Mi
padre siempre fue maquinista. Cuando yo era niño, me gustaba mucho
ver cómo desarmaba y armaba algunas piezas de las máquinas que
manejaba. Tenía muchas herramientas en casa, no solo las de su
oficio. Su cuarto parecía una ferretería; seguramente para muchos,
si lo hubieran visto, lo habría sido, y no lo digo solo por la
variedad, sino también por el grado de conservación que ostentaban
sus instrumentos. ¡Cuidaba tanto de ellos! Cada vez que terminaba
una tarea, los limpiaba con tal cariño y cuidado, que parecía una
madre bañando por primera vez a su bebé; luego recién los
guardaba.
Yo
quise seguir sus pasos, por ello estuve a punto de estudiar mecánica,
pero me descarrié. Ahora, que trabajo con la palabra, me consuelo
imitándolo: trato de cuidar mi instrumento de trabajo como él hacía
con los suyos. Es una lástima que algunos periodistas ni siquiera lo
intenten. Pocos aceitan su herramienta con la lectura, por eso cada
cosa que escriben chirría hasta hacer enloquecer a cualquiera.
Recurren a la frase hecha, el lugar común, el tópico, y, lo que es
peor, tropiezan fácilmente con cuestiones básicas de la ortografía
y la gramática. La palabra, para ellos, ha pasado a un plano
secundario. Lo que más les importa es la primicia, el dato exacto,
el tenerlo todo grabado, el ángulo de la información; no el
instrumento con el que, a fin de cuentas, manejarán todo eso. Es
como si al mejor futbolista del mundo le diéramos una pelota de
trapo; al mejor billarista, un taco defectuoso; al mejor músico, una
guitarra desafinada. Imagínense.
«No
concibo ni admito un periodista que no tenga un sistemático apetito
cultural, una cierta voracidad por la cultura. Tampoco un periodista
que no ame el buen teatro, el buen cine, que lea de vez en cuando una
bella novela, que no tenga cierto contacto con la poesía. Pienso que
eso es fundamental.» Esto, que ha sido dicho por César Hildebrandt,
es lo que yo también pienso. Pero para qué ponernos tan exigentes,
mucho ya harían con solo leerse El estilo del periodista, de
Álex Grijelmo, un libro al que, sinceramente, todo elogio le queda
cortísimo.
Dejemos
ya de usar mal el verbo «masacrar» —lo digo a propósito de
haberle echado un vistazo a un diario de circulación nacional, cuyo
nombre calla la piedad—. Utilicemos «eficaz» para las cosas y
«eficiente» para las personas. Aprendamos a distinguir entre
«escuchar» y «oír». «Problemática» no es igual a «problema»;
como tampoco «temática», a «tema». No abusemos de los verbos
«ser» y «estar».
Jubilemos
de una buena vez las frases viejas —creo que fue Voltaire quien
dijo lo siguiente: «El primero que comparó a la mujer con una flor,
fue un poeta; el segundo, un imbécil»—. Adiós a «cálidos
aplausos», «denodados esfuerzos», «una fuerte suma de dinero»,
«se salvó de milagro», «esclarecer los hechos», «en la recta
final».
No
olvidemos que la preposición «para» tiene buenos equivalentes
naturales en «a fin de» y «con objeto de». Evitemos las
redundancias: «absolutamente repleto», «se enmarca dentro»,
«nuevo récord», «difícil reto», «autopsia al
cadáver», «falso espejismo», «volver a
repetir», «principales protagonistas», «el 60% de todos
los niños…», «prever con antelación», «cita previa»
(la palabras subrayadas están de más).
¡Cuidado!,
no es lo mismo decir «seriamente enfermo» que «gravemente
enfermo». Lo correcto es «absentismo», no «ausentismo». Las
multitudes no protagonizan nada. No es «espúreo», sino «espurio»;
tampoco «metereología», sino «meteorología».
Aprendamos
primero a escribir; luego, a firmar con el estilo.
José Manuel Coaguila
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