miércoles, 28 de diciembre de 2011

Anécdotas literarias


Las penas de amor

En otra ocasión, siempre Arguedas, Martín Adán, Sebastián Salazar Bondy, y en el auto de Juan Mejía Baca, repararon que una señora joven y hermosa, llevaba puesto un vestido negro, de tubo, y caminaba cimbreándose por la plaza Chiclayo. Era una prima de Juan Mejía. El editor contó que su prima había enviudado por tres veces. La última vez de un aviador.
Seducidos por la figura de la dama, rijosos, le pidieron al amigo librero volver con el auto para observarla otra vez. José María, al verla de nuevo, no contuvo la emoción y comentó:
—¡Qué linda tu primita, Juan! —y luego le pide una vuelta más.
Y otra vez la exclamación…
—¡Linda la viudita, Juan! —repetía sin dejar de alabar el trasero de la joven de luto.
Y una vuelta más y otra más ¡qué linda la viudita, Juan!
Martín Adán, cansado de escucharlo y cansado también de las vueltas, rompe su silencio y lo desafía:
—Si tanto te gusta la viudita, baja pues, y éntrale.
El escritor lo miró, hosco, casi con pánico.
―Estás cojudo… en ese culo penan.

(Próximamente, en este mismo blog, más anécdotas de: ESCRIBANO, Pedro (2009), Rostros de memoria. Visiones y versiones sobre escritores peruanos, Fondo Editorial de la Universidad de Ciencias y Humanidades, Lima.)

martes, 27 de diciembre de 2011

Humanos, demasiado humanos

Nos hemos divertido mucho leyendo Rostros de memoria. Visiones y versiones sobre escritores peruanos, de Pedro Escribano, que es un libro que recoge jocosas y chispeantes anécdotas sobre los más altos representantes de las letras peruanas. Libros así encajan muy bien dentro de los gustos de la mayoría, incluso de aquellos no tan familiarizados con la literatura peruana, y es que los chascarrillos que presenta no valen tanto porque tengan como personajes a Valdelomar, Vallejo o Vargas Llosa, sino por su trama, hilarante y dicaz, lo que ―siguiendo el ejemplo de Escribano― debería siempre pesar más cuando de contar anécdotas se trata.

Mala experiencia. Meses atrás, en esta misma columna, comentábamos, con un mal sabor de boca, el libro De cuando Vargas Llosa noqueó a Gabo y otras 399 anécdotas literarias, del periodista español Luis Fernández Zaurín, que terminamos de leer con mucho esfuerzo, haciendo, cómo si no, largas pausas para no echarnos a perder el paladar.
Decíamos sobre el texto de Fernández: «Las erratas del libro y los datos inexactos […] son poca cosa al lado de lo fútil, trivial y sosas que resultan ser la mayoría de ‘anécdotas’». Ante nuestro draconiano juicio, como se ve, su trabajo perdió tres a cero. El de Escribano gana dos a uno. En su libro hay «erratas y erratones», como decía Neruda, incluso en la contratapa ―lo que habla muy mal de la editorial―, pero, a diferencia del libro de Fernández, uno las minimiza cuando comprueba lo bien informado que está el autor, y ríe a mandíbula batiente con muchas de las historias que cuenta.
Lo que a nosotros nos parece bueno y divertido para otros quizá no lo sea, pero el libro de Escribano deja poquísimo margen para la controversia. Su estilo embrujador y su riqueza de contenido lo convierten en la mejor caricatura de las letras peruanas. Si alguien dice «no», es porque ―como Washington Delgado― es capaz de comentar libros incluso cuando aún no se han escrito.
Pedro Escribano
Las anécdotas. Es difícil elegir las mejores, pero no tanto si el criterio es la dosis de risa que inyectan. Así tenemos, en orden de aparición en el libro: «La cortesía del valiente» (Abraham Valdelomar), «Las penas de amor» (Martín Adán) y «Robo pluscuamperfecto» (Mario Vargas Llosa). Pero quedan otras que quizá tengan mayores méritos: el engaño de Gálvez a Juan Ramón Jiménez; la vez que «pepearon» a Vallejo; la travesía del cadáver de Arguedas, al mismo estilo de Evita Perón; los dardos verbales de Rose; las alabanzas a Ribeyro por haber escrito La ciudad y los perros; la respuesta de Calvo a Neruda.

La cortesía del valiente. «Una vez el azar quiso que a plena luz del día, entre el gentío, [Valdelomar] se encontrara cara a cara con uno de sus más enconados adversarios en el Jirón de la Unión. El orgullo prevaleció, y ninguno de los dos quiso ceder el paso. La bronca estaba declarada. Se miraban, casi se empujaban con el pecho. El rival sin embargo arremetió:
―Yo no doy paso a porquerías ―disparó.
Valdelomar hizo un esguince de torero y replicó:
―Yo sí…, ¡pase usted!»

En la yema del gusto. Escribíamos en una de nuestras primeras columnas: «Lo que más nos gustaría escuchar o leer de nuestros escritores favoritos […] no es una disertación académica probablemente abstrusa, sino algo sobre ellos; en calidad de escritores, tal vez; pero también como individuos.» Ahora, con Escribano, nos sentimos plenamente complacidos. Entretenido, aleccionador y con cualidad de efable, su libro merece estar entre los más leídos de los últimos años. Nadie se llevará un chasco si lo lee.

(Lea en este blog algunas de las mejores anécdotas del libro en cuestión).

José Manuel Coaguila

martes, 13 de diciembre de 2011

Acerca de la lectura 2

En nuestra columna anterior dijimos algo sobre por qué leer. En resumen, decíamos que la lectura nos hace cada vez más abstractos, lo que nos permite comprender mejor la realidad que nos rodea, que está hecha en su mayor parte de símbolos.

Ahora nos ocuparemos del cómo motivar la lectura. 

Como en el artículo previo ―siendo fieles a nuestra naturaleza heterodoxa y antigregaria―, dejaremos de lado las recomendaciones trilladas, esas de las que siempre hablan los «especialistas»: el plan lector, la semana del libro, los periódicos murales, las revistas estudiantiles, etc. Desde nuestro modo de ver, éstos son asuntos anodinos y superficiales. En realidad, tres cosas funcionan cuando se trata de motivar la lectura; lo demás es pura contingencia:

1. La mayor motivación viene de casa. La lectura funciona mejor como contagio. Si los padres leen, los hijos también lo harán. Como bien escribió García Márquez, «en general, los hijos de buenos lectores suelen serlo también. De modo que el hábito de leer suele ser de la familia entera.»   


«Los buenos lectores y los lectores precoces ―nos dice Carmen Lomas― provienen, en su mayoría, de hogares donde los padres valoran la lectura y la fomentan en sus hijos.» Por ello, si se desea hijos lectores, que mamá y papá empiecen por leer primero.

2. «El destino de muchos hombres ha dependido de que en casa paterna haya o no haya habido una biblioteca», afirmó, con mucha razón, Edmundo de Amicis.

  

3. La lectura funciona mejor como seducción que como exigencia, pero lo último tampoco deber ser tan satanizado. Mientras la lectura no sea un castigo, sino parte de la rutina que todo niño debe cumplir, parte del deber, pues está bien. Pero preferimos la seducción.

Uno de los personajes del escritor Achille Campanille, el marqués Fuscaldo, llegó a ser el hombre más sabio de su tiempo porque un día, abriendo un libro al azar, encontró un billete de mil liras. Se preguntó entonces si sucedería lo mismo con los demás libros que había heredado (en realidad, una gran biblioteca), y se pasó el resto de su vida hojeando sistemáticamente todos los libros.

Cualquier incentivo es bueno para promover el hábito de lectura. El día menos esperado ya no habrá ninguna necesidad de usar el anzuelo, pues la lectura es un vicio tan difícil de dejar como cualquier otro.

José Manuel Coaguila

martes, 6 de diciembre de 2011

Acerca de la lectura

Muchas veces nos han preguntado que por qué leemos tanto (cosa que es mentira) y cómo hemos hecho para que nos guste hacerlo, pero en muy pocas ocasiones hemos respondido como se debe, quizá por lo difícil que se nos hace hablar de nosotros mismos. Sin embargo, hoy diremos algo al respecto, no sin antes, claro, despersonalizar las interrogantes (así se nos hace más fácil).

Con respecto al por qué leer, arrinconaremos en una esquina gracias como el placer, la estimulación de la imaginación y la fantasía, la inteligencia emocional, el espíritu crítico y la sensibilidad, etc., que si bien son algunas de las múltiples ventajas que ofrece la lectura, son fruto de un análisis muy superficial.

Desde nuestro punto de vista, el motivo fundamental es el cultivo del entendimiento, de la capacidad de abstracción. Leer, pues, afianza el intelecto, nos permite un mejor conocimiento de las cosas y, por lo tanto, un mayor dominio sobre ellas.


Nuestro vocabulario teórico y cognoscitivo está en su mayor parte compuesto por palabras que, por decirlo de alguna forma, no guardan relación directa con la realidad: son recipientes de ideas que sólo existen en la mente humana, cuya finalidad es entender y administrar mejor la realidad política, social y económica en la que vivimos. Palabras como piedra, mesa o árbol hacen referencia a entidades concretas, sensibles, que están allí, en el mundo exterior. Con democracia, relatividad, globalización, igualdad, objetividad sucede todo lo contrario: no son perceptibles; ni siquiera podemos hacernos una imagen mental de lo que designan, sólo conceptualizarlo. Y es que el primer grupo de palabras tiene que ver más con el ver, que es casi animal, a diferencia del segundo, que atañe más al pensar y, por lo tanto, a lo exclusivamente humano.



La lectura, más que entretenimiento o formación de actitudes, es un ejercicio intelectual que nos hace más abstractos, que nos aleja cada vez más de nuestros animalescos orígenes. «Los llamados primitivos son tales porque ―fábulas aparte― en su lenguaje destacan palabras concretas: lo cual garantiza la comunicación, pero escasa capacidad científico-cognoscitiva.»

(En nuestra próxima columna hablaremos sobre cómo motivar la lectura)


Fiorela Velazco Muñoz

martes, 29 de noviembre de 2011

Aprendiendo a morir

Hace mucho que no leíamos un libro tan entretenido y aleccionador, con una hipótesis original y un estilo ―teniendo en cuenta la materia sobre la que versa― llano y exento de espuma retórica. Nos referimos a El libro de los filósofos muertos, de Simon Critchley, que trata sobre lo que han dicho los filósofos, a lo largo de la historia, acerca de la muerte y la manera cómo han afrontado ellos mismos el final de sus vidas.

La tesis del libro es que la filosofía puede enseñarnos a morir y, por lo tanto, a vivir. Aceptar nuestra finitud y la muerte como lo más natural posible, sin estar preocupándonos por ella ni rehuyéndola, es el ideal filosófico.


Una actitud despreocupada hacia la muerte nos hará libres. Si reconocemos nuestra naturaleza transitoria y afrontamos nuestro miedo a morir, a desaparecer, nos liberaremos de tantas supercherías que no hacen más que arrebatarnos el derecho de vivir plena y felizmente.

¿Por qué pensar en los días en que todavía no existíamos no nos atemoriza tanto como pensar en aquellos en que no estemos más en este mundo, si las dos situaciones son idénticas? Lo que pasa es que pensamos y sentimos la muerte como vivos, lo que nos lleva a vernos bajo tierra, padeciendo nuestra partida, conscientes de nuestro estado, y eso nos horroriza tremendamente.

¿Cómo podríamos, entonces, hacer frente al terror que nos inspira la muerte? Pues teniéndola a diario frente a nuestros ojos. Como «los antiguos egipcios, quienes, durante sus elaborados banquetes, hacían traer una gran efigie de la muerte ―a menudo un esqueleto humano― a la sala del ágape, acompañada de un hombre que exclamaba ante los comensales: ‘Bebed y sed felices, porque cuando estéis muertos estaréis así’».

El libro de los filósofos muertos, abundante en ejemplos, nos muestra pues cómo los grandes filósofos de la historia han afrontado serena y despreocupadamente su muerte, sin aspavientos, como si fuese cualquier cosa. ¿Quién más familiarizados con la muerte si no ellos? Sobre todo si tenemos en cuenta que es precisamente la finitud de la naturaleza humana lo que nos lleva a filosofar, ya que si el hombre viviría eternamente, ¿quién se tomaría la molestia de pensar seriamente en la vida?

La moraleja, apreciados lectores, es que contar con lo «peor» ―y esto no es pesimismo― nos ayudará siempre a vivir mejor.

José Manuel Coaguila

martes, 15 de noviembre de 2011

Santa mariconada

Hablar de los orígenes de la prostitución es zambullirnos en los albores de la humanidad, lo que es bien sabido por todos. Lo que sí no conocen muchos es que la homosexualidad sea tan antigua como el meretricio, y que ambos, en sus inicios, tuvieran matices religiosos. La prostitución y la homosexualidad eran, pues, materia sagrada. «No siempre ha sido la prostitución cosa clandestina y despreciada como ahora —escribe Bertrand Russell— [...] Primitivamente, la prostituta era una sacerdotisa consagrada a un dios o a una diosa, y al servir al transeúnte forastero cumplía un acto de culto.»

Cosa similar pasó con la homosexualidad. La Historia ha registrado prostitución de y para hombres en templos de la Antigüedad, como, por ejemplo, en Babilonia, donde sacerdotes del dios Ishtar realizaban prácticas homosexuales un su honor.

Esto ya lo sabíamos.

Lo que ignorábamos hasta hace poco, gracias a que leímos Pecar como Dios manda. Historia sexual de los argentinos (el primer libro de una trilogía), era que —y disculpen la ingenuidad— algo similar, con respecto a la homosexualidad, pasó en la mayoría de los pueblos naturales de Sudamérica.


Federico Andahazi, autor del libro en cuestión, ha elaborado una extraordinaria historia sexual de sus compatriotas cuyas simientes traspasan fronteras. El autor de El anatomista aborda temas que la Historia mira siempre de soslayo: la homosexualidad, la virginidad, el adulterio, las violaciones, el aborto, la zoofilia, el incesto. Y es que para Andahazi «la historia de una nación sólo puede comprenderse si se conoce el entramado de relaciones sexuales que la gestaron».

Cerámica homoerótica Chimú.

Según el escritor argentino —muy bien documentado—, en tiempos prehispánicos la virginidad no era bien vista, el adulterio era más grave que una violación, el aborto, práctica natural y el incesto y la zoofilia, cosa consentida. Por otra parte, retomando el tema, la homosexualidad, sobre todo entre los incas, era asunto sagrado. Jovencitos travestidos, educados desde temprana edad en el oficio, satisfacían los más exigentes deseos carnales de sacerdotes y altos mandos militares. Estos «prostitutos del templo», llamados así por los cronistas, de rasgos bellos y femeninos, encajaban perfectamente dentro de la cosmogonía incaica, y es que «Viracocha, el Dios principal, el Creador, era, a decir de Pachacuti, una entidad de carácter andrógino», por lo que eran bien vistos y respetados.

José Manuel Coaguila

martes, 8 de noviembre de 2011

Ni lo uno, ni lo otro

En nuestra columna anterior escribíamos sobre el caso de un joven indio, Sushil Kumar, que acababa de ganar el máximo premio del concurso televisivo ¿Quién quiere ser millonario?, haciendo realidad, según la prensa, que mostró sorprendentes similitudes, la película del mismo nombre.

Recordemos, también, dos cosas. Primero, dijimos que la película se basó un una novela y que, según su autor, la novela, en hechos de la vida real. Segundo, dimos a conocer, grosso modo, dos teorías que explican la naturaleza de las ficciones —el cine y la literatura lo son—: una que dice que son copias de la realidad, que se derivan de ella, y otra, que son mundos posibles.

En aquella ocasión, utilizando como carnada el sentido común, deslizamos la posibilidad —induciendo intencionalmente al error— de que el caso se podría explicar echando mano a cualquiera de las dos teorías: por un lado, podríamos identificar en la película, y en la novela en la que se basó la película, personajes y situaciones reales; y por otro, creer, como decía la prensa, que la película se hizo realidad y que, por lo tanto, las ficciones serían, más que copias, posibilidades.
Pero ninguna de las dos hipótesis es cierta.
La doctrina mimética —basada en la primera teoría— está detrás de una manera muy popular, ingenua y reduccionista de interpretar o entender las ficciones: «convierte a las personas ficticias en gente viva, a los escenarios imaginarios en sitios reales, a las historias inventadas en acontecimientos de la vida real.» Cuando debemos entender que la ficción es algo opuesto a la realidad (a lo verdadero). El Adriano de Yourcenar no es pues el Adriano que gobernó Roma en el siglo II.

En el otro lado de la moneda, la teoría de los mundos posibles, acertadamente, convierte a la ficción en una realidad autónoma, independiente del mundo actual, en el marco de un modelo de múltiples mundos. Se trata de mundos paralelos sin una relación de jerarquía entre sí, es decir, donde ninguno de ellos ha de verse necesariamente como representación de los demás.
La ficción como mundo posible no ha de entenderse como una potencial extensión de la realidad, es decir, como algo que puede suceder, sino, más bien, como un mundo paralelo, alternativo, diferente al mundo real, «cuyas propiedades, estructuras y modos de existencia son independientes de las propiedades, las estructuras y los modos de existencia de la realidad.»
José Manuel Coaguila

martes, 1 de noviembre de 2011

¿Copia o posibilidad?

Hace unos días, la prensa internacional informaba sobre un joven indio que había ganado el máximo premio del  programa televisivo ¿Quién quiere ser millonario?, concurso de preguntas y respuestas que alguna vez se realizó en el Perú y transmitió Frecuencia Latina, con la conducción de Güido Lombardi.
La noticia no hubiera tenido el eco que tuvo de no ser por la similitud existente entre el caso y el argumento de la película ganadora de ocho premios Oscar, incluido el de mejor película, en el 2009: Slumdog Millionaire, basada en la novela Q & A, del escritor indio Vikas Swarup. Ambas, película y novela, llevan en español el mismo nombre del programa concurso en cuestión.


Se cumplió la historia de “¿Quién quiere ser millonario?”, tituló  La Gaceta. Y es que Sushil Kumar, al igual que Jamal Malik, el personaje del filme, es joven, indio, pobre —solía mirar el programa en casas de sus vecinos porque él no tiene televisor—, operador telefónico y llegó a la televisión para ayudar a su familia y al amor de su vida, entre otras semejanzas.


Llegamos a donde queríamos llegar.
En cuestiones de ficción —el cine y la literatura lo son—, hay dos teorías bien marcadas con respecto a su marco de referencia: la mímesis y los mundos posibles. La primera, la tradicional (desde Platón y Aristóteles), postula que «las ficciones se derivan de la realidad, son imitaciones/representaciones de entidades realmente existentes.» La segunda, la moderna, contrariamente, nos dice que los mundos ficcionales son conjuntos de estados posibles de cosas, y que, por lo tanto, no representan individuos ni universales actuales.
Así las cosas, todo parece indicar que la situación presentada al principio se explica sobre la base de la teoría de los mundos posibles —defendida por teóricos como C. Segre, L. Doležel, B. Harshaw—, aunque hay un pequeño detalle que estamos dejando de lado.
La película se basa en una novela, y, según el escritor, la novela, en hechos reales, sobre todo en el caso de Charles Ingram, inglés acusado de hacer trampa en el programa de televisión citado (cosa que sucede en la novela y en la película, pero no con el joven indio que acaba de ganar un millón de dólares).
¿La ficción es copia o posibilidad?

José Manuel Coaguila

martes, 25 de octubre de 2011

Apología del libro

Terminamos de leerlo, lo cerramos y, abstraídos, mirando su tapa, pensamos en lo inequívoco de su título: Nadie acabará con los libros (en nuestro rostro se esboza un gesto cómplice, complaciente, aquiescente). Sí, nadie acabará con los libros, nos decimos, y empezamos a fantasear la biblioteca de Umberto Eco, también la de Jean-Claude Carrière; inmensas; llenas de incunables, primeras ediciones y rarezas editoriales; imponentes y caras. De pronto, caemos en la cuenta de que hay que empezar a escribir esta columna, que sólo tenemos una hora.


Pues bien. El libro es una charla erudita, con Jean-Philipe de Tonnac como entrevistador, o deberíamos decir, mejor, conductor, entre Eco y Carrière. Entre otras cosas, hablan del internet, la Historia, la memoria, la estupidez; pero siempre teniendo al libro como protagonista: los incunables que poseen, sus peripecias como coleccionistas, los libros que quisieran encontrar, la censura y los filtros, el destino de sus colecciones cuando mueran y, en fin, —la médula del asunto— qué será del libro en general de aquí a unos años. ¿Desaparecerá a consecuencia de la aparición de internet? ¿El libro electrónico, el e-book, matará al libro impreso?:

Umberto Eco y Jean-Claude Carrière

 1. «¡Pasemos dos horas leyendo una novela en el ordenador y nuestros ojos se convertirán en dos pelotas de tenis!»
2. «El ordenador depende de la electricidad y no te permite leer en la bañera, ni tumbado de costado en la cama. El libro es, a fin de cuentas, un instrumento más flexible.» Además, no es seguro que en el futuro dispongamos de energía suficiente para hacer que funcionen todas nuestras máquinas.
3. «El libro es como la cuchara, el martillo, la rueda, las tijeras. Una vez que se han inventado, no se puede hacer nada mejor. No se puede hacer una cuchara que sea mejor que la cuchara [...] Quizá evolucionen sus componentes, quizá sus páginas dejen de ser de papel. Pero seguirá siendo lo que es.»
4. Los soportes modernos —incluso los ordenadores— se vuelven rápidamente obsoletos. Ya no podemos ver una cinta de video o un CD-ROM de hace apenas algunos años, tampoco un archivo guardado en un diskette, pero aún podemos leer un texto impreso hace seis siglos.
5. Por último, el libro impreso genera sensaciones que el e-book no puede. Podemos tocarlo, olerlo; incluso quererlo. Escribir notas en sus márgenes, resaltar o subrayar algunas de sus partes. Lo que lo vincula directamente al cuerpo. Y en este sentido tiene algo casi humano.

José Manuel Coaguila

martes, 18 de octubre de 2011

En casa de herrero...

«Entre los pecados y vicios de las buenas letras —escribe Juan Montalvo—, el peor, a los ojos de los humanistas hombres de bien, es, sin duda, el que llamamos plagio o robo de pensamientos y discursos.» Sin embargo, la literatura está llena de plagiarios, algunos confesos y defensores de esta maña, como Montaigne, Corneille, Dumas (padre), Campoamor, Valera, el Conde de Lautréamont. Otros, acusados con razón, como «Clarín», Valle-Inclán, Neruda, Bryce; y otros sin ella (o al menos no de forma tan convincente), como Fitzgerald, Cela, Fuentes, García Márquez.
 

«¿Qué, quieren una originalidad absoluta? No existe. Ni en arte ni en nada —escribe Ernesto Sabato—. Todo se construye sobre lo anterior, y en nada humano es posible encontrar la pureza.» Todo es, pues, híbrido en literatura. La autenticidad de un escritor no consiste en desligarse de maestros, normas y modelos, sino, como dice Vargas Llosa, «en aceptar sus propios demonios y en servirlos a la medida de sus fuerzas», es decir, en escribir sobre temas que nacen de lo más profundo de su ser y llegan a su conciencia con carácter de necesidad.

Y es que, como escribió Montalvo, «la imaginación es la memoria, la memoria tergiversada de tal modo, que no se conoce ella misma».

Pero hay plagios que no tienen que ver con nada de lo dicho anteriormente. No son ideas reformuladas, imágenes o asuntos prestados, tampoco un estilo ajeno trastocado, sino textos copiados casi fielmente. Los casos más representativos son el del peruano Alfredo Bryce, el español Luis Racionero y el argentino Jorge Bucay. El primero firmó artículos que no eran suyos; cambió ciertas palabras, puso adjetivos, sustantivos o adverbios y eliminó algunos términos y signos de puntuación. Con lo que la versión de Bryce, de que su secretaria envió por error artículos ajenos, se cae por su propio peso.


El libro Atenas de Pericles, de Luis Racionero, contenía varias páginas copiadas literalmente del libro El legado de Grecia, de Gilbert Murray, y en Shimriti, de Jorge Bucay, se reproducen íntegramente más de 50 páginas del libro La sabiduría recobrada, de Mónica Caballé. El español defendió el derecho de todo escritor a la intertextualidad, y el argentino dijo que se olvidó de poner las comillas.

José Manuel Coaguila

martes, 11 de octubre de 2011

Deshaciendo agravios

Al fin pudimos leer El sueño del celta, la última novela de Mario Vargas Llosa. Hace unos días, después de casi tres meses de espera, apareció a la cabeza del montoncito de libros por leer. Y como nunca es tarde para escribir sobre un libro, pues diremos algo sobre él, celebrando, de paso, el primer año de Vargas Llosa como Nobel de Literatura.

La novela narra la vida de Roger Casement (1864-1916), irlandés que denunció los flagicios que se cometieron en contra de los nativos del Congo y de la Amazonía peruana y luchó por la independencia de su país.

 

No es el Vargas Llosa de sus primeras novelas, artificioso y técnico, artesano de la palabra, arquitecto de la forma, es más bien el novelista documentado, de campo, el que, como un arqueólogo, reconstruye un pasado que, por la flexibilidad, la vitalidad y la cercanía de la ficción, parece más verosímil que el que figura en la misma Historia. Y es que, como decía Saramago, no basta decir la verdad. De poco servirá si no es creíble. «La verdad es sólo medio camino, la otra mitad se llama credibilidad. Por eso hay mentiras que pasan por verdades, y verdades que son tenidas por mentiras.»

La novela, quizá tanto como cuando leímos Brevísima relación de la destrucción de las Indias, con todo lo que de falso tenga, nos hace ver cuán crueles podemos ser a veces los seres humanos, cuánto de animales, y de los peores, tenemos todavía adentro. Asesinatos, mutilaciones, torturas y violaciones, avivados por la codicia, abundan por doquier. Las víctimas: los congoleses y los nativos de la Amazonía peruana. El móvil: el caucho. La excusa: civilizar. Los victimarios: Bélgica, en el Congo, y la Compañía Arana en el Putumayo. El denunciante: Roger Casement, el Bartolomé de las Casas del siglo XX.

Roger Casement
Enfermo como consecuencia de sus asendereados 20 años en el Congo y otros tantos en la Amazonía peruana, al servicio del Gobierno Inglés, Casement todavía tuvo fuerzas para luchar por la independencia de su país, Irlanda, la mayor causa de su vida, enfrentándose así al país que antes sirvió y que, luego, fracasada la insurrección, se encargaría, así como le concedió honores, de hundirlo en el desprestigio y el anonimato.

Esta novela es, pues, un intento de rescatar y reivindicar la figura de un hombre que defendió, jugándose siempre la vida, los más altos valores de la humanidad: la libertad y la igualdad. Tarea cumplida, Mario.
 
José Manuel Coaguila

martes, 4 de octubre de 2011

Honor al mérito

Un «estudiante simplón», en una cafetería madrileña, ve ingresar a su mismo local al escritor chileno Roberto Bolaño. Después de pensarlo un poco, decidido, va a su encuentro. Bolaño es su escritor favorito, una oportunidad así no la puede desperdiciar. Pero, en instantes en que se dirige a su mesa, el autor de Los detectives salvajes se pone de pie y se va, dejándolo con los crespos hechos. Sin embargo, el muchacho, en Madrid gracias a una beca de estudios, más que un autógrafo o un cruce de palabras con el escritor, consigue algo muy valioso: un manuscrito. El escritor dejó olvidado en su asiento un «cuaderno anillado y algo arrugado» donde tenía escrita una de sus últimas novelas.

Roberto Bolaño

Esta es, más o menos, la trama de El manuscrito, cuento ganador del V concurso literario organizado por el semanario arequipeño El Búho, uno de los mejores relatos cortos que hayamos leído, incluidos los premiados anteriormente en el mismo concurso.

El cuento, fruto de su buen comienzo, hechiza de principio a fin. Intrigados por la confesión del narrador al comenzar su historia, no podemos dejar de leerlo hasta terminarlo, comprobando, satisfechos, que termina mejor que como empezó. Pero si aquella carnaza inicial no fuese suficiente, si no tiene el poder necesario para mantenernos a la expectativa, si es muy general, un tanto confusa tal vez; la siguiente sí lo es. Y es que, una vez que sabemos que el estudiante tiene en sus manos un manuscrito de Bolaño, nuestra curiosidad de saber qué hará con él nos pone a merced del escritor, bajo sus poderes hipnóticos, esos que nos sustraen completamente de la realidad y nos convierten en parte de la ficción.

Ninguna palabra sobra. Nada está por demás en el cuento. El estilo es impecable. La prosa, limpia, sobria. Los adjetivos bien puestos. Cada palabra tiene su color, vale por sí misma; cada pormenor, como lo exigía Borges, existe en función del argumento general. Ningún obstáculo, adorno o digresión, como pedía Quiroga, acude a aflojar la tensión del hilo de la historia. Su ritmo es tajante, incisivo, como el de los buenos cuentos.

El autor es Dennis Arias Chávez, una de las más grandes promesas de las letras peruanas, hombre de muchas luces y gran talento. No nos sorprende, pues, que haya recibido este premio.

(Lea el cuento completo, además de una entrevista al autor, en este blog)

/Artículo aparecido en diario Correo el 05-10-11/

lunes, 3 de octubre de 2011

Entrevista a Dennis Arias, ganador, en la categoría Cuento, del V concurso literario organizado por el semanario arequipeño El Búho


José Manuel Coaguila: Hola Dennis, felicitaciones por el premio. Creo que los dos nos enteramos casi al mismo tiempo de que ganaste.
Dennis Arias[1]: Gracias José, pues sí, casi sin querer abrí el día lunes por la tarde mi Face y encontré una serie de agasajos, todos, sin precisar el porqué. Ya te imaginarás mi desconcierto. En este caso se podría decir que fui el último en enterarme.
J.M.C.: He leído, en total, cuatro cuentos tuyos, y el ganador, El manuscrito, creo que es el mejor. Sin menospreciar los otros, que son buenos, éste es simplemente genial. ¿Cuándo lo escribiste y en qué circunstancias?
D.A.: Veamos, la idea empezó a madurar allá por el 2009, durante un viaje a Huancavelica. El primer borrador, esto es, solo ideas sueltas, desperdigadas, estaba listo para cuando regresé a Arequipa, una semana después. Luego vino el viaje a España y sus necesarias preocupaciones. Estando en Madrid reinicié la labor de corrección, fue grato darme cuenta que aquel primer esbozo era un desastre, un conjunto de gazapos teñidos de imprecisiones y lugares comunes que me causaron risa. Fue en Roma donde finalmente el cuento vio la luz, allá por la Navidad del 2010.
J.M.C.: El cuento, para quienes no lo hayan leído (pronto lo publicaremos en este blog), trata sobre un manuscrito del escritor chileno Roberto Bolaño. ¿Por qué Bolaño?
D.A.: Leí a Bolaño (sin “s”) en la universidad y quedé impactado. Recuerdo que la primera obra  que devoré de él fue Pista de hielo, luego vinieron Una novelita lumpen, Los detectives salvajes, Nocturno de Chile y casi todos sus cuentos. En El manuscrito, Bolaño es un referente. La historia gira en torno a un supuesto manuscrito suyo olvidado en una cafetería madrileña, encontrado por un estudiante simplón. Entiendo que la figura de Bolaño ha ido creciendo en estos últimos años por el mundo, tanto que es común encontrar ya tesis dedicadas al estudio de su obra, conversatorios, seminarios, etc. Bolaño está de moda, su obra es consideraba como una respuesta altiva al boom que, para algunos, ya feneció y de la que solo nos queda la ilusión de una filiación acaso inexistente. Pero este no es el Bolaño de mi historia, sino un Bolaño referente. Creo que, en el fondo, mi intención fue la de homenajear a uno de mis autores favoritos.
J.M.C.: Cómo enviaste el cuento al concurso, estabas todavía en España ¿no?
D.A.: Pues no, ya me encontraba en Arequipa, bueno en Perú. Hacía un mes que estaba ya en tierra characata.
J.M.C.: No es la primera vez que premian un cuento tuyo, pero este debe de ser, hasta ahora (y digo «hasta ahora» porque estoy seguro que vendrán otros más grandes), uno de los premios más importantes que has recibido.
D.A.: Sí, anteriormente ya había recibido algunos reconocimientos importantes, pero este es sin lugar a dudas uno de los más emotivos, un premio que te estimula a seguir en el barco de la creación, en esa apasionante y adictiva actividad en la que, y siempre lo he dicho, soy un simple advenedizo.


De izquierda a derecha: El editor Arthur Zeballos, el escritor Jorge Monteza y el premiado Dennis Arias

J.M.C.: La mayoría de tus cuentos, al menos los que yo he leído, están ambientados en zonas marginales, rurales, periféricas (leyéndolos, recordé algunos relatos de Gregorio Martínez, Antonio Gálvez Ronceros y del mismo Enrique López Albújar);  pero El manuscrito no, todo lo contrario. ¿Cómo puedes retratar fielmente espacios tan distintos? Pareciera que fueras parte de esos dos mundos, en el sentido arguediano de la frase.
D.A.: En mis escritos confluyen dos etapas: mi infancia y juventud, y ambas le impregnan matices peculiares a mis descripciones. Huancavelica y sus paisajes y su gente y su pantagruélico frío hacen eco en mis ficciones. Viví toda mi infancia en esa ciudad regentada por cerros, y aunque no nací en ella, le  estoy agradecida por cobijarme.  Sé que es una perogrullada decirlo, pero el escritor es hechura de sus lecturas y a ellas me remito. El manuscrito es un ensayo de brevedad, para escribirla eché mano de las enseñanzas de Ribeyro, mi más celebrado escritor, y  de Paul Auster. Del primero aprendí, no a escribir sino a dibujar las historias a pulso de cirujano; del segundo, el manejo de la tensión, la vuelta de tuerca y sobre todo la precisión. Mi experiencia en Europa me proporcionó experiencias que de seguro ayudaron a adulterar mis tramas y paisajes. En estos momentos estoy en la labor de escribir un cuento sobre la aventura de un danzante de tijeras en Madrid, quizá aquí pueda fusionar ambos mundos, lo andino y lo occidental. Ojalá lo logre. 
J.M.C.: ¿Te tomas en serio esto de ser escritor? ¿Cuál es tu forma de trabajar en la escritura?
D.A.: No soy metódico pero me interesa comprender por medio de la descripción el bagaje cultural de mis personajes. Ahora bien, la literatura para mí es una suerte de terapia en el sentido wittgensteiniano de la palabra. Soy algo disperso para escribir, demasiado creo yo, tengo un borrador con una decena de cuentos mutilados, algunos tienen cabeza, algunos solo sexo y otros, algo parecido a piernas.
J.M.C.: ¿Qué planes para más adelante?
D.A.: Por ahora, abocarme a una serie de proyectos de carácter académico que espero puedan concretarse. Seguimos, junto con Teresa Ramos, en la edición del quinto número de la revista de Lingüística PAROLE, y si el Eterno lo permite, para el próximo año estará viendo la luz mi primer libro de relatos cuyo título aun no tengo decidido.
J.M.C.: ¿A quién dedicas el premio? ¿Agradecimientos?
D.A.: Uf, me pones en aprietos. La verdad hay muchas personas. A los «viejos», claro, por sobre todas las cosas, a Teresa por su paciencia y consejo, a mis amigos del Máster de Alta Especialización en Filología Hispánica, a Laura Castiblanco definitivamente (gracias Lauris por la expresión “caquita con sal”. Ya te la robé), a los amigos de peripecias: Augusto y Eder. En fin, hay muchos.  

El escritor y la lingüista Teresa Ramos. ¡Salud, Dennis!
J.M.C.: Esta ya es una pregunta un tanto personal: ¿Por qué te especializaste en lingüística y no en literatura, pudiendo hacerlo, si la literatura va más contigo?
D.A.: Antes de responder  a esta pregunta, quisiera definir qué es la lingüística. La lingüística es el estudio y análisis de los procedimientos, conceptos teóricos y metodológicos que se utilizan para describir y explicar las lenguas naturales. La lengua es un producto de la historia, la hacemos los hablantes, la cambiamos, la creamos, la transformamos voluntariamente pero con voluntad colectiva en un espacio temporal. La lengua es la expresión viva de la cultura de un país, reflejo de su identidad y, claro, también de su decadencia. Estudiarla significa describirla en su conjunto, en los diversos usos que de ella hace un pueblo. La literatura involucra el dominio de una lengua ya que es el instrumento del escritor, y es aquí donde hallo la respuesta: estudiar una lengua, me ayuda a entenderla, a saber usarla y respetarla. Me considero ante todo un lingüista que se inclinó por la literatura para poder entender el complejo mundo del lenguaje.  
J.M.C.: Gracias, Dennis.
D.A.: A ti, José Manuel.
(Entrevista realizada vía e-mail)


[1] Dennis Arias Chávez estudió en la Escuela de Literatura y Lingüística de la Universidad San Agustín. En el 2007 asume la subdirección de la Revista Internacional de Lingüística PAROLE. Ha publicado cuentos en revistas tanto nacionales como internacionales, teniendo, también, una participación recurrente en diversos blogs literarios. En el 2009 obtuvo una Mención Honrosa en el Concurso Literario El Búho; en ese mismo año su cuento titulado Noche serrana resultó finalista en la I Bienal de Arte «Víctor Humareda»; en el 2011, 1er lugar en el Concurso Literario El Búho, en la categoría Cuento. Se gana la vida como profesor e investigador y como asesor en proyectos de desarrollo institucional. Es licenciado en Literatura y Lingüística, ha cursado estudios de Maestría en Educación Superior (UCSM). En el 2010, gracias a una beca, viaja a España a seguir una Maestría en Filología Hispánica por la UNED y el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, donde obtuvo el grado de Magíster con Honores. Ha sido ponente en diversos congresos nacionales e internacionales. En estos momentos se encuentra en la edición de su primer cuentario.

Cuento ganador en el V concurso literario organizado por el semanario arequipeño El Búho, 2011

El manuscrito

            Extraños fueron los sucesos que me llevaron a encerrarme por años en el silencio de los secretos. Un silencio que sin embargo fue cebando mi valentía hasta moverme a contar esta historia.
            Tenía 26 años y me encontraba en Madrid realizando una maestría. Mi vida era, por así decirlo, aburrida; siempre en la biblioteca, siempre escuchando a mis distinguidos y algunas veces pesados maestros y siempre con un libro bajo el brazo. No existía la diversión para mí y era común verme con el rostro atribulado por los pingües esfuerzos que me tocaba hacer para alargar la escasa pensión que mensualmente se me asignaba como parte de la beca.
            Andaba por el primer mes cuando una tarde se me antojó beber un café en uno de los bares de la Gran Vía. No puedo precisar si aquel lugar era espacioso, ni tampoco si había mucha gente o si el dueño era un tipo amargado, solo recuerdo que me senté y con el vapor del café humedeciendo mi rostro empecé a extrañar el terruño. Y en esto estaba cuando de pronto lo vi llegar. Atravesó el umbral y su presencia captó mi atención por completo. Dio unos pasos, se abrió el abrigo y buscó, con la mirada cansada, casi en ausencia, un lugar desocupado. Recuerdo que se llevó una mano al rostro y antes de tomar asiento arrojó un indetenible y hondo bostezo para luego derrumbarse. Aquel rostro era idéntico a como aparecía en las contratapas de sus libros. Era Roberto Bolaño.
            Sin duda aquel era uno de los momentos más importantes de mi vida, la posibilidad de poder entablar conversación con un escritor, uno verdadero, y tal vez, remotamente claro, poder sacarle algún consejo me emocionaba. Decidido a todo salté de mi asiento, cogí del interior de mi mochila un cuaderno y con paso firme me dirigí a él.
            Me entretuve más de la cuenta repasando con delectación cada una de las palabras que iba a decirle, cada oración, cada frase en busca de la más adecuada. Ya me disponía a enfrentarlo cuando, repentinamente, y sin que yo me lo advirtiera, se levantó y sin mirar a nadie se marchó. Aterrado de poder perder la oportunidad de hablar con el maestro, me dispuse a ir tras de él. Ya iba a cruzar la puerta cuando quedé petrificado ante un objeto dejado sobre su asiento: era un cuaderno anillado y algo arrugado. Que Dios me perdone, pero confieso que me alegré de ese descuido y aunque tuve la oportunidad de correr tras él y devolvérselo, algo dentro de mí, un velado egoísmo tal vez, me impidió hacerlo. Cogí el cuaderno asegurándome que nadie me viera y me marché.
            Al llegar a mi habitación hojeé con entusiasmo las páginas esperando encontrar algunos apuntes de interés. Grande fue mi sorpresa al descubrir que se trataba del manuscrito de una novela. Conocía la calidad del autor, su prosa me resultaba atractiva y digna de imitar. Las primeras líneas captaron mi atención de inmediato, la maestría con que describía a las habitantas de uno de los prostíbulos más afamados de Ciudad de México, me estremecía. Esa noche decidí leerla toda y de un tirón, de absorber la esencia de la trama con voracidad. En el fondo, sentía que la novela había sido olvidada ahí para que sólo yo la leyera.
            Cerca de la madrugada cerré el cuaderno y me recosté sobre el respaldar de mi silla, satisfecho. La novela había cumplido su misión. Un final redondo, contundente. Salvo por algunos errores ortográficos, aquella era una buena obra, la mejor que había leído de él hasta entonces. ¿Y ahora, qué hago?, me pregunté entonces ante la culpa que me llegaba en forma de escalofríos. La obra no me pertenecía y lo correcto era que la regresara a su autor. Pensé en la manera de hacerlo y tomé la decisión de volver al bar y esperar por si lo reclamaban. Sacrifiqué algunas clases para tal misión, pero fue en vano, nadie llegaba a reclamarlo. Fueron días sin tener noticias del autor. Cada mañana saltaba de la cama con la intención de buscarlo, pero pronto el desgano y la ardua labor de elaborar mi tesis fueron ganando terreno. Pensé que si aquella obra era tan importante, como de seguro lo era, sería él quien me buscase.
Pero ese día nunca llegó y el manuscrito fue desterrado a un rincón de mi habitación.
            El máster tuvo una duración de diez meses. Recuerdo que fue en julio cuando al fin abordé el avión de regreso. Traía conmigo algunos libros interesantes, un título rimbombante y entre toda aquella cartonería, muy al fondo de la maleta, el manuscrito olvidado. Nunca le hablé a nadie de mi valiosa posesión. 
            Después del máster supuse que todas las puertas se me abrirían, que un futuro prometedor me aguardaría ni bien bajara del avión, pero cuán equivocado estaba. Fueron cerca de seis meses los que estuve sin conseguir empleo. El dinero de mis ahorros lentamente se iba reduciendo y caí en una terrible depresión.  Fueron días aciagos, días en  los que la sombra de la pobreza cubría mi vida ahogándome en constantes cambios de humor. Y todo hubiera seguido su irritante calma si no fuera por la terrible noticia que recibí una mañana: El escritor chileno Roberto Bolaño, quien residía en España, murió la madrugada de este martes en Barcelona mientras esperaba un trasplante de hígado, única forma de salvarle la vida luego del padecimiento hepático que sobrellevaba hacía un lustro”.
            La noticia me resultó devastadora. Entonces el manuscrito volvió a tomar fuerza en mis recuerdos. Me sentía culpable de no haber permitido que dicho texto viera la luz, de que mi egoísmo y falta de voluntad hayan impedido que una obra tan valiosa no haya vuelto a las manos de su creador para darle los últimos toques, su visto bueno. Semanas después se empezó a hablar de una serie de obras que el autor había dejado inconclusas y que, por pedido expreso de la familia y del propio escritor, empezarían a editarse una a una. Entonces supe que era mi oportunidad de reivindicarme. Pensé en devolver el manuscrito y así mis culpas quedarían expiadas. Las siguientes noches, los sueños de una repentina fortuna hicieron que mis preocupaciones se disiparan. Ya no me desesperaba conseguir trabajo, aquel negocio de seguro me daría lo suficiente para poder vivir cómodamente. Todo era cuestión de tener paciencia. 
            Hasta entonces el manuscrito seguía guardado en aquella caja donde desterré muchos de mis recuerdos, la misma que no había vuelto a abrir desde mi llegada de España. Una tarde, al regresar de una entrevista frustrada de trabajo, decidí desempolvar el cuaderno para volverlo a leer, esa semana tenía pensado ponerme en contacto con la editorial así que lo mejor era disfrutarlo por última vez. Me arrojé, ansioso, al suelo y me arrastré por debajo de la cama, que era donde guardaba la caja. Aparté telarañas y regresé a la luz. Recuerdo haber dicho al inicio de esta historia que tuvo que pasar años para completar mi valentía y para entender que el destino en ocasiones nos suele dar sorpresas crueles, sorpresas que pueden cambiar el destino de nuestras vidas y la de los demás. Y en esto pensé (y aún pienso) cuando, atónito, vi en el fondo de la caja, a un costado de algunas fotos y de una que otra postal desteñida, a una camada de ratones recién nacidos, pelados y chillando sobre los retazos de lo que fuera la mejor novela que había leído y que tal vez jamás leería.

Dennis Arias Chávez

sidharta3@hotmail.com