miércoles, 27 de febrero de 2013

Dios

En cuestiones divinas es difícil ser consecuente. Los que siempre dudan, como yo, un día pueden ser los más entusiastas creyentes, y otro, los más grandes blasfemos. Estar en el medio, ser eclécticos, puede ser sensato e inteligente, pero jamás valiente y admirable. Las dudas te vuelven acomodadizo y paria, un día estás aquí, otro, allá, y eso es indigno. Por eso admiro a la gente de ideas claras, definidas; que dicen hoy lo que seguirán diciendo mañana. La constancia es una virtud que tiene muy pocos seguidores.
 
Hay veces en que creo en Dios, profunda, visceralmente; pero otras, no. Entonces me consuela leer ese pasaje de la novela La tregua, de Mario Benedetti, que dice así: «Francamente, no sé si creo en Dios. A veces imagino que, en el caso de que Dios exista, no habría de disgustarle esta duda. En realidad, los elementos que él (¿o Él?) mismo nos ha dado (raciocinio, sensibilidad, intuición) no son en absoluto suficientes como para garantizarnos ni su existencia ni su no existencia.» Lo mismo dijo Unamuno en Del sentimiento trágico de la vida: «La razón no nos prueba que Dios exista, pero tampoco que no pueda existir.» Mis dudas entonces se justifican.
 
Sin embargo, como he dicho, hay veces que soy un fervoroso creyente. Entonces, me digo, citando un fragmento de El sueño del celta, novela de Mario Vargas Llosa, que es cierto que la idea de Dios no cabe en el limitado recinto de la razón humana, que hay que meterla allí con calzador porque nunca encaja del todo; pero en lo que se refiere a Dios hay que creer, no razonar. Si razonas, Dios se esfuma como una bocanada de humo.
 
Y también llego a extremos: me río de la Biblia (un libro que te pinta a un Dios sanguinario, vengativo, celoso, envidioso, machista) y, después, quiero ser cura.
 
¿Y a qué se debe que les confiese mi camaleónica fe? Lo estaba olvidando. Quería contarles dos cosas.
 
Cuando tenía 13 o 14 años se me ocurrió una idea para comprobar la existencia de Dios. Como Él nunca se manifestaba, me dije a mí mismo: «Bien, si Dios no puede darme una señal de su existencia, será el demonio quien me la dé». El plan era salir de noche al campo e invocarlo, si se manifestaba, pues todo estaba resuelto: Dios también existía. Pero pudo más mi miedo, y me quedé con la duda, hasta hace poco.
Un amigo me ha contado que él sí tuvo el valor e hizo lo que yo no pude hacer: invocó al demonio; pero nada, nunca se presentó. Esto, que en mi adolescencia me hubiera parecido la prueba más grande de la no existencia de Dios, ahora, a mis 26, solo afianza mi alicaída fe. A Él se le haría muy fácil decir miren, aquí estoy, crean en mí, pero un ser superior jamás haría eso, es como imaginar a Einstein sumando con los dedos. Hay otras formas más inteligentes de hacerlo. Descubrir a Dios por nuestra propia cuenta, como los conocimientos, es una experiencia inolvidable. Jamás se olvida lo que se aprende por cuenta propia. Dios lo sabe muy bien.
 
Por eso —y aquí viene lo segundo que quería contarles— me ha gustado muchísimo la película Una aventura extraordinaria (Life of Pi, en inglés), ganadora de 4 premios Óscar el último domingo. Véanla, allí está, si lo saben ver, todo lo que les he expuesto líneas arriba. Aunque suene a charlatanería, realmente hay historias que te pueden hacer creer en Dios.
 
 
José Manuel Coaguila

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