martes, 24 de abril de 2012

¡A que sí te quemo!


«Así, por ejemplo, un censor tachó en un libro de recetas culinarias las palabras “dejar a la masa levantarse libremente” porque la expresión le pareció revolucionaria.»

SCHOSTAKOVSKY, PABLO
Historia de la literatura rusa. Desde los orígenes hasta nuestros días


Semanas atrás, un amigo, editor de una revista local, nos pidió que escribiésemos un artículo sobre la historia del libro en el Perú, justamente por haberse celebrado anteayer el Día Internacional del Libro. En honor a la verdad, por el poquísimo tiempo libre que nos oxigena, el escrito no hubiera tenido la calidad suficiente como para publicarse, así es que nos negamos amablemente. Sin embargo, sacando partido de la idea, nos pusimos a buscar información sobre el tema (pensando, claro, en esta columna), sobre todo acerca de la censura de libros, que es lo que, en lo que a la historia del libro se refiere, siempre nos ha llamado más la atención. Y en esta búsqueda encontramos El libro y la lectura en el Perú, de Danilo Sánchez Lihón, un trabajo cuyo título avivó nuestras expectativas, pero nada más.

¿Ha habido censura de libros en el Perú? Por supuesto. Pero seguramente muchos vuelven sus ojos a la Colonia, vigilada por la Inquisición y normada editorialmente por el famoso Index, la lista negra de las obras prohibidas por la Iglesia Católica. No, señores, no vayamos tan atrás, que aquí nomás, hace ni siquiera medio siglo, se censuraron, requisaron y quemaron libros como cancha. ¿Y dice algo sobre esto el libro de Sánchez Lihón? No, nada. Un texto con un título así no puede pues obviar ello.



Lo que ni siquiera se hizo en la dictadura de Odría —aunque tampoco se puede decir que en ella hubo libertad irrestricta al comercio de libros— se llevó a cabo, inicialmente, en el segundo gobierno de Prado y, en toda su magnitud, en el primer gobierno constitucional ¡y democrático! de Belaunde.

Desde 1966 los libreros peruanos empezaron a padecer el retraso en la recepción de los paquetes de libros que venían del extranjero. Pero la demora era el mal menor, pues algunos lotes llegaban sin la cantidad original de títulos y otros simplemente desaparecían en el Correo de Lima, dependencia del gobierno. ¿Qué sucedía? Pues todos los libros pasaban por el filtro de una absurda censura. Libro considerado subversivo, disociador o simplemente peligroso iba a la hoguera.

Nunca en la historia del Perú se ha hecho algo tan nefando contra la cultura del libro: cientos de ejemplares se quemaron «por contener literatura comunista», según fuentes del propio gobierno. Mientras la Iglesia acababa de abolir el Index, nosotros, ridículamente, quemábamos libros que circulaban libremente por países como Estados Unidos, Inglaterra, España, México, Argentina.


Si usted, amigo lector, quiere informarse más sobre el tema, le recomendamos la lectura del libro Quema de libros. Perú ’67, del reconocido editor peruano Juan Mejía Baca.

José Manuel Coaguila

martes, 17 de abril de 2012

Miscelánea

- Casi todos creen que los acontecimientos ocurridos el año 2000 pertenecen al nuevo milenio; nosotros no. El año 1900, por ejemplo, corresponde al siglo XIX, no al XX. No es difícil darse cuenta de esto: así como el diez forma parte de la decena, el 100 también lo es de la centena, por lo tanto todo lo que ocurrió a lo largo del año 1900 perteneció al siglo que acababa, no al que empezaba. Igualmente, los acontecimientos ocurridos durante los doce meses del año 2000 pertenecen al siglo XX y, por ende, al milenio pasado. Sobre la base de este razonamiento, lo correcto hubiera sido festejar la llegada del nuevo milenio el 31 de diciembre de 2000, no antes.

- Hace unos días, en un programa radial, un «eminente» analista político ponía en boca de Maquiavelo, como casi siempre se hace, la famosa frase «el fin justifica los medios». Nosotros, que lo hemos leído, podemos afirmar que jamás el pensador florentino dijo expresamente eso. ¿Alguien nos puede demostrar lo contrario?
Pero situaciones así hay muchas. Por ejemplo, Darwin jamás dijo que el hombre era descendiente directo del mono o de algún simio conocido; lo que dijo fue que los hombres y los antropoides tenían antepasados comunes, cosa que es distinta. Y podríamos continuar con cosas como la manzana de Newton, el huevo de Colón, el complejo de Electra de Freud… pero nos extenderíamos demasiado.

Nicolás Maquiavelo (1469-1527), autor de El príncipe.


- La naranja mecánica es una buena novela, pero quizá sea mejor la película basada en ella. Su autor es el inglés Anthony Burgess, a quien, nos acabamos de enterar, le pasó algo parecido que al gran Hölderlin. Los médicos le diagnosticaron un tumor cerebral y le dijeron que solo le quedaban doce meses de vida. Burgess no se echó a morir, sino más bien entró en un frenesí total y se dedicó a escribir febrilmente. Sin embargo el diagnóstico resultó equivocado. El escritor vivió 34 años más.

- La semana pasada leímos El banquete de Platón, que no es gran cosa. Mucha cháchara, mucha retórica, mucho adorno; muy celestial; un libro anodino. Se dice con mil palabras lo que fácilmente se podría decir con cien, y eso atiborra la mente. No obstante, valgan verdades, la lectura sirvió de algo: Platón nos curó el hipo. Hay un pasaje en el libro donde Erixímaco le dice a Aristófanes, quien padece un ataque de hipo y por ello no puede hablar: «mira a ver si conteniendo un buen rato la respiración se te quiere pasar el hipo, y si no, haz gárgaras con agua. Pero si es muy pertinaz, coge algo con lo que puedas hacerte cosquillas en la nariz y estornuda». ¡Grande Erixímaco!


José Manuel Coaguila

martes, 10 de abril de 2012

¿Un pintor llamado Oreja?

Tenías hambre y fuiste en busca de comida. Entraste en un local de comida china, hiciste el pedido (¡lo mismo de siempre!) y te sentaste a esperar que te sirvieran. Al poco rato sientes que te hablan —el mozo, piensas—, levantas la mirada y la ves. Te dice algo más, pero tú, que recién te quitas los audífonos de las orejas, tampoco oyes. Por la expresión de su rostro y cierta disposición a sentarse, intuyes que dijo algo sobre compartir la mesa. Lo cierto es que tú, dándote cuenta rápidamente de que aquel era el único espacio disponible en todo el chifa, ofreces un rictus y una disimulada venia como señal de asentimiento. Y en efecto, se sienta a tu mesa.

Aceleremos un poco. Se sienta, mira hacia afuera, como si esperase a alguien, tú te vuelves a poner los audífonos, agachas la mirada (claro, sin que salga completamente de tu campo visual) y solapadamente la observas. Aceleremos más. El mozo trae tu plato, empiezas a comer, luego trae el de ella, que es igual al tuyo, y ahora ambos comen. Más rápido: terminan casi a la vez, pero ella se retira primero; el mozo te trae la cuenta y te das con la sorpresa de que tienes que pagar el doble; sonríes, te paras y cancelas; sales del local y, nada más dar unos pasos, te encuentras con ella; se miran y ríen; me olvidé de pagar, te dice; yo ya pagué, no te preocupes, respondes.

Vayamos frenando. Ahora caminan juntos, conversan. Te pregunta por la música que escuchas, tú respondes cualquier cosa; a mí me gusta mucho La Oreja de Van Gogh, dice ella; a mí me gusta más el pintor, dices tú; ¿cuál pintor?; el del nombre del grupo, le pusieron ese nombre en honor al pintor ¿no?; ¿qué?, ¿existe un pintor que se llama Oreja?, lo dice como si le estarían tomando el pelo; no, respondes y te ríes; ambos ríen.

Autorretrato de Van Gogh con la oreja mutilada.

Frenemos en seco. El pintor se llama Vincent, Vincent van Gogh, agregas; estaba loco, pero a pesar de eso, o quizá por eso mismo, fue un genio. Un día, cuando vivía con Paul Gauguin, otro genio de la pintura, intentó, según cuenta Gauguin en sus memorias, atacar a este con una navaja de afeitar; luego se arrepintió de lo que había hecho y, triste, se cortó la oreja izquierda.

¿Tú sabes que significa la palabra perspicuo?, pregunta Lucía, que así se llama la muchacha. No, por qué, dices tú, José Manuel. Porque esa palabra te calza bien; hablas como si estuvieras leyendo. Ambos sonríen. Y adivina qué hizo Van Gogh con su oreja, le dices como para proseguir con tu relato. La puso dentro de un sobre y se la regaló a una prostituta, responde, risueña, la muchacha.


José Manuel Coaguila

martes, 3 de abril de 2012

Y sigue la corrida

Los defensores de la tauromaquia creen que poner a los animales a un mismo nivel que los hombres es una actitud ingenua (y puede que tengan razón: «el hombre carece de las barreras naturales instintivas que impiden al animal matar a sus congéneres». Cuando los animales luchan o pelean, basta un gesto de sometimiento para poner fin a la contienda. En el caso de los perros, por ejemplo, el que se siente perdedor ofrece la garganta y el contrincante, viéndose vencedor, interrumpe la lucha. «El hombre, en cambio, carente de tal inhibición automática, da el mordisco y mata al rival.» Somos la única especie que mata innecesariamente), pues ellos no hablan ni piensan. La pregunta éticamente relevante no es, pues, si los animales pueden hablar o pensar, sino si pueden sufrir. Los bebés, por ejemplo, no hablan, y hay personas con retraso mental grave que están en un nivel cerebral por debajo, incluso, del animalesco, pero no por ello merecen el trato que muchas veces les damos a los animales. Todos debemos defender, por lo tanto, el derecho a una igual consideración de los seres capaces de sufrir. El argumento de «raza inferior» no vale: tiempo antes los leones se comían a los cristianos en un ritual que era considerado una fiesta; y hasta hace no mucho los negros eran considerados y tratados como esclavos, con el mismo razonamiento.


Por otra parte, las corridas de toros no son específicamente españolas. De hecho, se han practicado en otros países de Europa, como Inglaterra. (Es curioso que, aparte de España, las corridas se practiquen con mayor fervor en México y Colombia, dos de los países más violentos del mundo.)
«Los españoles no tenemos un gen de la crueldad del que carezcan los ingleses —escribe Mosterín—; la diferencia es cultural. En España siguen celebrándose encierros y corridas de toros, pero no en Inglaterra (donde hace dos siglos eran frecuentes), pues los ingleses pasaron por el proceso de racionalización de las ideas y suavización de las costumbres conocido como Ilustración. Aquí apenas hubo Ilustración ni pensamiento científico, ético y político modernos. Muchos de nuestros actuales déficit culturales proceden de esta carencia.»
España y, por lo tanto, sus colonias no formaron parte, como también los rusos, los escandinavos, los periféricos, de la gran escisión racionalista, aquella etapa donde, mediante las luces de la razón, se disiparon las tinieblas que se cernían sobre la humanidad: la ignorancia, la superstición y la tiranía.

José Manuel Coaguila

jueves, 29 de marzo de 2012

¡Olé, Vargas Llosa!

Hace unos días, un grupo de intelectuales, encabezados por Mario Vargas Llosa, firmó un manifiesto a favor de las corridas de toros, y muchos se sorprendieron de ello, sobre todo de que el Nobel —tan liberal él— lo refrendara. Nosotros, que habíamos leído la entrada Torero, que aparece en su Diccionario del amante de América Latina, y el artículo La última corrida, que Mario publicó en el 2004 en El País, no. Vargas Llosa siempre ha sido un gran admirador de estos espectáculos, impregnados —como, paradójicamente, él mismo reconoce— de violencia y maldad. Que ahora firme un manifiesto justificando lo que la mayoría abomina, no nos debe asombrar tanto; eso es algo que, de una manera más sutil, ya lo hizo antes.


Seguramente, muchos de los que firman el documento han crecido, como el Nobel peruano, rodeados de gente que veneraba, tan igual ellos ahora, las corridas de toros. Y esto, más que cuestionarlos, permite entenderlos. Hay cosas que parecen ser una elección, cuando en realidad no son más que una poderosa y camuflada imposición. Las ideas en las cuales hemos sido educados pasan a ser, casi siempre, verdades incuestionables, por lo que, desde nuestro punto de vista, este manifiesto es tan respetable como uno religioso, en el sentido de que —como escribió Bertrand Rusell—, con muy pocas excepciones, la religión que un hombre acepta es la de la comunidad en la que vive, por lo que resulta obvio que la influencia del medio es la que lo ha llevado a profesar dicha religión. Se entiende, por lo tanto, que los firmantes exijan en el manifiesto que se respete la libertad y el derecho de inculcar a sus hijos la cultura taurina, pues, de seguro, lo mismo hicieron con ellos.
 
Pero entremos de una vez al ruedo. Los autores de la proclama en cuestión respaldan las corridas de toros por ser, en primer lugar, dicen, una tradición muy arraigada en el Perú. ¡Cuernos! Como dijo Mosterín, «la tradición no justifica nada». Si así fuese, tendríamos que defender también costumbres como la ablación del clítoris. ¿Se imaginan en la barbarie en que viviríamos si algo, por solo ser tradicional, tendría que respetarse y perpetuarse?

Se dice también en el manifiesto que nuestra sensibilidad, de nosotros, los antitaurinos, no nos permite apreciar la fiesta brava. ¿Cómo diablos nuestra sensibilidad va pues a permitirnos apreciar un espectáculo en el que —¡de acuerdo!, puede haber arte y otras cosas más— se goza a costas del sufrimiento de un animal? Hubieran adjuntado a su escrito una descripción minuciosa del ritual, a ver si luego de ello lo hubiesen firmado sin siquiera una pizca de conmoción.


Se afirma, asimismo, que los argumentos con los que pretendemos proscribir las corridas de toros son falaces. ¿Falaces? ¿No es verdad acaso que los pobres animales, al igual que nosotros, son capaces de sufrir? Falaces, y más que eso, ingenuos, son sus argumentos. Algunos de los suyos, por ejemplo —Vargas Llosa lo hizo en La última corrida—, empiezan a cuestionar, en defensa de su afición, todo tipo de violencia ejercida sobre los animales; «si todos lo hacen, por qué nosotros no», parecen decir, lo que pone de manifiesto su falta de razones válidas para defender esa salvajada. No porque hay males peores, hay que aceptar los menores, pues.

También sostienen algunos, y esto sí es para reírse, que el espectáculo asegura la continuidad de la raza, la del toro bravo español, pues si no existirían las corridas, tampoco los toros de lidia. ¡Oh! ¡Gran favor que les hacen a los pobres animales!

Les recomendamos, estimados lectores, la lectura de los siguientes libros: Antitauromaquia, de Manuel Vicent; Liberación animal, de Peter Singer; y ¡Vivan los animales!, de Jesús Mosterín.

José Manuel Coaguila

miércoles, 28 de marzo de 2012

Dormir

Marca el número. Contestan. Se saludan. Jorge, hoy no habrá columna, dice. Agrega algo más y cuelga. Enseguida se sienta sobre su cama, entrelaza los dedos de sus manos, que están sobre sus piernas, mira a su izquierda, como si alguien estuviese ahí, vuelve el rostro y estaciona en el piso su mirada perdida. Está así hasta que una lágrima se estrella contra el suelo y lo saca de su ensimismamiento.
Ha estado intentando escribir la columna para el periódico, pero no pudo. Aunque se ha comprometido entregarla mañana, él, en el fondo, sabe que ya no podrá escribir más, que lo que nació para ella no podrá vivir sin ella, si acaso todavía él.
La vida, con su ausencia, allá fuera, le pone a cada instante un revólver en la sien. Su cuerpo se ha convertido en un delicadísimo cristal que al menor roce se resquebraja. Por eso solo quiere dormir. Ojalá que duerma mucho.

martes, 20 de marzo de 2012

"¡Tenía que llamarse Artagnan!"


No sabemos cómo llegaron al punto, pero lo cierto es que el taxista le confesó que era escritor; lo dijo como quien no quiere la cosa, pero lo dijo. El pasajero agudizó el oído. Todas las noches, después del trabajo, escribo o leo; es un vicio que no puedo dejar. Pero todavía no he publicado nada, dice. Cuenta, además, que ya van a ser 56 años desde que vino al mundo, pero que aún guarda la esperanza de publicar algún día un libro.
El pasajero piensa entonces en Sabato, en Monterroso, en Eco, en Saramago, algunos de sus escritores contemporáneos favoritos, quienes publicaron (ficción) muy entrados en años.

He tocado varias puertas, pero casi siempre me las cierran. Algunos, más «amables», no me las cierran, pero me dejan esperando siempre, que es lo mismo, dice el taxista.

El hombre que está a su lado quiere decirle que casi siempre es así; que no hay camino más difícil que el de un escritor; que, por ejemplo, a García Márquez un crítico español, luego de leer su novela La Hojarasca, le escribió recomendándole que se dedique a otra cosa. Que de Stendhal decían que era un payaso que jamás escribiría una obra maestra. O que alguna vez tildaron de adefesio y mamarracho un poema de Vallejo. Sin embargo no dice nada.

File:D'Artagnan Auch.jpg
Estatua de D'Artagnan, personaje de Los tres mosqueteros.


Es cierto. No hay camino más difícil que el del escritor, deberíamos decir, mejor, que el del artista. A Brahms, el genial Brahms, en su primer concierto para piano y orquesta, cuando él mismo tocaba el piano, lo silbaron y le arrojaron basura. Van Gogh vendió muchos cuadros pintados por él como material inservible, de reciclaje, para poder comprar lo necesario y seguir pintando, cuando hoy esos «trastos» valdrían millones. «Algunos hombres nacen póstumamente», escribió con razón Nietzsche.

¿Y qué escribe?, pregunta el pasajero. De todo un poco: poesía, cuentos, ensayos. Tengo una novela terminada. Mi casa está llena de manuscritos, concluye diciendo entre risas el taxista. Luego empieza a criticar, sobre la base de argumentos sólidos, la sociedad en la que vivimos; manifiesta una y otra vez su inconformidad con el estado de las cosas. Habla de política, de educación, incluso de él mismo. Al pasajero, entonces, se le viene a la mente algunas cosas que leyó acerca del poder de la ficción.
Los artistas siempre son seres inconformes, piensa. El arte, sobre todo la literatura, siempre está abriendo una brecha entre lo que somos y lo que quisiéramos ser. «Por su sola existencia, ella es una acusación terrible contra la existencia bajo cualquier régimen o ideología: un testimonio llameante de sus insuficiencias, de su ineptitud para colmarnos. Y, por lo tanto, un corrosivo permanente de todos los poderes, que quisieran tener a los hombres satisfechos y conformes.»

Estudié dos carreras, amigo, Literatura y Geología, en la UNSA; pero míreme, trabajo «taxeando». No me avergüenza, pero siento que esto no es para mí, y disculpe si es vanidad.

No, claro que no, dice el pasajero.

Tengo muchas deudas; mi casa un día de estos quizá me la embarguen. ¿Y a dónde voy a ir? Tengo un hijo pequeño, no quisiera que él pase por una situación así.
El viaje continúa. Taxista y pasajero entran en más confianza. Ahora hablan de cosas más felices: de libros, de escritores. Dumas, Victor Hugo, Cervantes, dice el primero; Sabato, Saramago, Calvino, el segundo.
El taxi disminuye la velocidad. Bien, amigo, llegamos a Correo —el carro se detiene—. ¿Y cuál es su nombre?, pregunta el taxista. José Manuel, José Manuel Coaguila, responde el pasajero. ¿Y el de usted?, devuelve la flor. Artagnan Atanacio, contesta.

¡Tenía que llamarse Artagnan!, dice para sus adentros el pasajero bajándose del taxi.


José Manuel Coaguila