Prefiero
morir como Heráclito, que se ahogó en excremento de vaca; pero
jamás como Juan Duns Escoto. Aunque si me dieran a elegir,
preferiría, si de muertes de filósofos se trata, la de Hume, quien
murió tranquilamente en su cama, incluso, dicen, de buen humor y sin
ansiedad.
Cuando
llegamos a pensar seriamente en nuestra muerte, sobre todo en el
modo, al instante, horrorizados, nos ocupamos de otras cosas,
soslayamos el asunto, lo sacamos a empellones de nuestros
pensamientos. ¿Quién, pues, puede imaginar su muerte impávidamente?
¿A quién no le causa pavor pensar en los segundos finales, cuando
todo sea ya irremediable? ¿Quién no se estremece al pensar que de
lo único que puede estar seguro es que va a morir? Es natural que
evitemos el tema. Sin embargo, hoy, caros lectores, se las pondré
más difícil.
¿Cuál
es la mejor forma de morir?: Cualquiera, siempre que sea rápida. ¿Y
la peor?: Todas, si son lentas; pero hay una especial: morir en el
sepulcro. ¿Han leído el cuento de Poe El entierro prematuro?
¿Han escuchado Catalepsia, de Los Mojarras? ¿Han visto la
película La obsesión, del director Roger Corman? Alguna idea
deben de tener.
La
catalepsia es un accidente nervioso repentino que provoca una
aparente muerte. La persona presenta rigidez corporal; no responde a
estímulos; la respiración y el pulso se vuelven extremadamente
lentos, casi imperceptibles; la piel se pone pálida. Por ello,
muchas veces, personas que han sufrido una crisis de catalepsia han
sido dadas por muertas y enterradas vivas. Ahora es casi imposible
que esto suceda, principalmente por la autopsia, pero antes era algo
con lo que se tenía que contar. Por eso, en las postrimerías del
siglo XVIII y durante todo el XIX se patentaron en Europa más de
medio centenar de ataúdes para catalépticos. Eran féretros
especiales cuyo principal mecanismo permitía a la persona sepultada
comunicarse con quien estuviera cerca de su tumba; podía, por
ejemplo, tirar de una cuerda y hacer sonar una campanilla en el
exterior, o izar una bandera, o hasta lanzar con cohete pirotécnico.
He
dicho que es casi imposible que en estos tiempos se nos entierre
vivos, y es verdad, pero no es porque los casos de catalepsia hayan
cesado, sino porque ahora los catalépticos mueren en otro lugar: la
morgue. Saber que algunos, en ese estado de aparente muerte, pueden
incluso ver y oír todo lo que pasa a su alrededor, es realmente
aterrador. ¿Cómo saber si soy cataléptico?, se preguntarán,
angustiados, muchos de los que me leen. Quizá algún día lo sepan,
aunque ya no servirá de nada.
Quien
escribe estas líneas está enfermo, y seguramente pronto le llegará
la muerte, que dicen que es un airecito frío que te entra por todo
lado, como si fueras una coladera. A pacientes como yo, con una causa
casi segura de fallecimiento, según me han dicho, pueden no hacerles
la autopsia. Por eso decía, al empezar este artículo, que jamás me
gustaría morir como Juan Duns Escoto.
«Se
cuenta la terrible historia de que Juan Escoto fue enterrado vivo.
Parece que cayó en coma, se le dio por muerto y le enterraron. Sin
embargo, cuando se reabrió su tumba, se encontró su cuerpo fuera de
su ataúd y sus manos estaban ensangrentadas por sus vanos intentos
de salir de allí.»
Es
un miedo obsesivo.
José Manuel Coaguila
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