martes, 24 de julio de 2012

Un año de letras*

El miércoles 20 de julio de 2011, en la página 4 de este diario, apareció por primera vez esta columna. El nombre lo hizo la urgencia; había que ponerle uno, y salió cualquier cosa. Aunque, analizándolo bien, tampoco está tan mal, ¿no? Es un nombre que sintetiza muy bien lo que hemos hecho a lo largo de todo un año, en más de 50 columnas. Nuestra formación es totalmente libresca, no vivencial; hemos leído más de lo que hemos vivido; los libros nos han permitido tener las vidas que nuestra naturaleza transitoria y finita jamás podrá concedernos. Así es que no podíamos ceñirnos a otra cosa que no sean las letras: el número de obras citadas supera ampliamente el de las columnas donde aparecen.

Este espacio cumple un año, el periodo que siempre quisimos alcanzar. El balance final es relativamente bueno, pero, la verdad, no nos satisface totalmente; tenemos la sensación de que pudimos hacer cosas mejores. El tiempo nos puso muchas zancadillas.

Aprovechamos la oportunidad, también, para decirles a los que venían a buscarnos al diario que lo crean, que sí éramos nosotros. Casi todos, al vernos, preguntaban, dudosos, si verdaderamente hablaban con José Manuel Coaguila. Se iban incrédulos. Nuestra juventud y menuda contextura seguramente hacían creer lo contrario.

Como esta, hay muchísimas anécdotas más. Como aquella vez que se cortó la luz justo cuando terminábamos de escribir una columna y, como casi nunca utilizamos la batería de nuestra laptop, que estaba totalmente descargada, tuvimos que deambular por todo Hunter pidiendo una limosna de electricidad. Teníamos que enviar el artículo ¡ya!, no había tiempo que perder.

Errores también los hubo. Por ejemplo, cierta vez apareció «Humberto», el nombre de Eco, así, con hache, cuando todos bien sabemos que, cuando nos referimos al novelista, semiólogo y ensayista italiano, la muda está por demás; el Word, desafortunadamente, corrigió a los padres de Eco y nosotros no nos dimos cuenta de ello. También aquella vez que cambiamos la historia de una enemistad y dijimos «cuando Gabo noqueó a Vargas Llosa», haciendo referencia al título de un libro, cuando los hechos, bien saben ustedes, queridos lectores, fueron al revés. Qué le vamos a hacer, nuestro inconsciente prefiere a García Márquez.

Con respecto a los temas que hemos tocado durante todo este año, la variedad ha sido nuestro distintivo. Desde literatura, lectura, libros, educación —pasando por cine, Historia, pintura, gramática—, hasta industria farmacéutica, Internet, televisión, historia de la sexualidad, mitos, amor. Todo cuanto pudimos. También temas controversiales, como las corridas de toros y la eutanasia, por ejemplo, por los que recibimos correos electrónicos sazonados con hiel e injurias. «¡Renuncia en el acto!», nos pidieron.
 
Por último, queremos agradecer a todos los que nos escriben sobre asuntos interesantes; también a los que visitan nuestro blog (jmcoaguila.blogspot.com), donde están todos los artículos publicados en este espacio, cuyas visitas, apenas en un año, se cuentan por miles. Gracias sobre todo a Fiorela y a Edwin; a ellos les debo todo. Volveremos pronto.


José Manuel Coaguila

 * Publicado en diario Correo Arequipa el 25 de julio de 2012.

martes, 17 de julio de 2012

Manual para Élder


Hay libros que pueden, en cuestión de horas —las que demore leerlos—, traerse abajo todo un sistema de creencias cuyos cimientos, fortalecidos por el tiempo, pensábamos indestructibles. A este grupo, de acuerdo a nuestras experiencias personales, pertenecen Manual del perfecto idiota latinoamericano, de Plinio Apuleyo Mendoza, Carlos Alberto Escobar y Álvaro Vargas Llosa (en asuntos políticos); Por qué no soy cristiano, de Bertrand Russell (en cuestiones religiosas); y Cartas a un joven novelista, de Mario Vargas Llosa (en cuanto a la vocación literaria). Podríamos agregar a esta lista La vida en común, de Tzvetan Todorov, que desmitifica como ningún otro las relaciones humanas.

Quizá sería exagerado decir que estos libros nos cambian la vida. Pero de lo que sí estamos seguros es que luego de leerlos es imposible no mirar las cosas de diferente manera.

Esto viene al caso porque, precisamente, queremos recomendar la lectura de uno de ellos a un lector que nos escribió acerca de nuestra última columna: El síndrome Galeano.

El señor Élder Purguaya tiene razón cuando nos dice que es imposible ser apolíticos, que el tratar de serlo es, a la vez y más profundamente, ir contra esta misma intención, o sea hacer política. Esto ya nos lo comentó alguna vez Alina Rivera, quien además, viendo nuestro total desinterés por la política, hizo que leyéramos la famosa frase de Bertolt Brecht sobre el asunto, esa que dice algo así como que el peor analfabeto es el analfabeto político. Sobre este punto, creo que la razón lo asiste, mi querido Élder. Pero en nada más.


Rechazamos totalmente el libro que usted defiende, Las venas abiertas de América Latina. Y es aquí donde le aconsejamos leer Manual del perfecto idiota latinoamericano, sobre todo el capítulo III. Allí está expuesto con más claridad y contundencia lo que a continuación diremos y citaremos:

1) No es cierto —como dice Eduardo Galeano, autor de Las venas... que lo que unos tienen, siempre se lo han quitado a otros, pues la riqueza no es «un cofre que navega bajo una bandera extraña y todo lo que hay que hacer es abordar la nave enemiga y arrebatárselo».

2) «No se trata —como cree Galeano— de que las naciones depredadoras se aprovechan de la debilidad de sus vecinas para saquearlas, sino de que explotan al máximo sus propias ventajas comparativas para ofrecer al mercado los mejores bienes y servicios al mejor precio posible.»

3) No podemos hacer nada más benevolente que despreciar un libro donde se afirma que sería perjudicial para América Latina industrializarse, y donde se condena las políticas de natalidad diciendo estúpidamente que en esta parte del mundo hay suficiente territorio como para albergar a muchos más. Presume Galeano que convencer a las mujeres de que tengan menos hijos es «poner un dique al avance de la furia de las masas en movimiento y rebelión.» ¿No es esta una verdadera idiotez?


José Manuel Coaguila

martes, 10 de julio de 2012

El síndrome Galeano

A pesar de lo degradante e insufrible que resulta viajar en combi, hay gente, como quien escribe estas líneas, por ejemplo, que se da maña para leer algo en ellas. Pero no creo, sobre la base de mi propia experiencia, que haya alguien que pueda zambullirse en una lectura profunda y cuidadosa en medio del ruido de los motores, las bocinas, los pregoneros, la música. En un lugar así solo se lee someramente, y eso es lo que yo hago cada vez que tengo la fortuna de tener un libro en mis manos y la desdicha de subirme a una combi.

Pero vayamos al grano. Lo que quiero contarles es que hace un par de días, en una combi, un muchacho leía un libro con una atención tan grande como inusual. Yo también tenía uno en las manos, pero el lugar era tan inapetente para la lectura que ni siquiera tenía ganas de leer el texto de la contratapa. Me asombró, por ello, ver a ese muchacho tan enfrascado en lo que hacía. Hasta que tuvo que bajarse del vehículo no dejó de leer, y lo hacía con tanto interés que incluso, contagiado, llegué abrir el volumen que tenía sobre mis piernas. ¿No sienten curiosidad por saber, queridos lectores, el título del libro causante de tal prodigio? Yo también la sentí, así es que me las apañé para averiguarlo.


Recuerdo haber leído Las venas abiertas de América Latina en mis años universitarios, o sea no hace mucho. El libro causó en mí el mismo efecto: acaparó mi atención como pocos. Su prédica —como la luz a algunos insectos— seduce, atrae, ciega. Y es que la victimización y la patriotería siempre funcionan. Pero este no es el momento para zanjar posiciones políticas. Lo que sí quiero decir es que ese libro hay que leerlo con guantes quirúrgicos puestos, con pinzas y bisturí, que hay mucha distorsión de la realidad en él, que hace lo que la flauta con la cobra y por ello hay que tener cuidado. Si tienen en claro, muy en claro, que el verdadero progreso de los pueblos solo se logra respetando las libertades política y económica, entonces podrán zafarse del paternalismo que despierta, de esas ideas románticas que suenan bonito pero que no nos llevarán a ninguna parte.

El libro de Eduardo Galeano es uno de los que más se han leído por estas tierras, y debe ser también el que más conmoción ha causado. Hay gente que todavía lo lee apasionadamente, incluso en una combi. Debe ser porque endulza mucho la boca, pero cuidado que con tanto dulce se pueden pudrir los dientes.

Chávez le regala el libro Las venas abiertas de América Latina a Obama.

Como el muchacho de mi historia hay muchas otras personas. El mismo Galeano nos lo cuenta, así tenemos, por ejemplo, a «la muchacha que iba leyendo este libro [Las venas…] para su compañera de asiento y terminó parándose y leyéndolo en voz alta para todos los pasajeros […]; o el estudiante que durante una semana recorrió las librerías de la calle Corrientes, en Buenos Aires, y lo fue leyendo de a pedacitos, de librería en librería, porque no tenía dinero para comprarlo».


José Manuel Coaguila

martes, 26 de junio de 2012

La lectura mecánica


Es difícil disfrutar la comida si se come rápido. Si solo tragáramos, el comer no estaría, de ningún modo, entre los más grandes placeres de la vida. El gozo está en el paladar, no en el estómago; en el sabor, fruto de precisas combinaciones y buen manejo de tiempos; en el olor; en lo visual, incluso. Por ello, queridos lectores, no creo que a nadie se le ocurriría matricularse en un curso de alimentación rápida, donde se aprenda a comer —engullir sería el término exacto—, por decir, 3 cucharadas por segundo.

Lo mismo con el sexo, ¿quién estudiaría técnicas para hacer el amor más rápido? No tendría ningún sentido hacerlo, ¿verdad?

Y qué me dicen de esos cursillos de lectura veloz, ¿no caemos en la misma insensatez? ¡Pues sí, claro que sí! Solo que como ya ha pasado a formar parte de nuestros ojos, es decir, de ese grupo de cosas que, por ser comúnmente aceptadas, lo cual no las exime de ser estúpidas, sino todo lo contrario («El ser opinión del vulgo prueba que es lo peor», decía Séneca), han anclado en el ámbito de lo familiar e incuestionable, solo que como ya ha pasado a formar parte de nuestros ojos, repito, es imposible poner la vista sobre ella.


Hace poco, verbigracia, leí una nota periodística donde se informaba que alumnos egresados de un curso de lectura rápida podían leer ¡y comprender! un libro de 200 páginas en tan solo 10 minutos. ¡Por Dios, qué engaño! ¡Ni el Coquito!

¿Para qué aprender a leer rápido? ¿Para leer más? ¿A qué precio? ¿A costa de una lectura escudriñante e inquiriente, profunda y atenta? ¿A expensas del disfrute que puede ocasionar una frase genial, que podemos volver a leerla una y otra vez, ponderarla, anotarla, hacerla nuestra? ¿Sacrificando nuestras emociones al dios de la información, que de seguro es analfabeto?

Lo bueno no viaja en tren, amigos, prefiere caminar.


Pero retomemos la pregunta, ¿para qué estudiar un curso de lectura veloz? Para LEER (así con mayúsculas) no sirve. La poesía, por ejemplo, y acaso toda literatura, está hecha para digerirse lentamente. Bueno, salvo que trabajemos en un banco y nuestra función sea llamar a potenciales clientes para ofrecerles algún servicio y, una vez aceptado este, leerle todas las cláusulas del contrato (como las letritas que aparecen en los comerciales de televisión, o lo que se dice rápidamente al final de un anuncio de radio). Aunque pensándolo bien, ni para eso sería necesario.

Es nuestra época, señores. Ya nadie mata el tiempo, hacerlo hoy sería un deicidio. El dios de las horas, de cuyo culto surgen engendros como los cursos de lectura rápida, tiene ahora el control de nuestras vidas. Ofrendemos a él las iras, los rencores, los orgullos; no el amor, las sonrisas, las esperanzas, los encuentros humanos.


José Manuel Coaguila

martes, 19 de junio de 2012

Abracadabra, amén

Nos escribe un lector llamado Aldo: «…he leído su artículo publicado en diario Correo el día de ayer miércoles 13 de junio, donde usted hace uso del término ‘mágico-religioso’ como si se tratara de dos cosas semejantes o parecidas, a lo que debo decir que me parece fundamental e importante aclarar ello…» Hasta aquí, todo válido y hasta cierto punto interesante. Pensamos por un momento que quizá razonaría como Cassirer, para quien «la religión es la expresión simbólica de nuestros ideales morales supremos, en tanto que considera a la magia como ‘un agregado de supersticiones’», diferencia ingeniosa y en parte válida. Pero no. Aldo dijo, a continuación, lo que el común de la gente dice: que la magia es recurrir a instancias «ilegales» para conseguir con más facilidad y rapidez lo mismo que Dios nos puede dar si nos acercamos a Él y lo servimos.

Nosotros le escribimos lo siguiente: «Sr. Aldo, gracias por leerme. Solo le quiero decir dos cosas. La primera es que el término al que hace referencia (‘mágico-religioso’) forma parte de una cita textual, y con esto no quiero decir que lo repruebo, que quede claro. Y para terminar, su observación me parece muy ingenua, cándida, y, la verdad, no veo cómo confrontar mis ideas con las suyas, es como querer coger una aguja con un guante de box puesto.»

Aldo insistió en un segundo e-mail: «…utilizar el término mágico-religioso es como hablar de un partido político demócrata-comunista…» Y agrega más adelante: «…muy a menudo veo que algunos términos se utilizan de manera arbitraria […] es menester del comunicador ‘masticar’ lo que comunica antes de emitirlo, para no caer en generalidades y finalmente confundir una cosa con la otra.»


¿Tan difícil es darse cuenta que la magia y la religión son dos traducciones de un mismo libro; que ahora quizá puedan hacerse diferencias pero que, en general, permanecen bajo una misma estructura de pensamiento? ¿Ambas no se sustentan acaso en la relación con algo que está en el dominio de lo sobrenatural? ¿No hacen lo miso el chamán que invoca a fuerzas y dioses desconocidos y el sacerdote que eleva una plegaria a un dios omnipotente y omnisciente?

Dios dijo ‘hágase la luz’ y la luz se hizo, Moisés partió el Mar Rojo en dos y Jesús resucitó entre los muertos, ¿no es la Biblia el libro mágico por antonomasia?

Aldo seguramente tiene por ahí un objeto de la buena suerte, lee el horóscopo y pide un deseo cada vez que sopla las velitas de su torta de cumpleaños, pero también asiste todos los domingos a misa. Son pues los rezagos de una etapa de la humanidad donde no había diferencias entre magia y religión. Si ahora las hay, es únicamente porque a una se la considera mala y a otra buena, eso es todo.

P.D.: ¿Y qué opina de Dios?, le preguntaron cierta vez a Borges. El autor de Ficciones, solemnemente irónico, respondió: «¡Es la máxima creación de la literatura fantástica! Lo que imaginaron Wells, Kafka o Poe no es nada comparado con lo que imaginó la teología. La idea de un ser perfecto, omnipotente, todopoderoso es realmente fantástica.»


José Manuel Coaguila

martes, 12 de junio de 2012

De los hombres, sus nombres

¿Sabe cuál es el nombre completo de Picasso? Es como sigue: Pablo Diego José Francisco de Paula Juan Nepomuceno María de los Remedios Crispiniano de la Santísima Trinidad Ruiz Picasso. ¿A qué se debe ―dejando ya de mirar solo al pintor malagueño― la acumulación de nombres? Marco Aurelio Denegri, en su libro Lexicografía, capítulo CII, donde hay más ejemplos de esto que podemos llamar «plétora nominal», nos dice, citando a Fernando Nicolaÿ, lo siguiente: «La costumbre de acumular nombres tiene origen mágico-religioso. En efecto, de antiguo se ha creído que cuanto mayor sea el número de nombres que uno tenga, tanto mayor será la protección que a uno le dispensen los dioses, vírgenes, santos, espíritus, encantamientos, misterios y demás realidades espirituales o fantásticas a que esos nombres se refieran.»



Y hablando de este tipo de supersticiones, se nos viene a la mente algo que leímos en un libro de Jung, ¿cómo se llamaba…? Aquí está: Los complejos y el inconsciente. En la página 21, el psicólogo suizo se ocupa de una concepción primitiva que identifica el alma con el nombre, y escribe: «El nombre de un individuo sería, según esto, su alma, y de aquí la costumbre de reencarnar en los recién nacidos el alma de los antepasados dándoles los nombres de éstos.»

«Me llamo Ernesto —escribió Sabato— porque cuando nací, el 24 de julio de 1911, día del nacimiento de san Juan Bautista, acababa de morir el otro Ernesto [su hermano], al que, aún en su vejez, mi madre siguió llamando Ernestito, porque murió siendo una criatura.»


Y ya que de nombres de escritores hablamos, pues no estaría demás traer al caso algunas anécdotas con respecto al apellido de algunos. Cuenta José Saramago en Las pequeñas memorias lo siguiente: «En otro lugar he contado el cómo y el porqué del apellido Saramago. Que ese Saramago no era apellido paterno, sino el apodo por el que era conocida la familia en la aldea. Que cuando mi padre fue a inscribir en el registro civil de Golegã el nacimiento de su segundo hijo sucedió que el funcionario (Silvino se llamaba) estaba borracho […], y que, bajo los efectos del alcohol y sin que nadie notara el onomástico fraude, decidió, por su cuenta y riesgo, añadir el Saramago al lacónico José de Sousa que mi padre pretendía que llevara.»

A diferencia del premio Nobel portugués, cuyo apellido parece ser verídico, el del autor de Los perros hambrientos siempre sonó a seudónimo, según testimonio del mismo Ciro Alegría: «'¿Se llama usted de veras así?', me preguntan sin tregua. Yo tomo el asunto con humor y no respondo de inmediato. '¿Le pusieron ese nombre?', insisten los circunstanciales curiosos. Termino por informar que tal es mi nombre ciertamente y entonces, los preguntones entre que se sorprenden y decepcionan.»

Lo mismo pensarían de usted, querido lector, si se llamaría, por ejemplo, Ciro Tristeza, ¿no?


José Manuel Coaguila


 

martes, 5 de junio de 2012

¡Puje, señor, puje!

A luz del pasado, y acaso solo así, se puede entender realmente el presente. Hay hechos que a simple vista parecen ser muy modernos, muy de la época, pero que en realidad, si conocemos algo de historia, no lo son.

Ello por una parte. Por otra está el hecho de que las grandes verdades siempre están implícitas, ocultas en lo que no se dice, en los silencios, en los juegos, en las bromas; disfrazadas con el ropaje de lo que justamente no quieren decir.

¿Y a qué viene todo esto?, se preguntará usted, amigo lector.

Son, también, dos hechos. El primero sucedió hace algunos años, cuando consumíamos nuestras horas leyendo el DRAE. Y el segundo, hace solo algunos días, en un baby shower.

Mucha sorpresa y gracia nos causó encontrar en el diccionario la palabra covada y leer su significado: «Costumbre que pervive en zonas de Asia y de América, y que existió en el norte de España, consistente en la permanencia, tras el nacimiento de un hijo, del padre en la cama, recibiendo atenciones, mientras la madre vuelve a sus tareas habituales.» ¡No me diga que a usted, caro lector, no le provoca lo mismo!


Nos reímos un poco, es verdad, pero luego, ya en serio, buscamos más información sobre el tema. Y ahí quedó todo, hasta ahora. Hasta el domingo pasado, si nos exigen ser más exactos, cuando asistimos, llevados por las circunstancias, a un baby shower.

Antes de que acabara la fiesta, el payaso que la animaba hizo que el padre del hijo por venir, ante la complacencia y alegría de muchos, fingiera dar a luz. Se puso para ello un sillón en el medio de la sala, donde tenía que alumbrar el hombre, y se pidió la colaboración de dos señoritas para que actuasen como enfermeras. El sufrido progenitor empezó entonces, mismo Schwarzenegger en la película Junior, a parir, en medio de prolongados ayes de dolor y las atenciones de sus asistentes. Toda una covada moderna.

¿Qué hay detrás de esta simulación?, ¿por qué se hace?, ¿qué se nos quiere decir con ella? Nuestra hipótesis, menuda ella, es la siguiente: La covada, se sabe, tiene su origen en las sociedades matriarcales, es decir, en aquellas donde el mando residía en las mujeres. Se puede explicar ella, entonces, como la intención inconsciente del hombre de querer ser parte de aquello que hacía de la mujer un ser superior, y ponerse a su misma altura. Ahora, que la mujer ha recobrado el protagonismo perdido, que no está lejos de ocupar en la sociedad el lugar que tuvo antaño, parece repetirse algo parecido.

Antes, los hombres primitivos —ante la alta tasa de mortalidad materna— creían que fingiendo ser mujeres parturientas podían engañar a la muerte y evitar el deceso de la madre; ahora creen que haciendo lo mismo solo divierten. La segunda excusa es más tonta. Inventemos una más brillante.


José Manuel Coaguila