que vivimos; manifiesta una y otra vez su inconformidad con el estado de las cosas. Habla de política, de educación, incluso de él mismo. Al pasajero, entonces, se le viene a la mente algunas cosas que leyó acerca del poder de la ficción.
Los artistas siempre son seres inconformes, piensa. El arte, sobre todo la literatura, siempre está abriendo una brecha entre lo que somos y lo que quisiéramos ser. «Por su sola existencia, ella es una acusación terrible contra la existencia bajo cualquier régimen o ideología: un testimonio llameante de sus insuficiencias, de su ineptitud para colmarnos. Y, por lo tanto, un corrosivo permanente de todos los poderes, que quisieran tener a los hombres satisfechos y conformes.»

Estudié dos carreras, amigo, Literatura y Geología, en la UNSA; pero míreme, trabajo «taxeando». No me avergüenza, pero siento que esto no es para mí, y disculpe si es vanidad.

No, claro que no, dice el pasajero.

Tengo muchas deudas; mi casa un día de estos quizá me la embarguen. ¿Y a dónde voy a ir? Tengo un hijo pequeño, no quisiera que él pase por una situación así.
El viaje continúa. Taxista y pasajero entran en más confianza. Ahora hablan de cosas más felices: de libros, de escritores. Dumas, Victor Hugo, Cervantes, dice el primero; Sabato, Saramago, Calvino, el segundo.
El taxi disminuye la velocidad. Bien, amigo, llegamos a Correo —el carro se detiene—. ¿Y cuál es su nombre?, pregunta el taxista. José Manuel, José Manuel Coaguila, responde el pasajero. ¿Y el de usted?, devuelve la flor. Artagnan Atanacio, contesta.

¡Tenía que llamarse Artagnan!, dice para sus adentros el pasajero bajándose del taxi.


José Manuel Coaguila

martes, 13 de marzo de 2012

Caldo de palabras

Lo extraordinario también lo hallamos en el léxico: hay palabras únicas, exactas, que se ajustan perfectamente a lo que queremos decir, pero también latas; las hay asimismo curiosas, extrañas, con características singulares. Y del mismo modo, frases excepcionales, como las paradojales y las palindrómicas. De ello nos ocuparemos en esta columna.

Curiosas. 1. Si los nombres de todos los infinitos números fueran ordenados alfabéticamente, «catorce» sería el primero, pues no hay ningún guarismo cuyo nombre empiece con a o b. 2. «Cinco» tiene cinco letras; en ningún otro número escrito en castellano se da esa misma coincidencia. 3. «Electroencefalografista» es la palabra más larga (23 letras) en el Diccionario de la Real Academia Española. 4. «Menstrual» es el término más extenso (nueve letras) con solo dos sílabas. 5. «Euforia»: palabra con las cinco vocales y solo dos consonantes; posiblemente sea la más corta en castellano. 6. «Barrabrava»: una letra aparece una sola vez, otra aparece dos veces, otra tres veces y la cuarta cuatro veces.  7. La palabra «reconocer» se lee también de derecha a izquierda.
Por otro lado, existen vocablos que se derivan de nombres propios: «linchar» procede del apellido de Charles Lynch; «magnolia», del de Pierre Magnol; y «saxofón», del de Adolphe Sax. Y hay más: silueta, nicotina, pasteurizar, sadismo, guillotina, decibel, algoritmo, begonia, boicot.

Pierre Magnol (1638-1715), botánico francés.

Palíndromos. «Nuestro idioma parece ser particularmente propicio para los juegos de palabras», escribió Augusto Monterroso, quien, según confesó, «durante tardes enteras o noches a la mitad», junto a escritores como Juan José Arreola o Carlos Illescas (Cortázar también fue bueno en esto), se exprimía el seso tratando de hallar palíndromos.
Los palíndromos son esas palabras o frases que pueden leerse igual de izquierda a derecha que de derecha a izquierda. Así tenemos: «sometemos», «Onís es asesino», «dábale arroz a la zorra el abad», «Anita lava la tina», «amo la paloma», «la ruta nos aportó otro paso natural», etc.
Por otra parte, los números con esta misma característica se llaman capicúas. Ej.: 1331.


Paradojas. «Consideremos la afirmación: ‘Esta afirmación no es verdadera’. Ahora bien, ¿es verdadera esa afirmación? Si lo es, no lo es; si no lo es, lo es. Es un ejemplo perfecto de paradoja. Es decir, se trata de una oración cuya veracidad conduce a una contradicción, y la negación de su veracidad también lleva a otra contradicción.»
Así como esta hay otras, por ejemplo: 1. ¿Puede Dios, omnipotente, hacer una piedra tan pesada que él no pueda levantarla? 2. Si no me equivoco, el mundo se acabará en veinte días.
Chesterton y Russell eran bonísimos en construir paradojas.

Precisas. En el lenguaje periodístico hace falta a veces términos precisos; quizá estos puedan servir de algo: Uxoricida: hombre que mata a su mujer. Bínubo: casado por segunda vez. Chupóptero: persona que, sin prestar servicios efectivos, percibe uno o más sueldos. Esclisiado: herido en el rostro. Mamandurria: sueldo que se disfruta sin merecerlo. Mortinato: dicho de una criatura: Que nace muerta. Occisión: muerte violenta. Logomaquia: discusión que se atiende a las palabras y no al fondo del asunto. Derrabe: derrumbamiento en lo hondo de una mina. Etc.

Occisión: muerte violenta.
Latas. «Lato, ta. Se dice del sentido que por extensión se da a las palabras, sin que exacta o rigurosamente les corresponda». Si revisamos en el DRAE el significado de los siguientes términos, nos daremos cuenta de que no significan exactamente lo que creemos: euforia, exuberante, exhausto, falencia, fiambre, penuria, personificar, ingenuo, intempestivo, etc.


José Manuel Coaguila

martes, 6 de marzo de 2012

Mutilaciones sexuales sudanesas

«[...]

«Una mujer de la tribu oficia de operadora. Se trata generalmente de la matrona de la aldea, que valiéndose de un instrumento cortante (hoja de afeitar, cuchillo, etc.), corta el clítoris, los labios interiores, despegando finalmente la pared interior de los labios exteriores. La mujer, generalmente niña, que es sometida a este suplicio, pues no se le puede llamar de otra forma, sentada en el suelo o en un banco pequeño, es sostenida de los brazos, por otra mujer sentada detrás, mientras otras dos le agarran de las piernas para impedir que se mueva.

«La segunda fase de esta feroz ceremonia se inicia de inmediato. Una vez extirpado lo que se juzga necesario, se procede entonces a clausurar el órgano genital; para ello se utilizan espinas de acacia enana, de más o menos diez centímetros de longitud, con las que van atravesando la vagina casi en su totalidad. Se deja apenas un pequeño orificio para la salida de la sangre menstrual, colocando para el efecto un pequeño palito de fósforo o un pequeñísimo pedazo de bambú, que impida la cicatrización total.

 
«Entre las espinas se pasa de inmediato una cuerda a manera de corsé, cerrando la herida. Se vierte entonces sobre la llaga una mezcla de azúcar y de goma arábiga, que funciona como una cola hermética. Finalmente, con el fin de que permanezcan unidas, se amarran las piernas de la niña hasta el tobillo, lo cual evitará que el movimiento impida la cicatrización. La niña es colocada entonces sobre una estera y sometida a vigilancia para cerciorarse de que orine, lo que demostrará que el orificio uretral no está bloqueado.

«A estas alturas, la niña, completamente exhausta, agotada, y prácticamente vencida, ya no grita, ya no llora. Es sólo un guiñapo humano.

«Cuando, pasado el tiempo, la mujer contrae matrimonio, debe ser sometida a una ceremonia más inhumana, si cabe, que la de su infibulación. El marido la recibe en su domicilio, procede a quitarle la ropa, y azotarla hasta que sangre, para luego pasar al acto de 'apertura vaginal'. Como no puede desflorarla con su sexo, se vale de un cuchillo que hunde en la vagina, destrozándola, y, así, manando sangre, en abundancia, penetra a su mujer, quien debe permanecer después ocho días echada y prácticamente sin movimiento para evitar la cicatrización de la llaga, y recibiendo a su marido que según la tradición debe, en ese lapso, mantener relaciones reiteradas y prolongadas con ella para que se vaya formando un vestíbulo.»

(Semanario La Calle, Lima, 1979, 1:5, 12.)

Citado por Denegri, Marco Aurelio, en: (2008) Hechos y opiniones acerca de la mujer, San Marcos, Lima, pp. 252-253.

En la otra orilla (a propósito de ser mañana el Día de la Mujer)

La mujer, hoy, goza de los mismos derechos que el hombre, y seguramente esto es una perogrullada, un truismo, pero ha sido tanto el daño que se les ha hecho a las mujeres, confinándolas casi a un status de «cosa», que vale la pena repetirlo una y otra vez, como para no olvidarlo.
Ahora la mujer puede estudiar, sufragar, ocupar cargos que antes le eran vedados; ser, en fin, independiente, valerse por sí misma, desligada cada vez más de las estructuras patriarcales que antes la sometieron. Sin embargo, esta situación no es ecuménica. En la otra orilla del río está un gran número de mujeres que todavía hoy, en pleno siglo XXI, padecen terribles vejámenes, so pretexto de honrar tradiciones y costumbres milenarias.

Ácido en la cara. Hace unos años, Vargas Llosa escribía un artículo donde nos informaba sobre la costumbre de algunos bangladesíes de rociar ácido en la cara de sus mujeres. «Recurren a ella los maridos irritados por no haberles aportado la novia la dote pactada, o los candidatos a maridos con quienes la novia, adquirida mediante negociación familiar, se negó a casarse.»
En este lado del mundo quizá ocurran cosas similares, y de hecho ocurren, tal vez incluso peores, pero la diferencia está en el castigo que reciben los victimarios. En Bangladesh, los criminales «rara vez son detenidos; si lo son, suelen ser absueltos gracias al soborno. Y, si son condenados, tampoco es grave, pues la multa que paga un hombre por convertir en un monstruo a una mujer es apenas de cuatro o cinco dólares.»



Crímenes sexuales. La clitoridectomía o ablación del clítoris se practica en países como Sudán, Egipto y Somalia. En Siria, Jordania, Irak y Arabia Saudita la costumbre no está tan difundida, pero existe.
La operación casi siempre la lleva a cabo una comadrona desconocedora de las reglas más elementales de asepsia. La mujer, instrumento cortante en mano (navaja, cuchillo, hoja de afeitar, etc.), extirpa el clítoris sin anestesia, así como los labios interiores y, en la mayoría de los casos, la pared interior de los labios superiores de la vagina. Pero si ello no es garantía suficiente para prevenir el coito premarital, entonces se echa mano a la infibulación, es decir, al cierre del orificio vaginal: se cosen los labios superiores. El proceso es extremadamente doloroso; rebasa cualquier idea de dolor que podamos tener en mente. [En este blog encontrará una descripción detallada del procedimiento.]
Terminado el ritual, la púber, «completamente exhausta, agotada, y prácticamente vencida, ya no grita, ya no llora. Es sólo un guiñapo humano.»
Pero lo peor está por venir.


Moral y ética. «El conjunto de las costumbres y normas de un grupo o una tribu constituye su moral. Cosa muy distinta es la ética, que es el análisis filosófico y racional de las morales. Mientras la moral puede ser provinciana, la ética siempre es universal. Desde este punto de vista ético, lo importante es determinar si una norma es justificable racionalmente o no; su procedencia tribal, nacional o religiosa es irrelevante.»
Juzguemos, pues, los crímenes descritos arriba, sobre todo los sexuales, desde un punto de vista ético, no moral; puede ser que ellos formen parte de costumbres ancestrales, pero no por ello deben justificarse.
«Todo es respetable en una cultura mientras no constituya una violación flagrante de los derechos humanos, es decir de esa soberanía individual que ninguna categoría colectivista ―religión, nación, tradición― puede arrollar sin revelarse como inhumana e inaceptable.»


José Manuel Coaguila