lunes, 3 de octubre de 2011

Cuento ganador en el V concurso literario organizado por el semanario arequipeño El Búho, 2011

El manuscrito

            Extraños fueron los sucesos que me llevaron a encerrarme por años en el silencio de los secretos. Un silencio que sin embargo fue cebando mi valentía hasta moverme a contar esta historia.
            Tenía 26 años y me encontraba en Madrid realizando una maestría. Mi vida era, por así decirlo, aburrida; siempre en la biblioteca, siempre escuchando a mis distinguidos y algunas veces pesados maestros y siempre con un libro bajo el brazo. No existía la diversión para mí y era común verme con el rostro atribulado por los pingües esfuerzos que me tocaba hacer para alargar la escasa pensión que mensualmente se me asignaba como parte de la beca.
            Andaba por el primer mes cuando una tarde se me antojó beber un café en uno de los bares de la Gran Vía. No puedo precisar si aquel lugar era espacioso, ni tampoco si había mucha gente o si el dueño era un tipo amargado, solo recuerdo que me senté y con el vapor del café humedeciendo mi rostro empecé a extrañar el terruño. Y en esto estaba cuando de pronto lo vi llegar. Atravesó el umbral y su presencia captó mi atención por completo. Dio unos pasos, se abrió el abrigo y buscó, con la mirada cansada, casi en ausencia, un lugar desocupado. Recuerdo que se llevó una mano al rostro y antes de tomar asiento arrojó un indetenible y hondo bostezo para luego derrumbarse. Aquel rostro era idéntico a como aparecía en las contratapas de sus libros. Era Roberto Bolaño.
            Sin duda aquel era uno de los momentos más importantes de mi vida, la posibilidad de poder entablar conversación con un escritor, uno verdadero, y tal vez, remotamente claro, poder sacarle algún consejo me emocionaba. Decidido a todo salté de mi asiento, cogí del interior de mi mochila un cuaderno y con paso firme me dirigí a él.
            Me entretuve más de la cuenta repasando con delectación cada una de las palabras que iba a decirle, cada oración, cada frase en busca de la más adecuada. Ya me disponía a enfrentarlo cuando, repentinamente, y sin que yo me lo advirtiera, se levantó y sin mirar a nadie se marchó. Aterrado de poder perder la oportunidad de hablar con el maestro, me dispuse a ir tras de él. Ya iba a cruzar la puerta cuando quedé petrificado ante un objeto dejado sobre su asiento: era un cuaderno anillado y algo arrugado. Que Dios me perdone, pero confieso que me alegré de ese descuido y aunque tuve la oportunidad de correr tras él y devolvérselo, algo dentro de mí, un velado egoísmo tal vez, me impidió hacerlo. Cogí el cuaderno asegurándome que nadie me viera y me marché.
            Al llegar a mi habitación hojeé con entusiasmo las páginas esperando encontrar algunos apuntes de interés. Grande fue mi sorpresa al descubrir que se trataba del manuscrito de una novela. Conocía la calidad del autor, su prosa me resultaba atractiva y digna de imitar. Las primeras líneas captaron mi atención de inmediato, la maestría con que describía a las habitantas de uno de los prostíbulos más afamados de Ciudad de México, me estremecía. Esa noche decidí leerla toda y de un tirón, de absorber la esencia de la trama con voracidad. En el fondo, sentía que la novela había sido olvidada ahí para que sólo yo la leyera.
            Cerca de la madrugada cerré el cuaderno y me recosté sobre el respaldar de mi silla, satisfecho. La novela había cumplido su misión. Un final redondo, contundente. Salvo por algunos errores ortográficos, aquella era una buena obra, la mejor que había leído de él hasta entonces. ¿Y ahora, qué hago?, me pregunté entonces ante la culpa que me llegaba en forma de escalofríos. La obra no me pertenecía y lo correcto era que la regresara a su autor. Pensé en la manera de hacerlo y tomé la decisión de volver al bar y esperar por si lo reclamaban. Sacrifiqué algunas clases para tal misión, pero fue en vano, nadie llegaba a reclamarlo. Fueron días sin tener noticias del autor. Cada mañana saltaba de la cama con la intención de buscarlo, pero pronto el desgano y la ardua labor de elaborar mi tesis fueron ganando terreno. Pensé que si aquella obra era tan importante, como de seguro lo era, sería él quien me buscase.
Pero ese día nunca llegó y el manuscrito fue desterrado a un rincón de mi habitación.
            El máster tuvo una duración de diez meses. Recuerdo que fue en julio cuando al fin abordé el avión de regreso. Traía conmigo algunos libros interesantes, un título rimbombante y entre toda aquella cartonería, muy al fondo de la maleta, el manuscrito olvidado. Nunca le hablé a nadie de mi valiosa posesión. 
            Después del máster supuse que todas las puertas se me abrirían, que un futuro prometedor me aguardaría ni bien bajara del avión, pero cuán equivocado estaba. Fueron cerca de seis meses los que estuve sin conseguir empleo. El dinero de mis ahorros lentamente se iba reduciendo y caí en una terrible depresión.  Fueron días aciagos, días en  los que la sombra de la pobreza cubría mi vida ahogándome en constantes cambios de humor. Y todo hubiera seguido su irritante calma si no fuera por la terrible noticia que recibí una mañana: El escritor chileno Roberto Bolaño, quien residía en España, murió la madrugada de este martes en Barcelona mientras esperaba un trasplante de hígado, única forma de salvarle la vida luego del padecimiento hepático que sobrellevaba hacía un lustro”.
            La noticia me resultó devastadora. Entonces el manuscrito volvió a tomar fuerza en mis recuerdos. Me sentía culpable de no haber permitido que dicho texto viera la luz, de que mi egoísmo y falta de voluntad hayan impedido que una obra tan valiosa no haya vuelto a las manos de su creador para darle los últimos toques, su visto bueno. Semanas después se empezó a hablar de una serie de obras que el autor había dejado inconclusas y que, por pedido expreso de la familia y del propio escritor, empezarían a editarse una a una. Entonces supe que era mi oportunidad de reivindicarme. Pensé en devolver el manuscrito y así mis culpas quedarían expiadas. Las siguientes noches, los sueños de una repentina fortuna hicieron que mis preocupaciones se disiparan. Ya no me desesperaba conseguir trabajo, aquel negocio de seguro me daría lo suficiente para poder vivir cómodamente. Todo era cuestión de tener paciencia. 
            Hasta entonces el manuscrito seguía guardado en aquella caja donde desterré muchos de mis recuerdos, la misma que no había vuelto a abrir desde mi llegada de España. Una tarde, al regresar de una entrevista frustrada de trabajo, decidí desempolvar el cuaderno para volverlo a leer, esa semana tenía pensado ponerme en contacto con la editorial así que lo mejor era disfrutarlo por última vez. Me arrojé, ansioso, al suelo y me arrastré por debajo de la cama, que era donde guardaba la caja. Aparté telarañas y regresé a la luz. Recuerdo haber dicho al inicio de esta historia que tuvo que pasar años para completar mi valentía y para entender que el destino en ocasiones nos suele dar sorpresas crueles, sorpresas que pueden cambiar el destino de nuestras vidas y la de los demás. Y en esto pensé (y aún pienso) cuando, atónito, vi en el fondo de la caja, a un costado de algunas fotos y de una que otra postal desteñida, a una camada de ratones recién nacidos, pelados y chillando sobre los retazos de lo que fuera la mejor novela que había leído y que tal vez jamás leería.

Dennis Arias Chávez

sidharta3@hotmail.com

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