miércoles, 13 de febrero de 2013

Kafka, escritor realista


El siglo XIX fue muy agitado en Rusia. Luego del triunfo de Waterloo, las ideas liberales fueron tomando más fuerza: el contacto del ejército ruso con los pueblos europeos libres (el verse a través de otros) soliviantó a una sociedad basada en un régimen de servidumbre y, acaso por ello mismo, enormemente atrasada. Aparecieron entonces los círculos revolucionarios, aquellos que, entre otras buenas cosas, exigían la liberación inmediata de los campesinos, a la vez que anunciaban, contraproducentemente, lo que sería, en los primeros años del siglo XX, una de las revoluciones más sangrientas de la historia. Bueno, no siempre lo que empieza bien acaba bien.
 
Así la situación, el zar y su aparato burocrático quisieron poner las cosas en orden, sobre todo en los medios escritos, siempre inquietos. Ya sabemos que no pudieron, pero lo intentaron, y de qué forma. «Así por ejemplo, un censor tachó en un libro de recetas culinarias las palabras ‘dejar a la masa levantarse libremente’ porque la expresión le pareció revolucionaria». Como se ve, estos funcionarios fácilmente se llevaban la cuchara a la frente: su torpeza era del tamaño de su país. A qué extremo habrá llegado la situación, que el zar Nicolás I decretó, en 1848, la formación de un Comité superior de censura destinado a —agárrense— ¡censurar a los censores!
 
Conque riéndose ¿no? Modere la sonrisa, caballero, que peores cosas pasan en nuestro Perú de hoy.
 
E. es uno de los pocos amigos que tengo. El año pasado trabajó como profesor en una escuelita rural de Espinar, en Cusco. Todo iba bien hasta que en uno de sus últimos días en tierras cusqueñas —vísperas de Navidad— tuvo la mala suerte de cruzarse con aquellos censores rusos del libro de recetas culinarias, pero reencarnados en dos policías.
 
E. casi siempre lleva un libro consigo, sobre todo cuando va a los bancos (¡en la fila de espera te puedes leer un libro entero!), pero esta vez no debió hacerlo, o en todo caso debió llevar otro. ¿Por qué? Bueno pues, resulta que E. cobra una cantidad de dinero, que no es poca, y la pone entre las hojas del libro que lleva, La revolución de Túpac Amaru, de José Bonilla. Se dispone a salir del banco, el Banco de la Nación de Espinar, y de repente, ¡zas!, dos policías lo sujetan fuertemente, uno de cada brazo. Qué es lo que llevas ahí, dámelo, le dice uno de ellos señalándole el libro. E. se asusta y, como es natural, opone cierta resistencia; intercambian algunas palabras y la situación empeora. Lo arrestan. En la comisaría, mientras revisan todas sus pertenencias, un tal Mendoza, mirando el libro de Bonilla, le insinúa que es sospechoso de subversión, pues el título se presta a suspicacias. E. respira más tranquilo. Él, que alguna vez tildó de idealista a Kafka —creador de individuos que eran detenidos por delitos desconocidos, sometidos a juicios absurdos y condenados sin motivo—, ahora piensa: «Pues Kafka era un realista, al fin y al cabo».
 
Que a nadie, por favor, se le ocurra ir al Banco de la Nación de Espinar con libros como Abril rojo, de Santiago Roncagliolo, al menos mientras no se haya creado una policía de la policía allí.
 
 
José Manuel Coaguila

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