sábado, 13 de agosto de 2011

Bendito chantaje

Si alguna vez les preguntan si han leído tal o cual cuento, y no lo han hecho, es mejor decir la verdad; no vaya a ser que el bendito relato no se ajuste a la idea de cuento que tienen en mente, y terminen diciendo cualquier estupidez. Como aquella ingenua mujer, cuyo nombre calla la piedad, que dijo que estaba leyendo El dinosaurio, de Augusto Monterroso, el cuento más breve de la historia de la literatura: Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí; relato que forma parte del libro Obras completas (y otros cuentos), cuyo título, pretencioso si no fuera por el añadido entre paréntesis —el libro tiene apenas 130 páginas—, es tanto raro como su origen.

En su obra póstuma Literatura y vida, hecha de «ensayos microscópicos, reflexiones, relatos autobiográficos y conversaciones», Monterroso nos detalla cómo nació aquél su primer libro, uno de los más memorables de la literatura latinoamericana, de esos que conforme más lo leemos, más nos gustan.


Cuenta el escritor guatemalteco que en 1957, año en que volvió de Chile después de dos años de destierro, su amigo Henrique González le dio un empleo en la Universidad Autónoma de México, y así pudo paliar sus urgentes necesidades económicas, que a la sazón, ya casado y con una hija, eran cosa seria.

Monterroso tenía entonces 36 años, y, aunque habían aparecido cuentos suyos en diferentes periódicos y revistas, todavía no había publicado ningún libro. Así es que su amigo, tratando tal vez de revertir esta situación, le propuso publicar. Augusto aceptó, pero la idea de convertirse en un autor serio le asustaba, por lo que pospuso más de una vez la publicación.

Pero la reticencia de «Tito», como cariñosamente lo llamaban, sólo duró hasta la mañana en que su amigo González, director del Departamento de Publicaciones de la universidad, le dijo que si en los próximos treinta días no le presentaba los originales del volumen en cuestión, lo despediría. «Entre mi miedo a publicar mis cuentos en un libro —nos dice Monterroso— y el de que mi hija se quedara sin comer y sin techo, venció este último». Así, al escritor no le quedó más que, con tijera y un frasco de goma en manos, cortar allá y pegar acá y armar su original con los cuentos que consideró publicables.


José Manuel Coaguila

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