miércoles, 20 de marzo de 2013

El maquinista y el periodista


Mi padre siempre fue maquinista. Cuando yo era niño, me gustaba mucho ver cómo desarmaba y armaba algunas piezas de las máquinas que manejaba. Tenía muchas herramientas en casa, no solo las de su oficio. Su cuarto parecía una ferretería; seguramente para muchos, si lo hubieran visto, lo habría sido, y no lo digo solo por la variedad, sino también por el grado de conservación que ostentaban sus instrumentos. ¡Cuidaba tanto de ellos! Cada vez que terminaba una tarea, los limpiaba con tal cariño y cuidado, que parecía una madre bañando por primera vez a su bebé; luego recién los guardaba.
 
Yo quise seguir sus pasos, por ello estuve a punto de estudiar mecánica, pero me descarrié. Ahora, que trabajo con la palabra, me consuelo imitándolo: trato de cuidar mi instrumento de trabajo como él hacía con los suyos. Es una lástima que algunos periodistas ni siquiera lo intenten. Pocos aceitan su herramienta con la lectura, por eso cada cosa que escriben chirría hasta hacer enloquecer a cualquiera. Recurren a la frase hecha, el lugar común, el tópico, y, lo que es peor, tropiezan fácilmente con cuestiones básicas de la ortografía y la gramática. La palabra, para ellos, ha pasado a un plano secundario. Lo que más les importa es la primicia, el dato exacto, el tenerlo todo grabado, el ángulo de la información; no el instrumento con el que, a fin de cuentas, manejarán todo eso. Es como si al mejor futbolista del mundo le diéramos una pelota de trapo; al mejor billarista, un taco defectuoso; al mejor músico, una guitarra desafinada. Imagínense.
 
«No concibo ni admito un periodista que no tenga un sistemático apetito cultural, una cierta voracidad por la cultura. Tampoco un periodista que no ame el buen teatro, el buen cine, que lea de vez en cuando una bella novela, que no tenga cierto contacto con la poesía. Pienso que eso es fundamental.» Esto, que ha sido dicho por César Hildebrandt, es lo que yo también pienso. Pero para qué ponernos tan exigentes, mucho ya harían con solo leerse El estilo del periodista, de Álex Grijelmo, un libro al que, sinceramente, todo elogio le queda cortísimo.
 
Dejemos ya de usar mal el verbo «masacrar» —lo digo a propósito de haberle echado un vistazo a un diario de circulación nacional, cuyo nombre calla la piedad—. Utilicemos «eficaz» para las cosas y «eficiente» para las personas. Aprendamos a distinguir entre «escuchar» y «oír». «Problemática» no es igual a «problema»; como tampoco «temática», a «tema». No abusemos de los verbos «ser» y «estar».
 
Jubilemos de una buena vez las frases viejas —creo que fue Voltaire quien dijo lo siguiente: «El primero que comparó a la mujer con una flor, fue un poeta; el segundo, un imbécil»—. Adiós a «cálidos aplausos», «denodados esfuerzos», «una fuerte suma de dinero», «se salvó de milagro», «esclarecer los hechos», «en la recta final».
 
No olvidemos que la preposición «para» tiene buenos equivalentes naturales en «a fin de» y «con objeto de». Evitemos las redundancias: «absolutamente repleto», «se enmarca dentro», «nuevo récord», «difícil reto», «autopsia al cadáver», «falso espejismo», «volver a repetir», «principales protagonistas», «el 60% de todos los niños…», «prever con antelación», «cita previa» (la palabras subrayadas están de más).
 
¡Cuidado!, no es lo mismo decir «seriamente enfermo» que «gravemente enfermo». Lo correcto es «absentismo», no «ausentismo». Las multitudes no protagonizan nada. No es «espúreo», sino «espurio»; tampoco «metereología», sino «meteorología».
 
Aprendamos primero a escribir; luego, a firmar con el estilo.
 
 
José Manuel Coaguila

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