jueves, 28 de marzo de 2013

¡Me voy a matar!


No sé dónde leí que si los hombres han nacido con dos ojos, dos orejas y una sola lengua es porque se debe mirar y escuchar dos veces antes que hablar. Cosa que es muy cierta y que vale más para estos tiempos en que la palabra, minada por la fanfarronería y la verborrea, ha perdido el valor que ostentaba antaño. Ahora hay más hombres que mueren por su propia boca que peces atrapados con anzuelo. Por ello, hay que aprender a comernos nuestras palabras, amigos, que al fin y al cabo es una dieta saludable.
 
Suerte tuvo F., quien estudió la primaria conmigo, pues sus palabras nunca fueron tomadas al pie de la letra. Él, cada vez que se emborrachaba, llegaba a su casa gritando que quería morirse. «¡Me voy a matar! ¡Quiero morir!», decía en medio de sollozos. Su madre, de un carácter espartano, no se conmovía; al contrario, lo terminaba botando. «¡Fuera, carajo! ¡Si se quiere matar, mátese en otro sitio! ¡Aquí en mi casa nadie va a hacer huevadas!», le gritaba, y a empellones lo sacaba a la calle. Como es de suponer, F. nunca intentó autolesionarse ni con algodón de azúcar.
 
El suicidio es tan universal como el amor, y quizá más [Y me busco la muerte por las manos / mirando con cariño las navajas…, escribió el poeta Miguel Hernández]. Pensemos si no en cuántos seríamos hoy en el mundo si con solo desearlo, jamás despertáramos luego de dormir; nuestra raza seguro ya se hubiera extinguido. Pero el suicida genuino, como el amante verdadero, actúa furtivamente, sin público, pues su propósito, a fin de cuentas, es producto de su soledad, un sentimiento también ecuménico. Por eso, es poco probable que aquellos que, cual vendedora de feria, pregonan sus intenciones suicidas, terminen finalmente matándose.
 
El domingo último salió publicada en Correo Puno una noticia que viene a redondear las dos ideas —trilladas, es cierto— que he expuesto líneas arriba: la del lenguaraz y la del falso suicida. Amílcar López Poma, de 43 años de edad —según la nota periodística—, les dijo a sus amigos de francachelas que quería matarse. Estos, ante el atosigamiento de López, mezclaron en un vaso cerveza con veneno y le dieron de beber. Todos estaban borrachos.
 
En Puno siempre pasan cosas extraordinarias. Debe de ser, en parte, por la oralidad, que todavía rige la vida de muchos puneños y que, como se sabe, genera otro tipo de pensamiento. Puno puede estar todavía dentro de las culturas llamadas verbomotoras, «es decir, culturas en las cuales […] las vías de acción y las actitudes hacia distintos asuntos dependen mucho más del uso efectivo de las palabras y por lo tanto de la interacción humana...» (Walter J. Ong: Escritura y oralidad.)

El caso del señor López Poma, que, dicho sea de paso, vive milagrosamente, tiene costuras que merecen especial atención. Al inicio de este artículo me quejaba de que la palabra oral haya perdido el valor que antes tenía; sin embargo, los amigos del falso suicida son un claro ejemplo de que todavía se la respeta. Y si renegaba de los fanfarrones, pues al menos uno tuvo su merecido. No puedo quejarme. Claro, ahora López acusa a sus amigos con la misma lengua con que la que decía querer morir —comprobado: hombre que llama públicamente a la muerte es porque le tiene miedo—, pero ¡ya no se le puede tomar en serio!
 
José Manuel Coaguila

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