martes, 31 de julio de 2012

Un Vallejo desconocido


Por ejemplo, que fue profesor de Ciro Alegría, el prólogo de Valdelomar para Los heraldos negros que nunca llegó, el comentario cáustico de Clemente Palma sobre su poema El poeta a su amada, su injusto encarcelamiento de 112 días, su expulsión de Francia; en fin, podríamos hablar sobre tantos aspectos interesantes de la vida y obra de César Vallejo que seguramente nunca acabaríamos. Por eso solo hemos elegido un puñado de ellos, movidos por el ánimo revelador que despierta la lectura de Vallejística, el segundo capítulo del libro que Marco Aurelio Denegri publicó en el año 2009.


Denegri reclama, seguramente con razón, la primicia de dar a conocer una tribulación muy íntima del vate peruano: la preocupación de saberse mantenido. Escribe Marco Aurelio en la página 77 de Cajonística y Vallejística: «El poeta, además de las penurias económicas que lo venían afligiendo desde hacía mucho tiempo, confesó a José Antonio Vallejo Carrillo […] que tenía la preocupación obsesionante de considerarse mantenido, de considerar que vivía a expensas de su mujer.

Y esto me avergüenza tanto —decía Vallejo—, que no soy capaz de confesarlo en español, tengo que decirlo en francés: ‘Je suis un maintenu’ (‘Soy un mantenido’).’»

En el mismo libro, Denegri llega a la conclusión de que Trilce, título del segundo libro de poemas de Vallejo, no significa nada en especial. Que es una combinación de triste y dulce, no; que es porque el libro costaba tres soles, tampoco; que alude al nombre de una flor silvestre ya extinta, menos. La voz —dice Denegri, citando a Georgette de Vallejo— fue elegida «‘por su sonoridad’», esto es, por su eufonía, porque sonaba bien». ¡Tril…ce! Eso es todo.


Rostros de memoria. Visiones y versiones sobre escritores peruanos, de Pedro Escribano, es otro libro que nos puso al corriente de episodios desconocidos, al menos para nosotros, de la vida de César Vallejo. En él se cuentan anécdotas muy originales y salerosas. Citaremos solo una.

Cuenta Escribano, sobre la base de documentos fehacientes, que cierto día, en París, el recién llegado Vallejo y un amigo anfitrión acabaron «pepeados». Sí, señores, «pepeados». El poeta, estimulado por el vino, «terminó en las manos, mejor dicho […] “en las piernas” de las hábiles y taimadas pouppées parisinas.» Cuando despertó, al día siguiente, los dulces recuerdos de la noche licenciosa se volvieron amargos al darse cuenta que lo habían desvalijado. A su amigo también. «Las fugaces compañeras los habían dormido con alguna pócima y se habían llevado del poeta todo su dinero no sin ‘respetar’ algunos francos para el pasaje de retorno a sus respectivos domicilios. Habían tenido esa generosa consideración de no robarles todo.

Vallejo se sintió en la calle. Tuvo que vender las pocas cosas que tenía. Lo más valioso que poseía era su maleta. Cuando la vació para ofrecerla al mejor postor, en ella solo había ropa sucia, poca, y algunos ejemplares de Los heraldos negros, Trilce y Escalas melografiadas que había llevado desde Lima.»

(Continuará...)


José Manuel Coaguila

martes, 24 de julio de 2012

Un año de letras*

El miércoles 20 de julio de 2011, en la página 4 de este diario, apareció por primera vez esta columna. El nombre lo hizo la urgencia; había que ponerle uno, y salió cualquier cosa. Aunque, analizándolo bien, tampoco está tan mal, ¿no? Es un nombre que sintetiza muy bien lo que hemos hecho a lo largo de todo un año, en más de 50 columnas. Nuestra formación es totalmente libresca, no vivencial; hemos leído más de lo que hemos vivido; los libros nos han permitido tener las vidas que nuestra naturaleza transitoria y finita jamás podrá concedernos. Así es que no podíamos ceñirnos a otra cosa que no sean las letras: el número de obras citadas supera ampliamente el de las columnas donde aparecen.

Este espacio cumple un año, el periodo que siempre quisimos alcanzar. El balance final es relativamente bueno, pero, la verdad, no nos satisface totalmente; tenemos la sensación de que pudimos hacer cosas mejores. El tiempo nos puso muchas zancadillas.

Aprovechamos la oportunidad, también, para decirles a los que venían a buscarnos al diario que lo crean, que sí éramos nosotros. Casi todos, al vernos, preguntaban, dudosos, si verdaderamente hablaban con José Manuel Coaguila. Se iban incrédulos. Nuestra juventud y menuda contextura seguramente hacían creer lo contrario.

Como esta, hay muchísimas anécdotas más. Como aquella vez que se cortó la luz justo cuando terminábamos de escribir una columna y, como casi nunca utilizamos la batería de nuestra laptop, que estaba totalmente descargada, tuvimos que deambular por todo Hunter pidiendo una limosna de electricidad. Teníamos que enviar el artículo ¡ya!, no había tiempo que perder.

Errores también los hubo. Por ejemplo, cierta vez apareció «Humberto», el nombre de Eco, así, con hache, cuando todos bien sabemos que, cuando nos referimos al novelista, semiólogo y ensayista italiano, la muda está por demás; el Word, desafortunadamente, corrigió a los padres de Eco y nosotros no nos dimos cuenta de ello. También aquella vez que cambiamos la historia de una enemistad y dijimos «cuando Gabo noqueó a Vargas Llosa», haciendo referencia al título de un libro, cuando los hechos, bien saben ustedes, queridos lectores, fueron al revés. Qué le vamos a hacer, nuestro inconsciente prefiere a García Márquez.

Con respecto a los temas que hemos tocado durante todo este año, la variedad ha sido nuestro distintivo. Desde literatura, lectura, libros, educación —pasando por cine, Historia, pintura, gramática—, hasta industria farmacéutica, Internet, televisión, historia de la sexualidad, mitos, amor. Todo cuanto pudimos. También temas controversiales, como las corridas de toros y la eutanasia, por ejemplo, por los que recibimos correos electrónicos sazonados con hiel e injurias. «¡Renuncia en el acto!», nos pidieron.
 
Por último, queremos agradecer a todos los que nos escriben sobre asuntos interesantes; también a los que visitan nuestro blog (jmcoaguila.blogspot.com), donde están todos los artículos publicados en este espacio, cuyas visitas, apenas en un año, se cuentan por miles. Gracias sobre todo a Fiorela y a Edwin; a ellos les debo todo. Volveremos pronto.


José Manuel Coaguila

 * Publicado en diario Correo Arequipa el 25 de julio de 2012.

martes, 17 de julio de 2012

Manual para Élder


Hay libros que pueden, en cuestión de horas —las que demore leerlos—, traerse abajo todo un sistema de creencias cuyos cimientos, fortalecidos por el tiempo, pensábamos indestructibles. A este grupo, de acuerdo a nuestras experiencias personales, pertenecen Manual del perfecto idiota latinoamericano, de Plinio Apuleyo Mendoza, Carlos Alberto Escobar y Álvaro Vargas Llosa (en asuntos políticos); Por qué no soy cristiano, de Bertrand Russell (en cuestiones religiosas); y Cartas a un joven novelista, de Mario Vargas Llosa (en cuanto a la vocación literaria). Podríamos agregar a esta lista La vida en común, de Tzvetan Todorov, que desmitifica como ningún otro las relaciones humanas.

Quizá sería exagerado decir que estos libros nos cambian la vida. Pero de lo que sí estamos seguros es que luego de leerlos es imposible no mirar las cosas de diferente manera.

Esto viene al caso porque, precisamente, queremos recomendar la lectura de uno de ellos a un lector que nos escribió acerca de nuestra última columna: El síndrome Galeano.

El señor Élder Purguaya tiene razón cuando nos dice que es imposible ser apolíticos, que el tratar de serlo es, a la vez y más profundamente, ir contra esta misma intención, o sea hacer política. Esto ya nos lo comentó alguna vez Alina Rivera, quien además, viendo nuestro total desinterés por la política, hizo que leyéramos la famosa frase de Bertolt Brecht sobre el asunto, esa que dice algo así como que el peor analfabeto es el analfabeto político. Sobre este punto, creo que la razón lo asiste, mi querido Élder. Pero en nada más.


Rechazamos totalmente el libro que usted defiende, Las venas abiertas de América Latina. Y es aquí donde le aconsejamos leer Manual del perfecto idiota latinoamericano, sobre todo el capítulo III. Allí está expuesto con más claridad y contundencia lo que a continuación diremos y citaremos:

1) No es cierto —como dice Eduardo Galeano, autor de Las venas... que lo que unos tienen, siempre se lo han quitado a otros, pues la riqueza no es «un cofre que navega bajo una bandera extraña y todo lo que hay que hacer es abordar la nave enemiga y arrebatárselo».

2) «No se trata —como cree Galeano— de que las naciones depredadoras se aprovechan de la debilidad de sus vecinas para saquearlas, sino de que explotan al máximo sus propias ventajas comparativas para ofrecer al mercado los mejores bienes y servicios al mejor precio posible.»

3) No podemos hacer nada más benevolente que despreciar un libro donde se afirma que sería perjudicial para América Latina industrializarse, y donde se condena las políticas de natalidad diciendo estúpidamente que en esta parte del mundo hay suficiente territorio como para albergar a muchos más. Presume Galeano que convencer a las mujeres de que tengan menos hijos es «poner un dique al avance de la furia de las masas en movimiento y rebelión.» ¿No es esta una verdadera idiotez?


José Manuel Coaguila

martes, 10 de julio de 2012

El síndrome Galeano

A pesar de lo degradante e insufrible que resulta viajar en combi, hay gente, como quien escribe estas líneas, por ejemplo, que se da maña para leer algo en ellas. Pero no creo, sobre la base de mi propia experiencia, que haya alguien que pueda zambullirse en una lectura profunda y cuidadosa en medio del ruido de los motores, las bocinas, los pregoneros, la música. En un lugar así solo se lee someramente, y eso es lo que yo hago cada vez que tengo la fortuna de tener un libro en mis manos y la desdicha de subirme a una combi.

Pero vayamos al grano. Lo que quiero contarles es que hace un par de días, en una combi, un muchacho leía un libro con una atención tan grande como inusual. Yo también tenía uno en las manos, pero el lugar era tan inapetente para la lectura que ni siquiera tenía ganas de leer el texto de la contratapa. Me asombró, por ello, ver a ese muchacho tan enfrascado en lo que hacía. Hasta que tuvo que bajarse del vehículo no dejó de leer, y lo hacía con tanto interés que incluso, contagiado, llegué abrir el volumen que tenía sobre mis piernas. ¿No sienten curiosidad por saber, queridos lectores, el título del libro causante de tal prodigio? Yo también la sentí, así es que me las apañé para averiguarlo.


Recuerdo haber leído Las venas abiertas de América Latina en mis años universitarios, o sea no hace mucho. El libro causó en mí el mismo efecto: acaparó mi atención como pocos. Su prédica —como la luz a algunos insectos— seduce, atrae, ciega. Y es que la victimización y la patriotería siempre funcionan. Pero este no es el momento para zanjar posiciones políticas. Lo que sí quiero decir es que ese libro hay que leerlo con guantes quirúrgicos puestos, con pinzas y bisturí, que hay mucha distorsión de la realidad en él, que hace lo que la flauta con la cobra y por ello hay que tener cuidado. Si tienen en claro, muy en claro, que el verdadero progreso de los pueblos solo se logra respetando las libertades política y económica, entonces podrán zafarse del paternalismo que despierta, de esas ideas románticas que suenan bonito pero que no nos llevarán a ninguna parte.

El libro de Eduardo Galeano es uno de los que más se han leído por estas tierras, y debe ser también el que más conmoción ha causado. Hay gente que todavía lo lee apasionadamente, incluso en una combi. Debe ser porque endulza mucho la boca, pero cuidado que con tanto dulce se pueden pudrir los dientes.

Chávez le regala el libro Las venas abiertas de América Latina a Obama.

Como el muchacho de mi historia hay muchas otras personas. El mismo Galeano nos lo cuenta, así tenemos, por ejemplo, a «la muchacha que iba leyendo este libro [Las venas…] para su compañera de asiento y terminó parándose y leyéndolo en voz alta para todos los pasajeros […]; o el estudiante que durante una semana recorrió las librerías de la calle Corrientes, en Buenos Aires, y lo fue leyendo de a pedacitos, de librería en librería, porque no tenía dinero para comprarlo».


José Manuel Coaguila