miércoles, 13 de febrero de 2013

La pendejada decente


Si en El Salvador alguien te dice pendejo, no hinches el pecho ni estires mucho el cuello, pues te están diciendo cobarde, pusilánime. Si te vas a México o a Cuba, tampoco, pues allá te habrán querido decir tonto. En Argentina y en Uruguay, menos: allí pendejo significa chico, adolescente; en el sentido, según me han contado, de inmadurez, o sea, de adultos cuyo comportamiento no corresponde a su edad. Parece ser que solo en Perú esta palabra, pendejo, se usa como sinónimo de taimado, o sea, astuto, pero, lamentablemente, casi siempre en sentido peyorativo.
 
El pendejo, en nuestro país, tiene mala fama. Es, para muchos, el vivo, el que saca ventaja a costa de los demás, el que engaña, embauca, el que toma el pelo. No obstante, creo que hay otro tipo de pendejada, totalmente válida e incluso necesaria; lástima que solo sea cosa de unos cuantos.
 
Ni siquiera recuerdo cómo se llama, quizá nunca lo supe. Le decían Petete. Este señor, amigo de mis padres, es un patente ejemplo del pendejo a carta cabal, del pendejo decente. Cuentan que cierto día, cuando caminaba a oscuras y borracho por una vía desolada, se libró fácilmente de tres sujetos que querían asaltarlo. La historia la podemos resumir así: Petete se da cuenta de que lo siguen; temeroso, apresura un poco el paso; pero sus perseguidores también caminan más rápido. Ahora, en el silencio profundo de la noche, los oye cuchichear de manera sospechosa. Voltea disimuladamente y, a la luz de la Luna, se da cuenta de que se acercan cada vez más. Piensa. Ya lo tiene. Se detiene, se lleva la mano derecha a la cintura, como quien va a sacar una pistola, mira al cielo y empieza a decir fuertemente: ¡Señor, tú bien sabes que lo intenté, que quise seguir tu camino; te prometí nunca más matar, pero ya ves que no se puede…! Cuando los vio correr despavoridos, Petete también corrió.
 
Algo parecido le sucedió a un poeta arequipeño que yo admiro. Me lo contó una exenamorada suya. Sucede que el vate, también con unos tragos encima, y solo, caminaba de madrugada por una calle solitaria cuando de pronto se le acercan dos tipos dispuestos a robarle; uno lo sujeta por detrás, con el brazo envuelto en el cuello de su víctima, mientras otro empieza a rebuscarle los bolsillos. Como buen pendejo, el poeta empieza a fingir convulsiones, se muerde la lengua, desorbita los ojos, respira con dificultad, se sacude enérgicamente. Entonces, los ladrones, asustados, lo sueltan y se alejan rápidamente pensando lo peor.
 
En la literatura hay muchos ejemplos de pendejada decente; se me viene a la mente, por ejemplo, la historia de los nombres de Güeso y Pellejo contada por Simón Robles en Los perros hambrientos. Pero como el espacio aprieta, y ya que hablamos de perros, acabemos de una vez y de buena forma.

Cuenta Simon Critchley en El libro de los filósofos muertos: «…un loco de atar, un lunático, entró a la fuerza en casa de [Tomás] Moro, amenazando con tirarle por la ventana. Aunque físicamente era mucho más débil que el loco, el autor de Utopía anduvo rápido de reflejos y señaló hacia un pequeño perro que tenía. Moro propuso tirar primero al perro, ya que ‘resultaría divertido’. Tras defenestrar a la pobre criatura, Moro le dijo al loco que bajara corriendo y repitiera la broma. Mientras el loco bajaba, Moro le siguió, echó cerrojo a la puerta y gritó pidiendo ayuda.»
 
 
José Manuel Coaguila

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