martes, 18 de junio de 2013

Carlos Cuauhtémoc Sánchez


En el siglo XVIII, como bien saben todos, no había televisión ni Internet; sin embargo, el filósofo David Hume se quejaba de que vivía «en una época en que la mayoría de los hombres parecen estar de acuerdo en convertir la lectura en una diversión y rechazan todo aquello que exija para ser comprendido de un grado considerable de atención». Ahora, en el siglo XXI, la situación no es igual, es peor. La imagen ha desplazado a la palabra y el hipervínculo ha estropeado nuestra capacidad de concentración. La televisión nos recuerda todos los días de dónde venimos, pues el puro acto de ver es animal, y el Internet, al hacernos la vida más fácil, nos ha devuelto al mundo de las cavernas de tanto simplificarnos el cerebro. Es en este contexto donde aparecen los libros del mexicano Cuauhtémoc Sánchez, que estará en Arequipa este sábado 22.
 
Me he tomado la molestia, la gran molestia, de comprar algunos de sus libros, y nunca, ni siquiera las veces que encontré páginas en blanco en los textos que adquirí, me he sentido tan estafado; hasta hubiera preferido que todas sus hojas estén vacías. La verdad es que no he terminado de leer nada de Cuauhtémoc. Su literatura es tan pobre que da pena. Además, ese tonito moralizante que tanto detesto está por todo sitio. Tú lees a Cuauhtémoc y sientes que estás mirando una telenovela o escuchando un discurso del doctor Tomás Angulo. Este mexicano es, pues, el eximio representante de la banalización de la literatura, culpa de escritores cursis y sentimentales que, como él, ofrecen consuelos vulgares a los problemas de la vida, como si esa sería la razón de ser de la novela, el poema o el cuento, o, peor aún, como si la existencia tendría su receta y los seres humanos nos instruiríamos a costa de otros. No, señor Cuauhtémoc, no es así; la vida es ajena a las fórmulas y los jóvenes, a quien usted mayormente se dirige en sus libros, solo aprenden a costa suya.
 
El escritor Henry Miller le escribió a su amante y colega Anaïs Nin en una carta: «Tienes una capacidad, por puro sentimiento, que cautivará a tus lectores. Sólo que debes tener cuidado con tu razón, tu inteligencia. No trates de dar soluciones […]. No sermonees. No saques conclusiones morales. No existe ninguna, de todos modos.» Salvando las diferencias, yo pienso como Miller; no me gusta la literatura pedagógica, moralizante. Hay que rechazar decididamente toda solución paternalista. La aportación que la literatura puede ofrecer es solo indirecta. «Moralizar es inútil —ha dicho Augusto Monterroso—. Nadie ha cambiado su modo de ser por haber leído los consejos de Esopo, La Fontaine o Iriarte. Que estos fabulistas perduren se debe a sus valores literarios, no a lo que aconsejaban que la gente hiciera. A la gente le encanta dar consejos, e incluso recibirlos, pero le gusta más no hacerles caso.»
 
Como les dije al principio, Carlos Cuauhtémoc Sánchez llega a nuestra ciudad este sábado 22 de junio para dictar una conferencia. Seguramente la gente abarrotará el coliseo Arequipa y él, entusiasmado, amenazará con escribir otro libro. Pero que sepa el señor Cuauhtémoc que no todos tenemos tan malos gustos, que, aunque pocos, todavía hay jóvenes que leen a Borges y a los que su nombre solo les recuerda al último tlatoani azteca.
 
José Manuel Coaguila

lunes, 10 de junio de 2013

Lurgio Gavilán Sánchez


Nunca imaginé conocer a Lurgio Gavilán Sánchez. Hace casi medio año iba yo leyendo en una combi el artículo que escribió Vargas Llosa sobre él, asombrado, exaltado, conmovido, y una vez que terminé, consciente de mis posibilidades, deseé únicamente encontrar el libro de Lurgio a como dé lugar, jamás conocerlo personalmente; sin embargo, y como todo lo hermoso de esta vida te sale por donde menos te esperas, conocí a Lurgio hace unos días.
 
¿Y quién es ese señor?, se preguntarán los que nunca han oído hablar de él. Lurgio Gavilán ha sido terrorista, soldado y novicio franciscano, y ahora es candidato a doctor en antropología. Tiene cuarenta años, pero ha vivido como si tuviera el cuádruple. Ha escrito Memorias de un soldado desconocido, un libro autobiográfico que, seguramente, ya debe de estar en la lista de los más vendidos en el Perú de los últimos años. En este libro, Lurgio, que perteneció Sendero Luminoso cuando era casi un niño, cuenta las atrocidades que se cometían contra los pobres y, paradójicamente, en nombre de los pobres, en busca del paraíso terrenal que prometía la ideología comunista. Y la situación no cambió mucho cuando por cosas del azar terminó vistiendo el uniforme militar y combatiendo contra sus excamaradas. Muerte y destrucción, salvando las diferencias, venían de ambos lados. Solo la vida religiosa le daría la tranquilidad que halló en su bucólica niñez, rodeado de los suyos, allá en Ayacucho.
 
A mí, como todos los dichos que de tanto repetir pasan a ser supuestos axiomas, jamás me pareció cierta la idea de que nunca es tarde para estudiar, pero el caso de Lurgio me sale al frente y me estalla en la cara. A la edad que todos terminan sus estudios secundarios, Lurgio recién empezó su educación formal. En el Ejército inició de cero; destacó. Luego, en los años que estuvo de novicio franciscano, vivió dedicado al estudio y a la reflexión, aunque sin descuidar su labor misionera. Colgó los hábitos y así murió por cuarta vez, pero volvió a resucitar, ahora para dedicarse a la vida universitaria. Estudió antropología en la Universidad de Huamanga y hoy es candidato a doctor por la Universidad Iberoamericana de México. Todo esto lo cuenta en su libro.
 
Los peruanos tienen que leer a Lurgio, sobre todo los escolares. Los profesores, en vez de darles a sus alumnos libros de Cuauhtémoc Sánchez y echarles a perder el gusto por la buena literatura, deberían incorporar en sus planes de lectura Memorias de un soldado desconocido. Con él mermarían grandemente la ignorancia que sobre el terrorismo muestran muchos estudiantes, que ni siquiera saben quién fue Abimael Guzmán.
 
Y para aquellos que ya hayan leído el libro de Gavilán y busquen textos similares, testimoniales, que muestren las atrocidades que los seres humanos somos capaces de cometer, les recomiendo tres trabajos parecidos: Yo me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia, de Elizabeth Burgos; Informe del viaje al Congo, de Roger Casement; y Biografía de un cimarrón, de Miguel Barnet. He llorado leyendo estos tres libros.
 
Pero lo que les quería contar, caros lectores, es otra cosa. Lurgio estuvo hace unos días en Arequipa. Yudio Cruz, Percy Prado y yo lo visitamos en su hotel. Gavilán es un buen conversador; sencillo, amable, franco; parece un asceta; su tonito de voz sacerdotal inspira confianza y ternura. Concedió una entrevista a diario Correo que vale la pena volverla a leer; la pueden encontrar en este blog: yudiocruz.blogspot.com.


José Manuel Coaguila

miércoles, 5 de junio de 2013

El dinero


Dicen que el amor y el odio se parecen mucho, y es tanto el parecido que muchas veces, en realidad, amamos cuando creemos odiar. El verdadero enemigo del amor, por tanto, no sería el odio, sino la indiferencia. Amar a alguien u odiarlo, con las actitudes que estos sentimientos conllevan, es reafirmar la existencia de la persona a la que tales sentimientos se refieren, pero ser indiferente es eliminarla socialmente, y esto es lo más doloroso para nosotros, seres hechos no solo de carne y hueso, sino también de miradas ajenas.
 
Con las cosas pasa algo parecido. Despreciar algo es, a veces y muy en el fondo, desearlo. Entre las tantas ideas equivocadas de los libros de autoayuda figura una que cuestiono mucho, y es esta de que el dinero no da la felicidad. Sí, claro, no da la felicidad, como nada en este mundo de una manera exclusiva. Además, puedes tenerlo todo y ser infeliz, que la naturaleza nos ha hecho insatisfechos por antonomasia. Pero a lo que iba era a esto, que está muy de moda, de decir que no nos importa el dinero. ¡Se ve tan falso! Y quienes lo dicen son mayormente gente adinerada. Yo creo que el desprecio público es un amor furtivo. En realidad, esta pose es un lujo que solo se pueden dar los ricos (o los tontos).
 
El dinero da la felicidad, ¡pero te hace todo tan fácil! Es cierto, no lo compra todo, pero tampoco el amor, así es que no hay por qué hacer tantas diferencias. Dejemos ya de ser hipócritas, que a todos nos gusta la plata, y quien diga que no, que todo lo que le sobre se lo dé a los que piensan como yo. Y en esto me hubieran respaldado José Santos Chocano, Roberto Arlt y Marcel Proust, solo por citar a algunos hombres de letras, escritores que, valgan verdades, tocaron extremos en cuanto a esto del amor por el dinero.
 
Chocano llegó a hacer excavaciones en Santiago de Chile buscando el tesoro perdido de los jesuitas. «Los vecinos […] —cuenta Luis Alberto Sánchez— recuerdan que Chocano recorría, hora tras hora, los escombros abiertos y esparcidos en la esquina de San Antonio con Mapocho. Vano pugnar. Al cabo nada salió del seno de la tierra. Los escavadores [sic] volvieron a suturar las heridas abiertas en aceras y calzadas; y, sobre la gran cicatriz del pavimento, ladró largamente, a la sordina, la penúltima espectativa [sic] de riqueza de José Santos Chocano…»
 
Jorge Luis Borges ha dicho de Roberto Arlt: «Era muy ingenuo. Se dejaba engañar por cualquier plan para ganar mucha plata, por descabellado que fuera, a condición de que hubiera en él algo deshonesto. Por ejemplo, se interesó mucho en el proyecto para instalar una feria para rematar caballos, en Avellaneda. El verdadero negocio consistiría en que clandestinamente cortarían las colas de los caballos, venderían la cerda y ganarían millones. Un negocio adicional: con las costras de las mataduras del lomo fabricarían un insecticida infalible.»
 
Y por último Proust, que se dejó convencer por el ingeniero químico Henri Lemoine e invirtió una buena cantidad de dinero en un proyecto descabellado: fabricar diamantes a partir del carbón. La estafa quedó al descubierto, Lemoine fue a la cárcel y Proust aprovechó la ocasión para escribir un estupendo libro sobre el asunto.
 
Odiar quizá sea una forma de amar. Despreciar el dinero tal vez sea una forma de avaricia. Yo no odio ni desprecio nada.
 
José Manuel Coaguila

lunes, 20 de mayo de 2013

El siguiente es el artículo del alcalde Alfredo Zegarra que tanto cuestioné en mi columna de diario Correo:

Guerra en Irak: No… la guerra es con nosotros

Muchos nos preguntamos, si realmente las guerras que matan a muchos hermanos tienen su origen en mentes cerradas y corazones duros, ¿Qué tienen que ver los inocentes que pelean, sin saber si realmente vale la pena los actos heroicos a que son sometidos y todo porque a los gobernantes se les ocurre enfrentar naciones enteras para obtener beneficios propios?.
 
La verdadera razón está en la expresión externa de lo que pasa en nuestra conciencia interior, por lo que la primera guerra es con nosotros mismos, la guerra es la falta de amor, es la ausencia de esa fuerza viva integradora, coherente, sensible y afectiva que mora en cada uno de nuestros corazones.
 
Es ignorancia no saber que el amor hacia los demás es parte de nuestra humanidad viva, es dejar sentir a cada uno dentro de uno. La guerra interior tiene armas tanto o más letales que los misiles, sus armas son el odio, el orgullo, los celos, el rencor, el resentimiento, la envidia, el egoísmo, etc.; cual infernal maquinaria de donde nace toda la violencia, que es nuestro mundo afectivo interior que luego se refleja en nuestras relaciones con los demás.
 
El enemigo no es tu hermano a quien tienes que matar eres tú mismo con el que tienes que luchar. Muertos no solo son los caídos en acción en los frentes de batalla, muertos son los indiferentes que son ajenos al dolor y al sufrimiento, aquellos que se lavan las manos y solo se dedican a criticar, echando la culpa a otros de sus propios fracasos y creen que la guerra no es con uno, sino con los demás, por lo que para estar en paz deben ganar su propia guerra, dejando aflorar sus sentimientos nobles.
 
Heridos no son los miles de civiles alcanzados por las bombas y los misiles, heridos estamos nosotros los que hemos perdido la integridad y la cualidad de ser humanos la cual aún estamos a tiempo de recuperar, si nos lo proponemos.
 
Refugiado no es aquel que pierde su hogar, o aquel que vaga de país en país sin rumbo fijo, refugiado es aquel que pierde sus virtudes, los valores, la autoestima y la ética humana, por lo que la verdadera batalla no está en un país lejano está en nosotros mismos, en nuestro hogar, en el trabajo, en la ciudad, en nuestra nación, por lo que traficante no es aquel que vende armas es aquel que vende su conciencia, su inocencia, su integridad y su humildad al mejor postor.
 
Si tomamos en cuenta todo lo anteriormente manifestado llegaremos a la conclusión que debemos ser guerreros, pero guerreros de la luz que vayamos al frente de batalla para derrotar la oscuridad que nos llena de tinieblas el corazón y el alma, invadamos la tierra del mal y la ignorancia con tropas que solo sean de amor y sabiduría, lancemos misiles de compasión y comprensión sin ninguna tregua, instauremos un gobierno que sea expresión de justicia y equidad, que reflejen en toda su magnitud el corazón humano. De esa manera al final no habrá vencedores ni vencidos, ni muertos ni heridos, solo habrá hermanos viviendo como humanos dejando que aflore en cada momento el afecto y el amor como sublime expresión de la misericordia de Dios.

...para los líderes de Arequipa

con afecto

Dr. Alfredo Zegarra Tejada


[Artículo aparecido en el Boletín Informativo AQP HOY, de la Municipalidad Provincial de Arequipa, diciembre de 2012.]
 
 

El alcalde Zegarra y Nostradamus


El alcalde Alfredo Zegarra ha escrito con un estilo bárbaro, con una ignorancia supina de las normas más elementales de la gramática y la ortografía. Y esto se le puede perdonar, pero no la cursilería y lo bombástico de su prosa, tan pobre y disparatada. Lo he leído y he sentido vergüenza ajena; también piedad. Si Zegarra hubiera vivido en tiempos del emperador romano Calígula, habría pagado muy caro la osadía de firmar un mamarracho así. En efecto, cuenta Suetonio, en Los doce césares, que «el autor de una poesía fue quemado de orden suya [de Calígula] en el anfiteatro por un verso equívoco.» En verdad, textos como el de Zegarra merecen críticos así.
 
Y que no piense el lector que ando detrás de lo que escribe el alcalde. Yo no lo he buscado; él me ha encontrado. El último viernes me regalaron en la calle el boletín informativo de la Municipalidad Provincial de Arequipa titulado AQP HOY. Es de diciembre del 2012, pero lo siguen repartiendo. Allí, en la página dos, aparece el artículo de Zegarra titulado «Guerra en Irak: No… la guerra es con nosotros» —¡qué nombre para más bobalicón!—. Después de leerlo uno se pregunta, cariacontecido, si votó por él.
 
¿De qué cerebro pudo haber salido una cosa así?, ¿de dónde tanta pobreza de pensamiento?, ¿de dónde tanta barbaridad léxica? Me resisto a creerlo. Pienso en hombres como Augusto Monterroso, Juan José Arreola y Paco Umbral, que ni siquiera acabaron sus estudios primarios pero que escribieron maravillosamente. Ahora pienso en Zegarra, un doctor. ¡Qué contraste!
 
El alcalde empieza así su artículo: «Muchos nos preguntamos, si realmente las guerras que matan a muchos hermanos tienen su origen en mentes cerradas y corazones duros, ¿Qué tienen que ver los inocentes que pelean, sin saber si realmente vale la pena los actos heroicos a que son sometidos y todo porque a los gobernantes se les ocurre enfrentar naciones enteras para obtener beneficios propios?.» Aunque les parezca increíble, este es el mejor párrafo de Zegarra. Veamos: ¿Coma después de «preguntamos», de «duros» y de «pelean»? ¿Punto después del signo interrogativo de cierre? Niños de primaria: ¿Las preguntas siempre se inician con mayúscula? Sigamos viendo: …Pone «vale la pena» en vez de «valen la pena». ¿Muchos?, ¿quién se cuestiona si realmente las guerras tienen su origen en mentes cerradas y corazones duros?; además, ni modo que se originen en mentes tolerantes y corazones bondadosos. ¿Actos heroicos a los que son sometidos?, ¿el heroísmo puede ser fruto de una obligación? No sigo por falta de espacio, pero le advierto, querido lector, que después viene lo peor: pésima puntuación, anacolutos, pleonasmos innecesarios, circunloquios enloquecedores. Si desea hacer penitencia, lea el texto completo de Zegarra en mi blog: jmcoaguila.blogspot.com.
 
Ahora, ¿qué quiso decir Zegarra en este párrafo? Ni los intérpretes de Nostradamus podrían decirlo, y eso que ambos son igual de oscuros.
 
 
Nostradamus publicó Las centurias en 1555; allí están todas las profecías que se le atribuyen. Arturo Uslar-Pietri ha dicho de este libro: «En el texto original […] es muy oscuro el lenguaje. La expresión es generalmente simbólica […]. Luego la construcción […] es anómala, y esto parece, y es lo que creen la mayoría de las gentes de hoy, que Nostradamus seguía un procedimiento que consistía en escribir primero en francés, luego hacer una traducción latina, y de este texto latino hacer una traducción literal al francés, con lo cual resulta una sintaxis mucho más oscura y difícil. De modo que, añadida al simbolismo, esta sintaxis aumentaba la oscuridad.» Algo similar podría decirse de la prosa de Zegarra. ¿Qué otra explicación puede haber?
 
José Manuel Coaguila

lunes, 13 de mayo de 2013

La Verdad y la mujer


La Verdad se parece a la mujer: la mitificamos mucho. Los encantos de una dama pueden ser fatales; los de la Verdad también. La Verdad, como la mujer, nos tienta siempre: provoca decirla. La mujer, como la Verdad, es incomprensible y compleja. La Verdad, al igual que la Justicia y la Libertad, está representada por una mujer. Las dos protagonizan un mandamiento de la ley de Dios. La mujer, comparada con el varón, muy pocas veces da un paso atrás en sus decisiones; la Verdad, por su parte, comparada con la Mentira, va borrando el camino por donde pasa. Ambas, mujer y Verdad, se parecen mucho, pero pocas veces caminan de la mano.
 
Amar a una mujer es peligroso; prendarse y prenderse de la Verdad, ceñirse siempre a ella, también. A los hombres, sobre todo cuando niños, se les enseña una gran mentira: «Hay que decir siempre la verdad», como si se pudiera, como si en todo momento fuese necesario y bueno hacerlo. Si a alguien se le ocurriese ir por la vida diciendo siempre la verdad, sembraría dolor, tristeza y destrucción. Hay cosas que no se pueden ni se deben decir. La señora Mentira es pacífica; la Verdad es incendiaria. Graham Greene ha dicho una verdad que, valga la redundancia, duele: «La verdad jamás le ha valido de nada al ser humano. La búsqueda de la verdad es cosa de filósofos y matemáticos. En las relaciones humanas, la bondad y las mentiras valen lo que mil verdades juntas».
 
Dice la ley de Dios: «No darás falso testimonio ni mentirás». Esto es imposible y, más todavía, nocivo. Lo mismo sucede con el «Ama a tu prójimo como a ti mismo», prédica divina que ya analizó Freud en El malestar en la cultura. Es imposible no mentir, decía, porque, además, la verdad no solo es un discurso verbal. La boca no monopoliza las mentiras, estas son propiedad común de todas las partes del cuerpo. Milan Kundera ha escrito en su novela La insoportable levedad del ser: «…vivir en la verdad, no mentirse a uno mismo, ni mentir a los demás, sólo es posible en el supuesto de que vivamos sin público. En cuanto hay alguien que observe nuestra actuación, nos adaptamos, queriendo o sin querer, a los ojos que nos miran y ya nada de lo que hacemos es verdad.» Pero la mujer exagera, a veces se maquilla en exceso.
 
La mujer, como el varón, miente, y creo que nadie lo hace mejor; mas también dice verdades. Ya he expuesto que la Verdad y la mujer se parecen mucho y que, sin embargo, pocas veces caminan de la mano. Es cierto, no se ven muy seguido, pero cuando se encuentran son muy destructivas. Las mujeres son expertas en herir con las palabras; los hombres, con los puños. Una mujer le dice a su chico «ya no te quiero», y este, furioso, golpea con su puño la pared. Las heridas de la mano sanarán pronto, pero las del alma quizá nunca.
 
«Se puede querer a alguien y de pronto desestimarlo y hasta detestarlo —ha escrito Ernesto Sabato—. Y si cuando lo desestimamos cometemos el error de decírselo, eso es una verdad momentánea, que no será más verdad dentro de una hora o al otro día, o en otras circunstancias. Y en cambio el ser a quien se la dijimos creerá que esa es la verdad, la verdad para siempre y desde siempre. Y se hundirá en la desesperación.»
 
Las verdades en las relaciones humanas casi siempre son momentáneas, pero destructivas. Las mujeres y el amor también.
 
José Manuel Coaguila
 

jueves, 2 de mayo de 2013

Víctor Hurtado Oviedo


Las cosas siempre se miran mejor si nos asiste la distancia prudencial de los años; es decir, si miramos hacia atrás desde un podio en cuya base diga, por ejemplo, «50 años después». De aquí a unas décadas, seguramente nos sorprenderá, se me ocurre, saber que existió un tiempo en que viajábamos en combi, que hubo gente que se moría por falta de dinero y que tomábamos gaseosa. Los que todavía lean libros impresos se asombrarán de que en estos tiempos haya habido tantos; pero de lo más, del disimulado y casi desapercibido paso por esta vida de uno de los escritores más exquisitos de las letras peruanas: Víctor Hurtado Oviedo.

Este hombre, de más de 60 años de edad, ha dedicado muchos años de su vida al periodismo, y gracias a ello podemos hoy disfrutar de sus escritos, que en realidad son pocos, pero suficientes para mostrarnos el gran talento que posee. Hurtado solo ha publicado un libro (primero se llamó Pago de letras, luego creció más y pasó a denominarse Otras disquisiciones), que ni siquiera fue pensado como tal, pues contiene artículos y ensayos que escribió para medios escritos cada vez que tuvo que hacerlo, y digo «tuvo» porque a él no le gusta escribir. «Yo no escribo —me ha dicho—, a mí no me gusta escribir, detesto hacerlo, yo daría cualquier cosa para no escribir, pero, paradójicamente, muchos años yo he vivido de ello».

Hurtado Oviedo es un limeño que desde hace más de 20 años radica en Costa Rica; allí es uno de los editores del diario La Nación. De él se han dichos cosas como: «Víctor Hurtado Oviedo es el Ronaldinho Gaucho puesto en la Literatura», «Quien no admira a Víctor Hurtado es porque no lo conoce», «Joven lector: si tu ídolo actual en prosa no conoce a Víctor Hurtado Oviedo, entonces cambia de ídolo. Estás perdiendo el tiempo». Y todo esto se ajusta tanto a la realidad, que ya parece un corsé. Yo agregaría: Leer a Hurtado es como viajar en un carro nuevo recién comprado: ¡te sientes tan cómodo!

«De tener yo una poética —ha escrito don Víctor—, cabría en dos frases: ‘Ninguna línea sin figura, ninguna línea sin idea’. El ensueño de mis sueños es una prosa de aluminio: ligera y brillante». Esto es lo más exacto que yo he leído acerca de la prosa de Hurtado; lástima que haya sido él mismo quien lo haya dicho, y todavía en condicional y en forma desiderativa. En efecto, sus escritos son calidad concentrada, nada sobra, nada está de más; no hay frases huecas, vacías; es como sí ya antes él las hubiese eliminado. Sus figuras retóricas y su humor son insuperables. El domingo, cuando conversábamos, le dije: A mí me parece que sus artículos tienen más de literatura que de cualquier otra cosa; ¿por qué nunca ha escrito poesía, cuentos, novelas?; ¡se le haría tan fácil! Hurtado, como un niño a quien le compran el juguete que él no ha pedido, dijo: No es lo mío. Pero lo intentó, le replico. Sí, intenté escribir una novela, pero el computador me la borró dos veces; entonces me dije: ¡esta máquina debe tener un programa de crítica literaria!... y abandoné el proyecto.
 
Hay que leer a Hurtado. Su prosa hace con nuestra mente lo que los caramelos de menta con nuestra boca; su humor es tan fino, que todo lo que toca, lo corta como mantequilla; y hace tan buena magia con las palabras, que, después de leerlo, los demás escritores desaparecen. Hay que leer a Hurtado, repito, y darle dentro de las letras peruanas el lugar privilegiado que se merece. Que ya no sea una sorpresa descubrirlo, sobre todo mañana.
 
José Manuel Coaguila

jueves, 25 de abril de 2013

No me cambien el nombre


Ya estoy harto de que mi computador cambie mi apellido Coaguila por Coahuila, como si me estaría refiriendo al estado mexicano donde nació el revolucionario Madero. Bueno, con mi nombre pasa, pues, como ya estoy avisado, la errata está bajo control, pero con otros no. Por ejemplo, recuerdo que una vez escribí Umberto Eco y luego apareció Humberto, con hache; lo peor es que me percaté del desacierto tecnológico cuando mi artículo ya estaba publicado.


Las máquinas tienen el perdón de Dios, aun cuando permiten empezar con minúscula su nombre y su libro; mas no los hombres. Y acá viene lo bueno, porque muchos se burlarán de las pobres computadoras, que, con tanta capacidad para procesar datos, se equivocan en cosas sutiles y quedan en ridículo, como Aquiles con su taloncito de azúcar; pero no se dan cuenta de que ellos, seres pensantes, con una capacidad para analizar situaciones en su debido contexto y elegir la solución más adecuada, tropiezan con la misma piedra y con los dos pies.

Ahí están, verbigracia, los Garcilazo de la Vega, los Vizcardo y Guzmán y los Gonzales Vigil, que aparecen así, mal escritos, en diarios, revistas, libros, y hasta en las fachadas de instituciones que llevan sus nombres. Por ejemplo, en el distrito de Hunter (Arequipa) hay un colegio que se llama como el ilustre precursor arequipeño, autor de Carta a los españoles americanos, pero que luce mal su apellido, y en todo su frente: Vizcardo, con zeta, cuando bien se sabe que es con ese.

Hay problemas también con el apellido del autor de Sobre héroes y tumbas, pues muchos lo tildan, Sábato, cuando el escritor argentino no firmó ninguno de su libros así. Lo correcto es Sabato, que es de origen italiano y, por lo tanto, sin acento ortográfico, como dijo el mismo Ernesto no recuerdo dónde. Y algo similar sucede con el apellido Belaunde, que muchos escriben con hiato, sin que haya registro de ello. Por ejemplo, el expresidente Fernando Belaunde Terry jamás tildó su apellido, y lo mismo podemos decir de otros insignes personajes que se apellidaron igual. Por el contrario, hay noticias del Belaunde diptongado, es decir, con acento en la a; además, por último, el apellido es de origen vasco y, por consiguiente, no está obligatoriamente sujeto a las reglas gramaticales y fonéticas del castellano.

Otro es el caso del único santo mulato de la Iglesia de Roma. ¿San Martín de Porras o de Porres? José Antonio del Busto Duthurburu ha dicho que «los apellidos Porras y Porres fueron uno solo, vale decir, el mismo. La forma ‘Porres’ —continúa Del Busto― no es un error sino una variante que, con frecuencia, se daba dentro de las ramas de los Porras…» Y oscurece más el asunto cuando pone «san Martín de Porras o Porres», y lo mismo con los ascendientes del santo.

Otros biógrafos de Martín han dejado en claro que el apellido original del santo es Porras. Y esto es respaldado por lo siguiente que les voy a contar. Marco Aurelio Denegri, en su Lexicografía, capítulo XCV, pone el tema sobre el tapete y deja las cosas en claro. Denegri, que cita al historiador Juan José Vega, cuenta que fue al Papa Juan XXIII quien decretó llamar Porres y no Porras al santo en cuestión, pues en el idioma portugués, ‘porra’ es la palabra que sirve para designar el pene del hombre, lo que, evidentemente, era inadecuado para un santo. Así es que, caros amigos, todo depende de ustedes; si tienen un espíritu historiador y quieren ceñirse a los hechos, escriban Porras; pero si lo que les mueve es un espíritu religioso, no sean obscenos y escriban Porres.

Pero a mí no me cambien el nombre.
 
 
José Manuel Coaguila

 

jueves, 18 de abril de 2013

El alumno burbuja


Mi fugaz paso por la docencia me ha mostrado situaciones sobre las cuales quiero decir algo; estas son: a) las mujeres casi siempre ocupan los primeros puestos en cuanto a rendimiento escolar, b) hay una inmensa falta de concentración y memoria, c) los cerebros se están simplificando cada vez más y d) del principio de autoridad solo quedan vestigios. Me ocuparé, en este artículo, solo de este último asunto.

«Un animal se educa chocando contra el mundo exterior y adquiriendo así ciertos reflejos que lo hacen apto para soportar la vida. Un niño también. No veo, entonces, cómo han de poder considerarse ciertos castigos como contraindicados; ¿no forma parte la mano del padre del mundo exterior?» (Ernesto Sabato: Uno y el universo.)

Cuándo fue que desapareció la palmeta en los colegios; cuándo fue que surgió la idea del alumno inmaculado, intocable, burbuja de jabón; cuándo fue que el profesor empezó a preocuparse más por querer agradar, convirtiéndose en modelo de pasarela para sus melindrosos alumnos; cuándo empezó, en suma, a joderse la relación vertical y asimétrica    docente-discente que tan buenos resultados dio. No lo sé con exactitud.

El siglo XX ha sido el siglo de los derechos, combustible de los egos y las desmesuras del mundo. Ahora todos reclaman, y a veces sin saber qué. Los derechos se han vuelto artículos de segunda mano; clichés, rótulos; y hasta en los papeles higiénicos aparecen. En cambio, los deberes no figuran ni en el pensamiento, cuando deberían ser el requisito obligado —tendría que haber dicho moral, pero para qué hacernos de utopías— de las exigencias. Los alumnos tienen derecho al buen trato, ¡de acuerdo!, pero tienen que ganarse ese derecho honrando deberes. Los padres que van a reclamar al colegio porque el profesor miró mal a su hijo, cuando bien saben que este no cumplió con sus obligaciones y mereció cosa peor, son, pues, sinvergüenzas, verdugos de su propia sangre, cultivadores de impunidad.

Y en esta vorágine de reivindicaciones aparece el todos somos iguales, que ha sido llevado a tal punto de la ridiculez que hasta los animales ya nos miran de igual a igual. Somos tan iguales ante la ley como tan diferentes unos de otros; no nos mareemos con esto de la paridad. El hijo es hijo, y debe ser tratado como tal, por ello mismo me parece mal que los padres finjan ser sus amigos. Esta horizontalidad en las relaciones, según mi parecer, es la miga del asunto, es decir, la causa del alumno burbuja.

Los papás no pueden ni deben ser amigos de sus hijos. No pueden porque        —como bien dijo Montaigne hace siglos— «ni todos los pensamientos de los padres pueden transmitirse a los hijos, lo que engendraría inconvenientes, ni los consejos y correcciones que son uno de los primeros deberes de la amistad pueden ser ejercidos por los hijos sobre los padres.» Además, la amistad no puede ser una imposición, y la relación entre padres e hijos son ordenadas por la ley y la obligación natural.
Y no deben porque la amistad es la puerta abierta para el trato igualitario, y entre iguales decae la autoridad, que tanta falta nos hace en estos tiempos de flaquezas y remilgos. Los padres no tienen que ser amigos, basta con lo que son: padres.
 
 
José Manuel Coaguila

jueves, 11 de abril de 2013

El dramaturgo, el fisiólogo y el dictador

¿Qué relación puede haber entre Lope de Vega, Iván Pávlov y Kim Jong-un? Seré más específico: ¿qué pueden tener en común la comedia El capellán de la Virgen, la teoría de los reflejos condicionados y el ejército de Corea del Norte? Hablar de un vínculo puede parecer descabellado, incluso para los más enterados, pero la realidad dice lo contrario. [«Y así dos orillas tu corazón y el mío, / pues, aunque las separa la corriente de un río, / por debajo del río se unen secretamente», ha escrito el poeta José Ángel Buesa.]
Veamos.
Don Félix Lope de Vega y Carpio, el gran dramaturgo y poeta del Siglo de Oro español, publicó la comedia El capellán de la Virgen en 1623. En la obra, que tiene como protagonista a San Idelfonso, aparece un personaje llamado Mendo, criado y compañero del santo católico. Precisamente, en la escena segunda del acto III, Mendo le cuenta a su madre que San Idelfonso lo castigaba haciéndole comer en el suelo junto a muchos gatos que le quitaban su ración de alimentos. Pero Mendo, pícaro, supo librarse de los molestosos animales. Con engaños los metió en un costal para darles un castigo que no olvidarían jamás, y es que mientras los deshacía a palos, tosía fuertemente; los dejaba descansar, pero al rato volvían la tos y los golpes, y así sucesivamente, hasta que los gatos gruñían y maullaban con solo escucharlo toser. Así Mendo pudo comer tranquilo, pues solo bastaba carraspear para que los felinos huyeran como alma que lleva el diablo.
Por otro lado, la teoría pavloviana hace referencia a dos tipos de reflejos: los incondicionados y los condicionados. Los primeros, anteriores a Pávlov, señalan un vínculo natural entre los estímulos del medio ambiente y las reacciones que generan en el organismo; por ejemplo, un pedazo de carne, dentro de la boca de un perro, provoca que su glándula salival comience a funcionar, es decir, a esparcir su jugo por toda la cavidad bucal. Como se advierte, este tipo de reflejos se producen de manera automática. Con los reflejos condicionados, cosecha de Pávlov, sucede todo lo contrario. Volviendo al ejemplo anterior; antes de introducir el pedazo de carne en la boca del animal, presentemos un determinado suceso ante sus sentidos; un ruido, por ejemplo. Si hacemos esto cada vez que le demos de comer, la segregación salival se convertirá en un reflejo condicionado, pues bastaría con hacer el mismo ruido que hacíamos cuando lo alimentábamos para que —sin necesidad del pedazo de carne— comience a salivar.
Se cuenta que soldados rusos, durante la segunda guerra mundial, aprovecharon la teoría de los reflejos condicionados predisponiendo un gran número de perros para que busquen comida debajo de los tanques enemigos; los canes tenían un mecanismo en el lomo que, al mínimo contacto, activaba la carga explosiva que llevaban consigo.
Ahora el ejército de Corea del Norte, imitando a los rusos, adiestra a perros para atacar en caso de guerra. En efecto, en un video difundido por la televisión estatal de ese país se observa un entrenamiento militar de canes, quienes atacan a un muñeco que tiene pegada una foto del ministro de Defensa de Corea del Sur, Kim Kwan-jim.
Es realmente sorprendente que Lope de Vega se haya adelantado tres siglos a su tiempo, aunque no tanto como ver cuán atrasados mentalmente están muchos norcoreanos.

José Manuel Coaguila

sábado, 6 de abril de 2013

La vejez


Tengo 26 años, pero me preocupa llegar a viejo. Esta inquietud tiene una explicación: tememos a la muerte; por lo tanto, también a todo lo que nos hace pensar en ella. Por eso, hace unos años leí Sobre la vejez, de Marco Tulio Cicerón, y la semana pasada lo volví a hacer.
 
Seguramente, esta misma preocupación de llegar a viejo hace que cada domingo, al pasar por un parque cerca de mi casa, me detenga a observar a los ancianos del Adulto Mayor, y al verlos jugar, opinar, aprender nuevas cosas, ejercitar sus músculos, felices, me sienta bien.
 
El domingo último, viéndolos, imaginé mucho… Ingresé al parque, saludé a todos con la mano en alto y me dirigí al lugar que ocupaba la instructora; le agradecí la invitación, me acomodé en el pupitre y empecé a dar mi charla:
 
«Los seres humanos somos, vivimos y existimos: el ser lo compartimos con todas las cosas; el vivir, con todos los animales; pero el existir es exclusivamente humano. Estos tres niveles, cósmico, animal y social, constituyen nuestra naturaleza.
 
A los viejos se los asiste en el vivir, pero ya no en el existir. Se los alimenta y se los viste, y si están enfermos, se los medica; nada más. Ya nadie necesita de su aprobación o reconocimiento, su opinión poco importa; las miradas que se les dirige son solo piadosas: empiezan a morir socialmente. ‘El drama de la vejez no es necesitar a los otros, sino que los otros ya no necesitan más de uno’, ha dicho Tzvetan Todorov. Así, los ancianos primero dejan de existir, luego recién mueren. Por eso quiero felicitar a todos los que están pendientes de la existencia de los viejos, que es lo que más importa.
 
Las veleidades del vivir, amigos, no interesan. ¿Lamentan la pérdida de sus fuerzas?, ¿le tienen miedo a la muerte? Pues hay que leer a Cicerón.
 
Las cosas grandes, señores, no se hacen con la fuerza, la rapidez o la agilidad del cuerpo, sino mediante las ideas, la autoridad y la experiencia, cosas que la vejez prodiga en abundancia.
 
Ahora, ‘¿por qué la muerte es la desazón perenne de la vejez, cuando bien se sabe que está siempre presente y que también es común a la juventud?’ La vejez debe sentirse como una victoria, pues los viejos han alcanzado lo que los mozos desean: vivir mucho tiempo. ‘El joven —ha escrito Cicerón— espera insensatamente, porque ¿hay algo más necio que tener por seguro lo que es en sí incierto […]? El anciano, al fin y al cabo, tiene lo que esperaba, por esto mismo la vejez es mejor que la adolescencia…’
 
Y Marco Tulio continúa espléndidamente: ‘Me parece que la muerte de un joven es como sofocar la fuerza de una llama con un chorro de agua. La vejez por el contrario, consumido el fuego, se extingue sin violencia […]. Las manzanas, si están verdes, no se desprenden de la rama a no ser con violencia, por el contrario caen por sí mismas si están maduras y muy sazonadas. Como la violencia quita la vida a los adolescentes, la madurez quita la vida a los ancianos. Una madurez que a mí me resulta agradable, de tal manera que yo llegaré a la muerte tranquilamente como si después de una larga navegación, al llegar al puerto volviera a ver la tierra.’
 
Todo esto ha sido dicho por un viejo. El único freno de la lucidez es la muerte, no la vejez; que así sea siempre.»
 
Volví a la realidad como quien vuelve de un sueño y noté que muchos ancianos, desde el interior del parque, me miraban extrañamente.
 
 
José Manuel Coaguila

jueves, 28 de marzo de 2013

¡Me voy a matar!


No sé dónde leí que si los hombres han nacido con dos ojos, dos orejas y una sola lengua es porque se debe mirar y escuchar dos veces antes que hablar. Cosa que es muy cierta y que vale más para estos tiempos en que la palabra, minada por la fanfarronería y la verborrea, ha perdido el valor que ostentaba antaño. Ahora hay más hombres que mueren por su propia boca que peces atrapados con anzuelo. Por ello, hay que aprender a comernos nuestras palabras, amigos, que al fin y al cabo es una dieta saludable.
 
Suerte tuvo F., quien estudió la primaria conmigo, pues sus palabras nunca fueron tomadas al pie de la letra. Él, cada vez que se emborrachaba, llegaba a su casa gritando que quería morirse. «¡Me voy a matar! ¡Quiero morir!», decía en medio de sollozos. Su madre, de un carácter espartano, no se conmovía; al contrario, lo terminaba botando. «¡Fuera, carajo! ¡Si se quiere matar, mátese en otro sitio! ¡Aquí en mi casa nadie va a hacer huevadas!», le gritaba, y a empellones lo sacaba a la calle. Como es de suponer, F. nunca intentó autolesionarse ni con algodón de azúcar.
 
El suicidio es tan universal como el amor, y quizá más [Y me busco la muerte por las manos / mirando con cariño las navajas…, escribió el poeta Miguel Hernández]. Pensemos si no en cuántos seríamos hoy en el mundo si con solo desearlo, jamás despertáramos luego de dormir; nuestra raza seguro ya se hubiera extinguido. Pero el suicida genuino, como el amante verdadero, actúa furtivamente, sin público, pues su propósito, a fin de cuentas, es producto de su soledad, un sentimiento también ecuménico. Por eso, es poco probable que aquellos que, cual vendedora de feria, pregonan sus intenciones suicidas, terminen finalmente matándose.
 
El domingo último salió publicada en Correo Puno una noticia que viene a redondear las dos ideas —trilladas, es cierto— que he expuesto líneas arriba: la del lenguaraz y la del falso suicida. Amílcar López Poma, de 43 años de edad —según la nota periodística—, les dijo a sus amigos de francachelas que quería matarse. Estos, ante el atosigamiento de López, mezclaron en un vaso cerveza con veneno y le dieron de beber. Todos estaban borrachos.
 
En Puno siempre pasan cosas extraordinarias. Debe de ser, en parte, por la oralidad, que todavía rige la vida de muchos puneños y que, como se sabe, genera otro tipo de pensamiento. Puno puede estar todavía dentro de las culturas llamadas verbomotoras, «es decir, culturas en las cuales […] las vías de acción y las actitudes hacia distintos asuntos dependen mucho más del uso efectivo de las palabras y por lo tanto de la interacción humana...» (Walter J. Ong: Escritura y oralidad.)

El caso del señor López Poma, que, dicho sea de paso, vive milagrosamente, tiene costuras que merecen especial atención. Al inicio de este artículo me quejaba de que la palabra oral haya perdido el valor que antes tenía; sin embargo, los amigos del falso suicida son un claro ejemplo de que todavía se la respeta. Y si renegaba de los fanfarrones, pues al menos uno tuvo su merecido. No puedo quejarme. Claro, ahora López acusa a sus amigos con la misma lengua con que la que decía querer morir —comprobado: hombre que llama públicamente a la muerte es porque le tiene miedo—, pero ¡ya no se le puede tomar en serio!
 
José Manuel Coaguila

miércoles, 20 de marzo de 2013

El maquinista y el periodista


Mi padre siempre fue maquinista. Cuando yo era niño, me gustaba mucho ver cómo desarmaba y armaba algunas piezas de las máquinas que manejaba. Tenía muchas herramientas en casa, no solo las de su oficio. Su cuarto parecía una ferretería; seguramente para muchos, si lo hubieran visto, lo habría sido, y no lo digo solo por la variedad, sino también por el grado de conservación que ostentaban sus instrumentos. ¡Cuidaba tanto de ellos! Cada vez que terminaba una tarea, los limpiaba con tal cariño y cuidado, que parecía una madre bañando por primera vez a su bebé; luego recién los guardaba.
 
Yo quise seguir sus pasos, por ello estuve a punto de estudiar mecánica, pero me descarrié. Ahora, que trabajo con la palabra, me consuelo imitándolo: trato de cuidar mi instrumento de trabajo como él hacía con los suyos. Es una lástima que algunos periodistas ni siquiera lo intenten. Pocos aceitan su herramienta con la lectura, por eso cada cosa que escriben chirría hasta hacer enloquecer a cualquiera. Recurren a la frase hecha, el lugar común, el tópico, y, lo que es peor, tropiezan fácilmente con cuestiones básicas de la ortografía y la gramática. La palabra, para ellos, ha pasado a un plano secundario. Lo que más les importa es la primicia, el dato exacto, el tenerlo todo grabado, el ángulo de la información; no el instrumento con el que, a fin de cuentas, manejarán todo eso. Es como si al mejor futbolista del mundo le diéramos una pelota de trapo; al mejor billarista, un taco defectuoso; al mejor músico, una guitarra desafinada. Imagínense.
 
«No concibo ni admito un periodista que no tenga un sistemático apetito cultural, una cierta voracidad por la cultura. Tampoco un periodista que no ame el buen teatro, el buen cine, que lea de vez en cuando una bella novela, que no tenga cierto contacto con la poesía. Pienso que eso es fundamental.» Esto, que ha sido dicho por César Hildebrandt, es lo que yo también pienso. Pero para qué ponernos tan exigentes, mucho ya harían con solo leerse El estilo del periodista, de Álex Grijelmo, un libro al que, sinceramente, todo elogio le queda cortísimo.
 
Dejemos ya de usar mal el verbo «masacrar» —lo digo a propósito de haberle echado un vistazo a un diario de circulación nacional, cuyo nombre calla la piedad—. Utilicemos «eficaz» para las cosas y «eficiente» para las personas. Aprendamos a distinguir entre «escuchar» y «oír». «Problemática» no es igual a «problema»; como tampoco «temática», a «tema». No abusemos de los verbos «ser» y «estar».
 
Jubilemos de una buena vez las frases viejas —creo que fue Voltaire quien dijo lo siguiente: «El primero que comparó a la mujer con una flor, fue un poeta; el segundo, un imbécil»—. Adiós a «cálidos aplausos», «denodados esfuerzos», «una fuerte suma de dinero», «se salvó de milagro», «esclarecer los hechos», «en la recta final».
 
No olvidemos que la preposición «para» tiene buenos equivalentes naturales en «a fin de» y «con objeto de». Evitemos las redundancias: «absolutamente repleto», «se enmarca dentro», «nuevo récord», «difícil reto», «autopsia al cadáver», «falso espejismo», «volver a repetir», «principales protagonistas», «el 60% de todos los niños…», «prever con antelación», «cita previa» (la palabras subrayadas están de más).
 
¡Cuidado!, no es lo mismo decir «seriamente enfermo» que «gravemente enfermo». Lo correcto es «absentismo», no «ausentismo». Las multitudes no protagonizan nada. No es «espúreo», sino «espurio»; tampoco «metereología», sino «meteorología».
 
Aprendamos primero a escribir; luego, a firmar con el estilo.
 
 
José Manuel Coaguila

miércoles, 13 de marzo de 2013

Y si de Chávez hablamos…


El poeta Emilio Ballagas, ya muy enfermo —según cuenta Roberto Fernández Retamar en Recuerdo a—, le dijo a su supersticiosa sirvienta jamaiquina que después de muerto se le aparecería en forma de lagarto. Increíblemente, cuando la sirvienta, muerto ya el vate, le contaba esto a una amiga, vio de repente que un enorme lagarto la miraba fijamente.

Julio Ramón Ribeyro, como consta en su diario La tentación del fracaso, soñó que tenía en la mano un billete de lotería terminado en 11 y al cotejar la lista oficial vio que estaba premiado con 40.000 nuevos francos. Al despertar, le cuenta el sueño a Alida. «Ella compra un número de lotería terminado en 11. Sale premiado...»

¿Casualidades? Puede ser.

Esos famosos versos en los que Vallejo vaticina su final (Me moriré en París con aguacero,/ un día del cual tengo ya el recuerdo…), según atestigua Antenor Orrego en Mi encuentro con César Vallejo, describen una visión que el poeta tuvo en plena vigilia, o sea despierto.

El pintor Víctor Brauner, según refiere Ernesto Sabato en su ensayo Sobre la existencia del infierno, pintó un autorretrato con una flecha clavada en su ojo derecho, de la que colgaba la letra D. Tiempo después, en un accidente confuso, Brauner pierde el ojo a causa de un vaso lanzado por el pintor Óscar Domínguez.

Federico García Lorca tuvo una representación anticipada de su muerte, una visión: vio un cordero que pastaba cerca de él, confiado y tranquilo. «Súbitamente, una piara de puercos irrumpió en el lugar. […] Los cerdos se abalanzaron sobre el corderito con las fauces abiertas. Y en cuestión de segundos, sin apenas reparar en el testigo que se aterrorizaba a su lado, lo despedazaron y lo devoraron.» (Santiago Roncagliolo: El amante uruguayo. Una historia real.)
El Macuto.

Y si sobre Hugo Chávez tenemos que decir algo, pues no nos saldremos del tema. Si usted, curioso lector, busca en Internet la pintura El Macuto, del pintor ecuatoriano Oswaldo Guayasamín, podrá ver uno de los tantos retratos del fallecido expresidente venezolano. Lo sorprendente es que el cuadro fue pintado, según reseñas de sus obras, en 1975, cuando Chávez, de unos 20 años de edad, era un completo desconocido, incluso para el pintor. Además —y con esto la historia se vuelve extremadamente desconcertante—, Guayasamín profetizó que El Macuto destruiría el futuro del país, crearía conflictos internacionales y que su final estaría rodeado de baños de sangre (cosa que todavía puede pasar).
 
¿Casualidades? No.
 
Los verdaderos artistas tienen un instinto premonitorio. En sus estados de ensimismamiento, de trance, pueden desdoblarse, y su conciencia, la parte inmaterial de su ser, asciende hasta una atalaya colocada fuera del tiempo físico, del mapa espacio-temporal, y desde allí pueden ver todo de un solo vistazo, pasado, presente y futuro. «Daré una burda comparación, pero que tiene el mérito de aclarar esta idea. Si alguien sigue un sendero en la montaña puede saber que unos cuantos pasos más allá, detrás de la loma, ha de encontrarse con una fiera; pero alguien colocado en lo alto de la montaña puede ver el panorama total simultáneamente, y lo que para el caminante es futuro (la fiera) y por lo tanto incognoscible, para el espectador privilegiado es puro presente. Vaticinar, para él, es simplemente ver todo en presente.»
 
 
José Manuel Coaguila

jueves, 7 de marzo de 2013

Morir


Prefiero morir como Heráclito, que se ahogó en excremento de vaca; pero jamás como Juan Duns Escoto. Aunque si me dieran a elegir, preferiría, si de muertes de filósofos se trata, la de Hume, quien murió tranquilamente en su cama, incluso, dicen, de buen humor y sin ansiedad.

Cuando llegamos a pensar seriamente en nuestra muerte, sobre todo en el modo, al instante, horrorizados, nos ocupamos de otras cosas, soslayamos el asunto, lo sacamos a empellones de nuestros pensamientos. ¿Quién, pues, puede imaginar su muerte impávidamente? ¿A quién no le causa pavor pensar en los segundos finales, cuando todo sea ya irremediable? ¿Quién no se estremece al pensar que de lo único que puede estar seguro es que va a morir? Es natural que evitemos el tema. Sin embargo, hoy, caros lectores, se las pondré más difícil.

¿Cuál es la mejor forma de morir?: Cualquiera, siempre que sea rápida. ¿Y la peor?: Todas, si son lentas; pero hay una especial: morir en el sepulcro. ¿Han leído el cuento de Poe El entierro prematuro? ¿Han escuchado Catalepsia, de Los Mojarras? ¿Han visto la película La obsesión, del director Roger Corman? Alguna idea deben de tener.

La catalepsia es un accidente nervioso repentino que provoca una aparente muerte. La persona presenta rigidez corporal; no responde a estímulos; la respiración y el pulso se vuelven extremadamente lentos, casi imperceptibles; la piel se pone pálida. Por ello, muchas veces, personas que han sufrido una crisis de catalepsia han sido dadas por muertas y enterradas vivas. Ahora es casi imposible que esto suceda, principalmente por la autopsia, pero antes era algo con lo que se tenía que contar. Por eso, en las postrimerías del siglo XVIII y durante todo el XIX se patentaron en Europa más de medio centenar de ataúdes para catalépticos. Eran féretros especiales cuyo principal mecanismo permitía a la persona sepultada comunicarse con quien estuviera cerca de su tumba; podía, por ejemplo, tirar de una cuerda y hacer sonar una campanilla en el exterior, o izar una bandera, o hasta lanzar con cohete pirotécnico.

He dicho que es casi imposible que en estos tiempos se nos entierre vivos, y es verdad, pero no es porque los casos de catalepsia hayan cesado, sino porque ahora los catalépticos mueren en otro lugar: la morgue. Saber que algunos, en ese estado de aparente muerte, pueden incluso ver y oír todo lo que pasa a su alrededor, es realmente aterrador. ¿Cómo saber si soy cataléptico?, se preguntarán, angustiados, muchos de los que me leen. Quizá algún día lo sepan, aunque ya no servirá de nada.

Quien escribe estas líneas está enfermo, y seguramente pronto le llegará la muerte, que dicen que es un airecito frío que te entra por todo lado, como si fueras una coladera. A pacientes como yo, con una causa casi segura de fallecimiento, según me han dicho, pueden no hacerles la autopsia. Por eso decía, al empezar este artículo, que jamás me gustaría morir como Juan Duns Escoto.

«Se cuenta la terrible historia de que Juan Escoto fue enterrado vivo. Parece que cayó en coma, se le dio por muerto y le enterraron. Sin embargo, cuando se reabrió su tumba, se encontró su cuerpo fuera de su ataúd y sus manos estaban ensangrentadas por sus vanos intentos de salir de allí.»

Es un miedo obsesivo.
 
José Manuel Coaguila

miércoles, 27 de febrero de 2013

Dios

En cuestiones divinas es difícil ser consecuente. Los que siempre dudan, como yo, un día pueden ser los más entusiastas creyentes, y otro, los más grandes blasfemos. Estar en el medio, ser eclécticos, puede ser sensato e inteligente, pero jamás valiente y admirable. Las dudas te vuelven acomodadizo y paria, un día estás aquí, otro, allá, y eso es indigno. Por eso admiro a la gente de ideas claras, definidas; que dicen hoy lo que seguirán diciendo mañana. La constancia es una virtud que tiene muy pocos seguidores.
 
Hay veces en que creo en Dios, profunda, visceralmente; pero otras, no. Entonces me consuela leer ese pasaje de la novela La tregua, de Mario Benedetti, que dice así: «Francamente, no sé si creo en Dios. A veces imagino que, en el caso de que Dios exista, no habría de disgustarle esta duda. En realidad, los elementos que él (¿o Él?) mismo nos ha dado (raciocinio, sensibilidad, intuición) no son en absoluto suficientes como para garantizarnos ni su existencia ni su no existencia.» Lo mismo dijo Unamuno en Del sentimiento trágico de la vida: «La razón no nos prueba que Dios exista, pero tampoco que no pueda existir.» Mis dudas entonces se justifican.
 
Sin embargo, como he dicho, hay veces que soy un fervoroso creyente. Entonces, me digo, citando un fragmento de El sueño del celta, novela de Mario Vargas Llosa, que es cierto que la idea de Dios no cabe en el limitado recinto de la razón humana, que hay que meterla allí con calzador porque nunca encaja del todo; pero en lo que se refiere a Dios hay que creer, no razonar. Si razonas, Dios se esfuma como una bocanada de humo.
 
Y también llego a extremos: me río de la Biblia (un libro que te pinta a un Dios sanguinario, vengativo, celoso, envidioso, machista) y, después, quiero ser cura.
 
¿Y a qué se debe que les confiese mi camaleónica fe? Lo estaba olvidando. Quería contarles dos cosas.
 
Cuando tenía 13 o 14 años se me ocurrió una idea para comprobar la existencia de Dios. Como Él nunca se manifestaba, me dije a mí mismo: «Bien, si Dios no puede darme una señal de su existencia, será el demonio quien me la dé». El plan era salir de noche al campo e invocarlo, si se manifestaba, pues todo estaba resuelto: Dios también existía. Pero pudo más mi miedo, y me quedé con la duda, hasta hace poco.
Un amigo me ha contado que él sí tuvo el valor e hizo lo que yo no pude hacer: invocó al demonio; pero nada, nunca se presentó. Esto, que en mi adolescencia me hubiera parecido la prueba más grande de la no existencia de Dios, ahora, a mis 26, solo afianza mi alicaída fe. A Él se le haría muy fácil decir miren, aquí estoy, crean en mí, pero un ser superior jamás haría eso, es como imaginar a Einstein sumando con los dedos. Hay otras formas más inteligentes de hacerlo. Descubrir a Dios por nuestra propia cuenta, como los conocimientos, es una experiencia inolvidable. Jamás se olvida lo que se aprende por cuenta propia. Dios lo sabe muy bien.
 
Por eso —y aquí viene lo segundo que quería contarles— me ha gustado muchísimo la película Una aventura extraordinaria (Life of Pi, en inglés), ganadora de 4 premios Óscar el último domingo. Véanla, allí está, si lo saben ver, todo lo que les he expuesto líneas arriba. Aunque suene a charlatanería, realmente hay historias que te pueden hacer creer en Dios.
 
 
José Manuel Coaguila

jueves, 21 de febrero de 2013

Genialmente idiotas


«A veces es difícil distinguir entre un genio y un idiota —me dice Fiorela Velazco Muñoz*—, así es que puedes estar tranquilo».
 
José Manuel Coaguila: Uf, qué alivio. Bueno, y ¿por qué la cosa es tan difícil?
Fiorela Velazco Muñoz: Para empezar, no cabe designar como dotado a un niño por el mero hecho de ser, por ejemplo, un excelente alumno, pues en algunos casos ocurre lo contrario: los últimos de la clase resultan siendo los genios. Cito a Jung: «El dotado —empieza a leer— puede inclusive caracterizarse por rasgos desfavorables: particular distracción, cabeza llenada de tonterías, haraganería, negligencia, desatención, mala educación, testarudez, e inclusive puede dar la impresión de ser un niño poco despierto. Por la observación externa a menudo resulta difícil distinguir entre un niño bien dotado y un débil mental.» Y esto lo dijo Jung hace más de medio siglo.
 
JMC: ¿Eso está en Conflictos del alma matinal?
FVM: Sí, claro, está al final, en el Apéndice, en el artículo El niño dotado.
 
JMC: Sobre la haraganería, verbigracia, el Premio Nobel Hesse dijo de sí mismo: «el literato Hermann Hesse; un holgazán, desperdiciador del tiempo, comodón y enemigo del trabajo, para no hablarle de otros vicios».
FVM: Lo mismo podríamos decir de muchos dotados; de los grandes filósofos, por ejemplo. Me parece que fue Hobbes quien dijo que «la ociosidad es madre de la filosofía».
 
JMC: ¿Un test de inteligencia no puede detectar a un genio?
FVM: Algunas veces sí; otras, no. Los test de inteligencia no miden ciertas capacidades; por ejemplo, el talento artístico. En el terreno que no cubre este instrumento florecen muchas mentes brillantes. Casi nadie es globalmente dotado. Puede ser que tengas un CI de más de 180 y que, sin embargo, presentes complicaciones en el campo moral, en el sentimental, en el interpersonal, etc.
 
JMC: Por ejemplo, Einstein, Neruda...
FVM: Claro. Einstein, como todos saben, no tuvo un comportamiento moral a la altura de su inteligencia, sobre todo con su familia, a la que muchas veces humilló. Y podríamos decir lo mismo de Neruda, quien, según he leído, se alejó de su mujer y su hija enferma (tenía hidrocefalia), y, lo peor, cuando se acercó, llevó a vivir a su amante a la casa que compartía con ellas. Schopenhauer también fue un hombre de muchas luces, pero en el aspecto interpersonal fue un fiasco: hirsuto, misógino, misántropo; incluso se llevaba muy mal con su madre.

JMC: Tengo entendido que ocurre a veces lo contrario; es decir, que personas retrasadas exhiben habilidades excepcionales en algunos campos.
FVM: Sí, es cierto. Estas personas son conocidas como sabios idiotas.Tienen retardo mental, o discapacidad mental, o lesiones cerebrales, pero aun así muestran signos de genialidad. Por ejemplo, en el cálculo matemático, pueden calcular mentalmente grandes números casi al instante.
 
JMC: También en otros campos, ¿no?
FVM: Por supuesto, también en otras áreas, como la memoria, la pintura o la música. Algunos sabios idiotas pueden interpretar una larga pieza musical luego de haberla escuchado una sola vez.
 
JMC: Un ejemplo de sabio idiota podría ser el escultor Alonzo Clemons, quien de niño sufrió una lesión cerebral producto de una caída. Él tiene un CI bajo y un desarrollo limitado del lenguaje, pero aún así ha hecho cosas geniales.
FVM: Sí, es uno de los casos más conocidos.
 
[Esta es parte de una larga e interesante conversación que tuve con la profesora Fiorela Velazco Muñoz, a propósito de un artículo suyo titulado La escuela y los niños dotados.]
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*Licenciada en Ciencias de la Educación. Actualmente cursa una maestría en Psicología Clínica Educativa, Infantil y Adolescencial.